Juan Antonio Llorente realizó, en su Historia Crítica de la Inquisición de España, un análisis crítico — y duro — sobre la inquisición española. No lo tuvo muy difícil, a decir verdad, pues los vientos del cambio ya habían soplado en buena parte de Europa. No obstante, fluye por buena parte de la intelectualidad contemporánea un sentir que atribuye a la inquisición el origen de nuestros males actuales; Arturo Pérez Reverte es un buen ejemplo. Lo cierto es que el Santo Oficio tuvo ya una presencia meramente anecdótica en el siglo XVIII; solo un auto general público de fe fue celebrado en esta centuria, en 1720.
Aunque resulte paradójico, la fuerza del aparato inquisitorial goza hoy de mejor salud que entonces. Es cierto que los tiempos han mudado y se han transformado las viejas formas, pero su espíritu conserva aún más músculo que antes. Este cambio ha sido posible porque el viejo clérigo inquisitorial también ha sufrido cambios y, como sus métodos, se ha tornado en algo nuevo. Ha desechado los burdos procedimientos; el estrafalario auto de fe se ha sustituido por algo más sibilino, imperceptible. El inquisidor moderno opera hoy en aquellos que se creen señores de sus actos y dueños de su destino, pero no son más que meros esclavos embelesados por una falsa ilusión de libertad.
Sigmund Freud ya había advertido, en su precoz intelecto, sobre este fenómeno. En su libro, El malestar de la cultura, habla sobre la distinción entre el yo, el ello y el super-yo. Este último representaría a las normas y conductas socialmente aprendidas. El inquisidor moderno reside en este super-yo; es esa pequeña voz que nos reprende y nos dice qué podemos y qué no podemos hacer. Aquello que antes era sibilino se manifiesta, ahora, como una verdad elocuente: el mayor de los censores, no es aquel que aplica la coerción externa, sino el que habita en nosotros mismos; el que rige nuestra propia conciencia.
Aun sabiendo lo dicho, hemos de reconocer que existen diferencias entre nuestro tiempo y el del señor Freud. La principal de ellas es la hiperconectividad social existente gracias a la creación y difusión del fenómeno de las redes sociales. En la Austria del XIX, uno siempre podía refugiarse y esconderse de la opinión pública cuando las cosas se torcían; hoy ese capricho se antoja ya demasiado, pues nuestros enemigos pueden acudir a nuestras redes a hostigarnos y evitar que tomemos cuartel. Por tanto, la línea que separa lo privado de lo público se diluye ahora más que nunca.
Las redes sociales generan un proceso curioso. Georg Simmel hablaba del secreto como una de las grandes conquistas de la sociedad, una que permitía que surgiera un segundo mundo frente al mundo patente. Consideraba al secreto como un instrumento de poder, pues al traicionarlo podemos producir muchas mudanzas, sorpresas, alegrías y destrucciones. Estas pulsiones nos impelen a revelar secretos porque, en su epifanía, se manifiestan sentimientos de poder, como un proceso biológico similar al consumo de azúcar en el que se libera la serotonina que tanta satisfacción nos causa. De este modo, las redes sociales actúan como espacios de revelación de secretos —de los demás, se entiende—; auténticas ferias de serotonina para gozo personal.
Aquí, el inquisidor moderno se ve obligado a actuar casi por propia necesidad. Cuando entramos en las redes, nuestra conciencia —como miembro del Santo Oficio— activa nuestras alarmas internas, pues el miedo a que los demás descubran nuestras vergüenzas nos incita a extremar las precauciones sobre lo que decimos. Es decir, nos censuramos por miedo al señalamiento colectivo que la red de secretos y evidencias que son las redes sociales instigan a revelar. No es necesario ningún ente externo, nosotros mismos nos ponemos nuestros propios grilletes. Cabe preguntarse, por tanto, si acaso somos más libres que esos que vivían bajo el yugo de la inquisición que con tanto ahínco criticaba Llorente.
Hace apenas unos días se vivía una campaña en Twitter de cancelaciones de algunos usuarios por las cuestiones más baladíes. Son muchos los que ya se abren cuentas anónimas por temor a las represalias. El propio inquisidor moderno nos recomienda hacerlo así, para protegernos de nuestra propia imprudencia.
Si bien puede entenderse que el inquisidor moderno actúa, aún con toda su dureza, en nuestro favor, lo cierto es que origina en nosotros una fuerte presión. El super-yo que hemos mencionado anteriormente tiende a impulsar el sentimiento de culpa: podemos engañar a los demás, pero no a nuestra propia conciencia, que sabe en todo momento si obramos según lo adecuado o no. La alerta constante a la que nos sometemos para evitar exponer nuestras debilidades incrementa, además, nuestro pesar, pues mantener nuestra integridad gasta no pocas energías.
Desconozco que ocurrirá con el tiempo. Elon Musk, que compró la red social Twitter por 44.000 millones de dólares hace apenas unos días, ha manifestado en reiteradas ocasiones su compromiso con la libertad de expresión. Con todo, me mantengo escéptico; dudo que un solo hombre pueda modificar la realidad y procesos nuevos que ha traído la tecnología a nuestras vidas. Como siempre ocurre, el tiempo dirá.
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