Estos últimos días se ha avivado el debate del conflicto generacional. Ya saben, esa guerra sin cuartel que enfrenta a jóvenes y mayores por el reconocimiento de sus problemas. Los primeros consideran que la sociedad ha sido injusta con ellos; los segundos responsabilizan a los anteriores de algunos de sus males. La batalla se lleva librando ya unos años, pero parece que la crisis provocada por la pandemia ha encendido los ánimos de los contendientes.
La discusión se ha orientado mucho en torno a la cuestión económica, mas no hay que olvidarse de la dimensión política. Jóvenes y adultos votan diferente; buen ejemplo es el asunto del Brexit. El problema es que la división generacional está tensionando la ya muy atilintada política; se están configurando dos bloques de votantes con intereses contrapuestos donde la edad constituye el elemento más principal. El interés del bloque de los jóvenes busca la reducción de la presión fiscal que les permita emanciparse y desarrollarse; el de los mayores mantener el esfuerzo para interrumpir la pérdida de poder adquisitivo generado por la espiral inflacionaria actual. Difícil solución.
Al fin y al cabo, es una cuestión de números. Los pensionistas no han parado de crecer en los últimos años hasta alcanzar la actual cifra de 9 millones. Forman, además, un grupo muy homogéneo, pues su único interés a nivel político reside en la pensión. Por otro lado, tenemos a una población joven entre 20 y 39 años que suman 10 968.036 censados; hay quien pueda pensar que pueden formar un buen contrapeso al bando de los jubilados. El problema es que los intereses dentro de este grupo son profundamente heterogéneos: no busca lo mismo un chico universitario de 20 años que un hombre de 35 con ganas de formar familia. Esto hace muy difícil que se pueda unificar el voto que facilite generar una armonía entre lo que buscan unos y otros: en este escenario, la balanza se decanta, claramente, en favor de los más mayores.
Aunque en la guerra se imponga un bando, habrá problemas; algunos ya perceptibles. Si la democracia no es capaz de satisfacer las pretensiones de los votantes más jóvenes, habrá quien empiece a mirar con buenos ojos otras alternativas políticas. La solución no puede ser, por supuesto, calificar a la juventud como «nihilista», «ociosa» u otros tantos adjetivos. Sabemos bien que esto solo aviva la reacción de quien padece estos ataques; yo mismo he presenciado como algunos miembros de eso que llaman los boomers amenazaban con su supuesta fuerza electoral. Razón no les falta. Sin embargo, la respuesta no puede ni debe ser la coacción electoral; aquí va una gran verdad: si la democracia no es capaz de desplegar mecanismos de integración para las generaciones más jóvenes, muchos serán los que se cuestionen su legitimidad, pues ¿para qué necesito algo que a mí nada me aporta?
En general, la sociedad poco ha reflexionado sobre estos temas; la política, tampoco. Estos últimos siguen luchando por asegurarse el sillón mientras el mundo se encuentra en llamas. La paciencia de la juventud es grande, más no infinita; si la asfixia que sufren no remite, luego que no vengan los lloros…