El hombre de la vida bisiesta (un relato)

Sólo había dejado fotos: rostros serios, tensas muecas, sonrisas perennes en labios caducos, esponjados infantes vestidos de marinero, soldados, ediles, cuellos de almidón, mostachos desafiantes, ojos como platos, santos lacerados por males diversos, cientos de cabezas tocadas con idéntica pamela, campesinos en ropa de domingo, cristos sangrantes, artistas de medio pelo agarrados a un bastón, afeitados impecables, vestidos de raso, calvas de azogue, familias numerosas posando al completo, ramos de novia, flores de plástico, vírgenes de cera, sombreros en la mano, corbatas, pajaritas, brillantes uniformes para guerras ya perdidas y largas filas de encapuchados avanzando en procesión. También un par de hijos, pero eso lo deja cualquiera.

No hubo nada realmente notable en su infancia. No hubo enfermedades graves, ni graves disgustos, ni graves desastres. No hubo traumas familiares, ni más defunciones que las esperables ni obstáculos más persistentes que los académicos. Como los demás chicos, huyó de los perros y persiguió a los gatos del vecindario, cazó ranas en la charca y pretendió, infructuosamente, convertir en cinturón los despojos de culebra que en celebradas ocasiones tenía a bien regalarle el asfalto, casi grava, de la desportillada carretera local.

Más aficionado al deporte que dotado para su práctica, no tardó en cambiar los sinsabores del balompié por la aventura de los paseos campestres, a cualquier hora, en cualquier tiempo. Con la afable ayuda del párroco, se entusiasmó en el estudio de fósiles y minerales, estrellas y restos de otros tiempos, acaso más brillantes por lejanos, sin duda más insignes y atractivos que los desvencijados apriscos en que los pastores recogían sus rebaños. Cometió, como todos los que en cualquier época se empeñan en sofaldar los virtuosos ropajes del conocimiento, la imperdonable indecencia de poner nombre a los astros, de asignar nombres humanos a criaturas que ni siquiera vislumbraron el nacimiento de los hombres ni maldito le importaban, de importunar a las piedras con escalas de dureza, con indescifrables fórmulas químicas e inauditos interrogatorios sobre cómo o cómo no se comportaban en presencia de éste o de aquel ácido. Y como si piedras fuesen, inermes como ellas, sufrieron también sus inquisiciones los fragmentos de vasijas, los gastados abalorios y los pedazos de personas, enterrados con tristeza en crepúsculos remotos, insepultos por la mano de un curioso. 

Revolvió esto y más, como está dicho, pero lo que más le gustaban eran los pájaros y las mariposas: también tenían nombre, pero en ellos esa mísera palabra que los designaba era sólo una característica secundaria. Aovillado entre las mantas, sumida su cabeza en la liviandad de la almohada, ensoñaba montes y praderas tras los ojos de un milano menos apolillado que el que presidía la mesa del comedor. Apretaba los párpados al alzar el vuelo y con escaso esfuerzo alcanzaba incluso las nubes más altas, enseñoreándose del paisaje, marcándolo con la divisa de su inconfundible cola en horquilla. A veces se entretenía persiguiendo a alguna medrosa paloma, o cazando al flaco vencejo, incapaz de despistarle con sus arduas piruetas, o alejando a las cornejas de los nidos de otros pájaros, y cuando lo conseguía se posaba en la alta copa de un roble, mostrando a todos su orgulloso porte. Luego abría los ojos, y cuando los volvía a cerrar era sólo un gorrión que saltaba entre las ramas, o una mariposa volando a ras del suelo, atenta a esquivar cada brizna de hierba, impulsada por el viento, envuelta en él hasta elevarse de nuevo sobre la pradera; y cuando la altura era demasiado grande para los pequeños ojos de la mariposa, volvía a ser milano, y así hasta que el sueño ganaba la última pluma de sus fabulosas alas y le dejaba en el cielo, soñando aleteos.

Fue muy feliz en aquellos años, pero eran malos tiempos para la lírica, también para la épica, la dramática, y sobre todo eran y son malos tiempos para la retórica, así que el padre de Julián —que así le llamaremos— juzgó acertado enviarle a la ciudad a ganarse el sustento, cuando menos el propio, al tiempo que completaba sus estudios. Con tal propósito entró al servicio de un anciano fotógrafo, más dado a congelar gestos ya aparejados para la posteridad que a convertir en paisaje la veleidosa maraña de expresiones que abarrotaban los frecuentes actos públicos.

Un brillante mentidor de biografías dijo una vez que los espejos y la cópula multiplican a la gente sin saber muy bien lo que hacen. Obviamente, se olvidó de los fotógrafos. Dijérase por los rostros estupefactos que atrapaba en sus retratos que el viejo había sustituido el tópico pajarito por alguna suerte de engendro estantiguario, pero así era como los banqueros, comerciantes y parejas de recién casados querían presentarse en sus salones, o los de sus deudos y allegados, y pronto aprendió Julián a escudriñar cejas y mandíbulas en busca del conveniente, ansiado rictus solemne tan apreciado por los habituales clientes del estudio.

Dos años gastó en estos y otros parejos desatinos hasta que un día, fuera por haber ganado la confianza de su patrón o por un acceso de osadía, sacó la nada portátil cámara al balcón y fotografió la animada concentración que estaba teniendo lugar en la plaza. Contaba entonces dieciséis años y su mentor vendió más de doscientas copias de aquella pésima foto: hizo tan buen negocio con aquella borrosa imagen que se embarcó en la compra de una máquina menos aparatosa con que poder repetir la hazaña. Y lo hizo justo antes de abandonar toda clase de empresas. Definitivamente.

La prolongada vida del fotógrafo había conducido a sus tres hijos por otros derroteros, con lo que no le resultó difícil a Julián quedarse con el negocio, ayudado por su padre, que seguía viendo en los estudios un medio para llegar a proveerse dignamente el sustento y no un fin en sí mismos.

Alcanzado aquel mismo año el grado de bachiller, los ansiados estudios de biología hubieron de quedar para mejor momento, para cuando las estrecheces fueran menos y el trabajo le dejara más horas de asueto. No dejó aún así de frecuentar las estanterías de los libreros —que para más no daba su presupuesto— ni de perseguir lupa en mano cuanto insecto se aventuraba entre las cuatro paredes del estudio. Los menos afortunados acababan empalados en las pulcras cajitas que con el tiempo llegaron a constituir el orgullo de su propietario y un curioso reclamo para la clientela infantil. 

Estas excentricidades y su afable naturaleza le hicieron ganar pronta parroquia entre la pequeña burguesía, más agradecida con sus muchas atenciones que la aparentemente mejor situada aristocracia terrateniente, eternamente habituada a zalamerías y servilismos.

De un industrial ferretero, que ya por entonces gustaban de la vanalidad de llamar industriales a los comerciantes, vino la más pródiga fuente de quebraderos de cabeza que Julián tendría en los años que siguieron. Se llamaba Emma y llenó de rizos y olor a fresa el estudio, de preguntas impensables sobre insectos a su propietario y de cartas sin enviar los cajones de su escritorio, pero eso será más adelante y no conviene adelantar acontecimientos. Dos horas largas llevó aquel retrato, y otras dos al día siguiente, cuando Julián no quiso darse por contento con el trabajo y mandó llamar de nuevo a la muchacha.

Cuando el pretexto del retrato no daba más de sí, el joven fotógrafo hubo de reconocer que se había perdido en los brillos zarcos de aquellos ojos más interesados en los insectos que en las humanas pasiones. Decidido a hablarle de amor, pero sin saber conducirse en tales lides, pensó en redactar una nota y hacérsela llegar por algún rebuscado conducto, o incluso en abordarla en el parque, pues a lo que menos temía era al ridículo de verse despechado. Ardía en esas dudas cuando otro cliente vio el retrato de la muchacha, que presidía el estudio de su secreto enamorado, y comentó lo hermosa que estaba la chiquilla del ferretero, y lo mujer que parecía en aquella foto para los catorce años con que contaba.

Julián apenas pudo disimular su sorpresa ante el anuncio de que el objeto de su anhelo era una muchacha casi impúber, pero como el hombre dijo tener una hija de la misma edad, no cabía esperar un error. No había terminado de retratar al edil y ya tenía decidido que esperaría a que la joven Emma tuviera edad para ser requerida de amores con el necesario decoro. Aquella noche desfilaron ante él los fantasmas de mil pretendientes, compromisos pactados entre familias y cuantas posibles formas de perderla quisieron atacar su imaginación. Sólo despreció la posibilidad de ser rechazado, porque no podía serlo; no, de ninguna manera: aquella mujer había nacido para él y nadie podía arrebatársela sin estorbar los divinos designios. Envió una nota anónima a los padres de la muchacha disculpándose por amar a una flor aún sin completarse y prometió escribir de nuevo cuatro años más tarde, e incluso a personarse, si lo tenían a bien, para presentar a la familia sus más cumplidos respetos.

No es posible saber si el pragmático comerciante tomó en serio la carta, pero por Dios que Julián sí lo hizo. Había decidido que no aceptaría más mujer que aquella y logró mantenerse firme en el empeño, por más que el diablo, siempre importuno, mudara el poco éxito que hasta ese momento Julián había tenido con las mujeres en una especie de inexplicable magnetismo, nacido tal vez de sus noches en vela, sus incipientes ojeras o sus ademanes nerviosos. Convertida su circunspección en un enigma, pudo más ante el sexo opuesto esta suerte de misterio que cuantas galanterías había ensayado hasta ese punto, y lo que no habían logrado la figura y la palabra lo obró por sus solas fuerzas la tentación del abismo.

Fuera como fuere, decíamos que los veintitrés años de Julián empezaron a parecer atractivos a las jóvenes de su entorno y que no faltaron tentaciones a su amor deseosas de encaminarle por otros senderos, menos empinados y pedregosos. En una ocasión, en una sola y siniestra ocasión, se halló incluso en el lecho de una mujer, pero resolvió que sería la última.

Fue después de un baile, cuando Emma ya había cumplido los dieciséis y de vez en cuando frecuentaba la vida social de la ciudad. Julián, ansioso por verla, había vestido sus mejores galas, que ya no eran tan pobres como antaño, y se había dirigido al salón del Círculo Mercantil. Pero ella no estaba y, sin saber muy bien cómo, se vio bailando su tercera pieza con la misma chica, una vivaracha morena de pelo corto a la que no había visto en su vida. El paso siguiente había sido acompañarla a casa, y una vez en la puerta, como no había nadie en la calle que pudiera dar testimonio de tamaño descaro, ella le invitó a tomarse la última copa en su casa. Desde ese momento, Julián sólo recuerda haberse inclinado para besarla y luego desahogarse sobre su cuerpo, entre las risas de ella que le pedían un poco de paciencia. La paciencia la impuso la naturaleza en el segundo envite, pero no pudo obligar al goce ni alejar al remordimiento, y entre tantos y tan graves fracasos la moderación sólo fue demora, prolongando inútilmente una liturgia aceda.

No pocas veces recordó aquel momento en el tiempo de la espera, y muchas fueron también las que hubo de apartar de su mente el primario deseo cuando, discretamente, contemplaba los encantos de su amada en cualquier fugaz ocasión, o más tarde, cuando osó tomar su mano en un baile como el de otrora y mirarla a los ojos con tal intensidad que la muchacha enrojeció aunque no se cruzaran palabra. El ferretero supo al fin quién había sido el autor de aquella carta que ni le quitó el sueño en su día ni se lo habría de quitar nunca, y su hija no hizo ascos al pretendiente, a quien recordaba como el simpático fotógrafo de los bichos. Ayudado de tal guisa por las circunstancias, la epopeya que pronosticaba Julián devino en idilio, y de ese modo, algunos años después, siete concretamente, urgido por la misma prisa de aquella furtiva cita, conoció a Emma, disfrutando lo indecible el imperio de su determinación, de su espera, de su infinita paciencia. Firmemente aferrado a ella, reclamó aquel cuerpo como suyo, y su triunfo hizo por él la misericordia de no darle a comparación la apatía de su esposa con el entusiasmo de su tercamente inolvidable primera amante. 

La consecución de su más vehemente anhelo desencadenó, por decirlo de algún modo, la lucha en los otros frentes. Pronto mudaría su estudio a una calle más populosa, renovaría las cámaras e incluso contrataría a un empleado que atendiera el negocio durante sus salidas a la capital, donde la agitada vida política del momento ofrecía grandes posibilidades; y con el estudio la casa, pues no estaba dispuesto a vivir siempre de alquilado. Y sería una casa grande, con una estancia adecuada para su colección de insectos, porque en cuanto tuviera más tiempo la clasificaría y cambiaría las cajas.

Pero Emma o la naturaleza pensaron de otra manera y el primer hijo vino a poner freno a todos esos proyectos. Con un niño en casa, dejó para mejor momento las mudanzas y las aventuras económicas. Lo que necesitaba era más una buena posición para su familia que un montón de desatinos; de ese modo, y aprovechando sus siempre buenas relaciones con el clero, fruto y secuela de aquel bondadoso clérigo que le desembruteciera en la niñez, entró en asuntos políticos. 

Como jefe del Servicio de Aguas de la ciudad mejoró en mucho su pecunio y pudo al cabo de unos cuantos años, cuando ya correteaba por la casa el segundo vástago del matrimonio, llevar a cabo la tan deseada mudanza. Descubrió entonces la cantidad de cosas inútiles que puede almacenar un hombre soltero, sin más responsabilidad que la de ocuparse de su propio bienestar, y los devastadores efectos que el tiempo y el olvido ejercen sobre las obras inacabadas. Pero no estaba dispuesto a ponerse sentimental: más que una mudanza, había resuelto llevar a cabo el sepelio de la larga recua de estupideces que habían devorado su tiempo en los años pretéritos. Fieramente engolfado en aquella zapa de la memoria, dio mala muerte a todo cuanto no estuviera al servicio de proporcionarle mejor vida, y fue tal su encono que los basureros hubieron de ir a descargar al vertedero después de que pasaron por su puerta. No se libraron siquiera los viejos libros religiosos heredados de aquel viejo cura que iluminara su infancia, ni los montones de cartas que sus amigos y parientes le enviaron desde la emigración, o el servicio militar en remotas plazas africanas; sólo las fotos, demasiado numerosas para poder ser discriminadas entre posiblemente útiles y declaradamente inútiles, tuvieron mejor fin. Y eso no fue todo: plenamente convencido de la estupidez que suponía amortajar una habitación con bichos resecos y ser por ello objeto de toda clase de comentarios por parte de las visitas, se deshizo de la vieja marabunta de moscas, arañas y grillos para hacer sitio a un despacho digno de hombre de su cargo. Si sus planes seguían por buen camino, podía llegar incluso a ser elegido en las inminente elecciones y ocupar una de las sillas del consistorio, y después, quién sabe, en la diputación, o más arriba, que a decir de todos el talento era precisamente lo que le sobraba.

Pero le faltaron los votos: el ateo y apátrida Frente Popular, que para colmo ni siquiera se retrataba, ganó aquellas elecciones y Don Julián perdió hasta la jefatura del Servicio de Aguas hasta que la sublevación militar y la posterior guerra civil derrocaron a sus enemigos políticos. Llegado ese momento, el fotógrafo visitó al Gobernador para recordarle su constante fidelidad, deseoso de alcanzar al fin el puesto que se merecía, y regresó a casa con todos los parabienes y la promesa de un inminente nombramiento que, dos semanas después, se materializó en su restitución en el antiguo cargo de rey de las cañerías como quisieron llamarle los que aún lograron menos que él de las nuevas autoridades.

El tiempo, su escasa disposición a trasladar problemas a sus superiores y la amistad de Doña Emma con la esposa del alcalde, justo es decirlo, convirtieron su cargo en el de jefe de higiene pública, con lo que quedaban también bajo su mando los servicios de limpieza, recogida de basuras y lucha contra las plagas. Tales responsabilidades hicieron del todo innecesaria la fotografía para el sostenimiento de la economía familiar, y el empleado que contrató era sólo sustituido tras la cámara por el dueño del negocio como muestra de deferencia hacia algún cliente particularmente distinguido.

Lejos de ser el suyo un cargo meramente nominal, Don Julián recibía diariamente las quejas y solicitudes de los ciudadanos, tomaba las decisiones oportunas y supervisaba personalmente el cumplimiento de sus instrucciones. Cuando llegaba a casa por la tarde, muchas veces ya de anochecida, lo único que realmente deseaba era que le dejaran en paz. Los libros de historia, las crónicas de los reyes y hasta los Episodios Nacionales tuvieron que quedar para más tarde, cuando la jubilación le diera el tiempo necesario para dedicarse a esas materias. También las salidas al campo, y las charlas con Don Damián, el párroco de San Pedro, y el cuidado de la huerta que había comprado en las afueras en un arrebato —aunque nunca dejó de asegurar que se trataba de una inversión— y el siempre pendiente catálogo de su colección de billetes. Cuando al fin se jubilara tendría tiempo para todo eso y para cuidar a los nietos, que no tardarían en llegar, y para pasear hasta hartarse; tendría entonces todo el tiempo del mundo, y sin las estrecheces que en la vejez padecen los que no han llevado una vida ordenada. Pero hasta ese momento debía seguir siendo el hombre diligente en que todos los alcaldes confiaban. Y con razón.

La muerte de Emma, le sumió, sin embargo, en una crisis de profundo desinterés por cuanto le rodeaba. Las pautas de su conducta dejaron de parecerle obvias, sin posible alternativa, pero tampoco asomaban por ninguna parte las convicciones que habrían de sustituir a las antiguas. Se quedó sin ideas ni fuerzas con que buscarlas, se quedó solo en casa, preguntándose si a sus hijos, habitantes ya de otras tierras, les dolía menos la muerte de la madre porque tenían su propia familia. Aunque lentamente fue saliendo de aquel valle en lo que había sido una vida mesetaria, la jubilación, solitaria y fría, no se le antojó ya tan deseable. Nunca había compartido mucho tiempo ni actividades con su difunta esposa, pero la perspectiva de vagabundear por una casa vacía era lo más alejado de una vejez halagüeña que podía imaginarse.

Con el paso del tiempo, todo fue mucho mejor de lo esperado. Volvió a ocuparse de los reyes, las crónicas y los fueros, frecuentó de nuevo las charlas y hasta se atrevió a salir al campo en algún momento libre que robaba a sus quehaceres. El mismo día de su jubilación se sorprendió a sí mismo, lupa en mano, observando un escarabajo sobre un árbol y sintió ganas de llorar. A peligro de matarse subió al desván de su casa y desenpolvó los viejos libros de mineralogía, y la historia de los etruscos, y la primera Odisea que leyera, y un tratado de botánica, y el maravilloso libro de entomología que llegara a aprenderse prácticamente de memoria. Al contacto con la tela de sus guardas la memoria de Don Julián pareció revivir, y así lo abrió pudo recordar de nuevo la clase y subclase de cada insecto, el número y disposición de sus alas, antenas y artejos, y hasta los más ínfimos detalles que distinguían a aquellas criaturas entre sí. Dispuesto a rehacer en lo posible la malograda colección, se abrazó al voluminoso y polvoriento tomo y se dispuso a darle lugar de privilegio sobre su escritorio.

Nunca llegaría a aquella mesa, grande, oscura y orgullosa. Los años no perdonan a nadie y menos los de vida sedentaria: embarazado por el libro, Don Julián cayó escaleras abajo.

Cuando volvió en sí, unas cuantas horas después y envuelto en la más espesa oscuridad, no pudo oír más que murmullos a su alrededor. Trató de decir algo, pero la lengua no le obedecía. Consciente al fin de su situación, intentó gritar algo, tal vez una blasfemia, pero sólo consiguió que un gemido, uno más, saliera de su garganta.

De sus viejos placeres, sólo le quedaba uno: volar. Volar siendo otra vez milano que jugaba con las asustadizas palomas, realizando piruetas imposibles para posarse luego en un rama y contemplar el suave estremecimiento de la hierba ante el roce de la brisa. Le quedaban esas alas, y las del gorrión, y las de la mariposa. Y en ellas entregó su espíritu. 

Pero dicen los sabios, y por algo les llamarán así, que igual que cada cuatro años uno se ve premiado con un día de gracia, otro tanto sucede con los hombres, y los tres anteriores habían tenido los suyos justos. Pudo así Julián ver por última vez a sus hijos, arrodillados ante el féretro, y el desfile de amigos y conocidos, y escuchar los comentarios inoportunos que en todo velatorio proliferan, y asistir después del funeral al reparto de lo que había quedado, pues los hijos vivían lejos y no tardarían en volver a su hogares. 

Ése era el día de más que la fortuna le había concedido después de su jubilación para recuperar lo perdido, para los proyectos aplazados y las pequeñas satisfacciones. Ése era todo el tiempo que tenía y a fe que lo aprovechó para despedirse, en silencio, de todo y de todos. Llegada la hora, contempló por última vez el libro causante de su desgracia, y lo hizo con tanto amor que alguien pudo haber visto una mano materializándose en el aire.

Antes de desvanecerse por completo, aún siguió unos instantes el apresurado trajín de los muchachos, pertenecientes a una agrupación filantrópica, llevándose escaleras abajo los muebles que nadie quiso comprar.

Y después fue la nada.

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