De la juventud o El futuro: progresismo, élites y sus efectos en los jóvenes

La juventud muestra claros signos de agotamiento. Los jóvenes están en el atolladero. Diferentes medios han mostrado a lo largo de los últimos años una realidad incontestable. Aquellos que tienen entre 18 y 25 años constituyen el colectivo más empobrecido en los últimos años — los que están en la treintena no están, por desgracia, mucho mejor — . Sí, sí, han escuchado bien; pobres. Los datos conocidos son descorazonadores.

Estos han perdido hasta un 94% de riqueza entre el año 2005 y 2017 según la Fundación Civismo. Son los primeros en perder el empleo cuando asoman las crisis por las altas tasas de temporalidad. En consecuencia, carecen de acceso al crédito y, por tanto, el sueño de poseer una vivienda desaparece con la misma velocidad con la que emergió.

El fantasma de la miseria se cierne sobre sus cabezas sin cesar. Sin embargo, no vengo a hablarles de esto. No me malinterpreten, las carteras vacías duelen y las huchas huecas alteran los ánimos. Hay, no obstante, algo peor; la falta de esperanza.

Los que formen parte de eso que llaman millennials y zoomers — horresco referens — bien saben de lo que les estoy hablando. Futuros que no llegan, deseos insatisfechos y anhelos que no se cumplen. Han caminado con la crisis como compañera durante gran parte de su vida adulta. Lo que en principio había sido transitorio — la precariedad — se enquistó e hizo permanente hace ya demasiado tiempo.

La crisis de 2008 trajo la vigilia a una población somnolienta. Nos despertó del idilio ficticio. En estos primeros años había, no obstante, una chispa de ilusión. Estábamos mal, sí, pero al menos teníamos la oportunidad de limpiar el trastero político. Brotaron movimientos ciudadanos y partidos políticos nuevos dispuestos a regenerar el panorama español. Los sentimientos de cambio se extendieron y la puerta a la esperanza estaba, al menos, entreabierta.

La crisis del COVID-19 y la guerra con Ucrania nos ha recordado que tal puerta jamás ha estado abierta o, más bien, que nunca ha existido. El optimismo ha dado paso al abatimiento. En estas estamos ahora.

Fruto de esta nueva realidad surge un nuevo tipo de joven. Sigue siendo igual de precario que antes pero ahora sus únicas amistades son el nihilismo y la apatía. Puedo pecar de pretencioso, pero, al menos, creo que una buena parte se encuentra en este estado. Y lo digo, principalmente, porque yo soy — ¿era? — uno de ellos.

Los jóvenes post 2008 confiábamos en el futuro y contábamos, no sin cierta ingenuidad, con que las cosas irían a mejor. Éramos pobres, aunque esperábamos dejar de serlo. Ahora, en cambio, seguimos en la ruina mientras se apagan las esperanzas. La escasez se sobrelleva siempre y cuando se considere como un pequeño accidente en el transcurso vital. Es decir, mientras se vea luz al final del túnel. La estrechez sin esperanza, en cambio, lacera y ennegrece el alma.

La ansiedad y la depresión se ceba con nosotros, durmiéndonos, apagándonos; en definitiva, anulándonos. Una de las herramientas más poderosas de las élites es, precisamente, esta apatía purulenta. Es una enfermedad que se extiende y gangrena el espíritu. La cura se encuentra en la ilusión, en la vehemencia y en la vigorosidad de las intenciones. Se encuentra, sobre todo, en la búsqueda de un propósito.

Entiéndase bien, con propósito no me refiero a adquirir muebles en el Ikea, otear las últimas novedades en Netflix ni a esperar la salida al mercado del nuevo IPhone de turno. Todo esto constituyen las herramientas que he mencionado anteriormente.

Los jóvenes necesitamos abrazar, de nuevo, los grandes valores universales. Volver a creer en el ser humano como un fin en sí mismo y no como un medio para satisfacer nuestras neuras personales. La familia como columna vertebral de nuestras decisiones. La amistad como valiosísimo tesoro. En definitiva, lo nuclear y eterno frente a lo accidental.

No son pocos los que conspiran para conservar el statu quo. Los gobiernos se relajan sabiendo que el rebaño está en el redil. Las grandes compañías se enriquecen, henchidas de júbilo, mientras nos venden su chatarra ideológica y su bisutería de todo a cien.

Llenan nuestras viviendas de alquiler de productos fatuos y nada útiles, a cambio nos ofrecen doctrinas alienantes y credos irrenunciables. Puedo tolerar hasta cierto punto la desvergüenza en las formas y la presuntuosidad de grupo. Entiéndame, élite siempre ha habido.

Ahora, la osadía y el descaro que muestran mientras sacan a pasear su falso virtuosismo moral y su relativismo interesado me causan repugnancia. Lo tragicómico de todo esto es que, en realidad, ellos en nada creen. Han cogido las creencias ciertas de la sociedad y las han guardado en el cajón de lo proscrito negándoles a los jóvenes el testamento ideológico de sus antepasados. Considerando esto poco mal, han convertido, al mismo tiempo, lo contingente en religión, lo banal en trascendental. La modernidad soñada era esta simonía moral.

Aquí radica gran parte de ese malestar en los jóvenes. Nos han dejado sin guía y sin conocimientos ciertos y duraderos.

Esto es abyecto, créanme. Ninguna élite del pasado se atrevió a tanto. A lo sumo alardeaban de su superioridad con pequeñas actitudes de condescendencia mal fingida. Pese a las diferencias típicas, los cimientos culturales fueron compartidos y defendidos como sociedad; les ayudaba a recordar los vínculos que los unían y las obligaciones firmadas. De esto ya nada queda.

Con todo, quiero traer un mensaje de esperanza. No todo está perdido. El futuro es incierto, sí, pero hay posibilidades para dar un giro. Los recientes sucesos surgidos en el mundo abren una puerta para el cambio de expectativas. Debemos despertar y luchar con gallardía por un tiempo mejor. Necesitamos propósitos fuertes y recuperar las viejas seguridades.

Aunque luchemos bajo sus reglas, recuerden; ni ellos son tan fuertes, ni nosotros tan débiles.

 

El mundo que hemos perdido