Judith R. Harris, El mito de la educación, pp. 200-201

Aunque una madre no puede actuar como sustituta de los compa­ñeros, los compañeros sí que pueden actuar a veces como sustitutos de las madres. Esto se demostró en nuestra propia especie hace cincuenta años, en una conmovedora historia recogida por Anna Freud (hija de Sigmund). Afectaba a un grupo de seis niños que habían sobrevivido a un campo de concentración nazi. Los niños —tres niños y tres niñas todos entre tres y cuatro años— fueron rescatados al final de la guerra y llevados a un centro infantil en Inglaterra, donde Anna tuvo la oportu­nidad de estudiarlos. Los niños habían perdido a sus padres al poco de nacer y habían sido criados en el campo de concentración por varios adultos, ninguno de los cuales sobrevivió. Pero ellos siguieron juntos lo que constituía la única fuente de estabilidad en el caos total de sus jóvenes vidas.

Cuando Anna Freud los conoció eran como pequeños salvajes.

Durante el primer día, después de su llegada, destrozaron todos los juguetes y dañaron buena parte de los muebles. Hacia las cuidadoras se comportaban con una fría indiferencia o con una hostilidad activa... Si estaban enfurecidos eran capaces de golpear, morder o escupir a los adul­tos... Recurrían a los gritos, los llantos y a las expresiones soeces.

Pero así es como se comportaban hacia los adultos. Entre ellos se com­portaban de una manera muy distinta:

Era evidente que se preocupaban mucho unos de otros, pero no lo hacían por otras personas o por cualquier otra cosa. No tenían otro de­seo que estar juntos, y se enfadaban cuando se separaban, aunque fuera por poco tiempo ... La inusual dependencia emocional que tenían los niños entre sí se corroboraba por la completa ausencia de celos, rivali­dad y competencia ... No hubo necesidad de decirles a los niños que «aguardaban su turno»; lo hicieron espontáneamente, pues todos ellos deseaban ansiosamente que cada cual recibiera su parte ... No se acusa­ban unos a otros y siempre se defendían automáticamente cuando perci­bían que alguno de ellos era injustamente tratado por un extraño. Eran muy considerados con los sentimientos de los otros. No se disputaban lo que poseían, sino que se lo prestaban con auténtico placer ... Cuando paseaban se preocupaban por la seguridad de los otros, esperaban a los que se rezagaban, se ayudaban a salvar las zanjas, se apartaban las ramas para permitir el paso en el bosque y se llevaban los abrigos ... A hora de las comidas, dársela al vecino era tan importante como comer uno mismo.17

Esa última frase es siempre la que me hace romper a llorar. ¡Resulta increíble que esos pequeños niños pudieran salir de un campo de concen­tración estando más preocupados por alimentar a sus compañeros que por hacerlo ellos mismos! Pero ya lo ves, cada uno de esos niños respon­día a las necesidades que percibía en los demás. Era como jugar inter­minablemente a las casitas: cada niño hacía el papel de papá y mamá para los otros, mientras simultáneamente mantenía una identidad real como bebé.

En 1982, cuando los seis tenían unos cuarenta años de edad, una psicóloga estadounidense del desarrollo escribió a Sophie Dann, colabora­dora de Anna Freud, y le preguntó qué había sucedido con los niños del campo de concentración. Evidentemente todos ellos habían salido muy bien. Ella le contestó que todos ellos llevaban «vidas muy plenas».18

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17.   Niños de campos de concentración: Freud & Dann, 1967, pp. 497-500 (ori­ginalmente publicado en 1951).

18.   Hartup, 1983, pp. 157-158.