Cuando yo era pequeño, me gustaba mucho el fútbol. Al ganar mi equipo, mi hermano y yo nos poníamos locos de contentos. Mi padre, que también estaba contento porque compartía afición, acostumbraba a decirnos, un poco para que nos calmásemos, y un poco por joder: “Bueno, ¿y ahora qué? ¿te van a pagar el alquiler?”. Yo no decía nada, porque no entendía a qué se refería. Solo pensaba “tengo ocho años, no puedo pensar ahora en cómo pagar el alquiler”. Por aquel entonces, mis problemas eran los problemas de Goku.
Pero tenía razón. Es un poco primitivo eso de identificarse con la victoria de la que uno solo ha sido espectador, con un triunfo por el que uno no ha sufrido, del que no ha participado, si acaso con una breve adhesión mental. Es una forma de tribalismo que está consentida en la sociedad, un poco para que nos desfoguemos, y también para que los niños se entretengan y dejen de joder un rato. Una rémora de un pasado en el que nuestra tribu era nuestro mundo, y te podías morir de un catarro. Pero sobre todo, la muerte tenía una cara: la de los otros. Los que no eran de nuestra tribu.
Esta identificación, en personas que creen ser más cultas, persiste en la política. Aunque si lo piensas, idealmente, en una democracia, no deberíamos de identificarnos con ningún partido político. Uno sigue la actualidad, y llegado el momento de votar, al alcalde, o al presidente, toma una decisión desapasionada en función el desempeño pasado, la competencia del fulano, o sus propuestas de futuro. Eso de ser de un partido, la identificación ideológica, (votar a los tuyos aunque lo hagan mal, u odiar a los otros aunque lo hagan bien) es bastante contrario a la lógica de la democracia. Pero bueno, vamos tirando como podemos.
No obstante el pensamiento tribalista está pegando con fuerza en 2020, y no precisamente en el fondo sur del Santiago Bernabéu, o en la Calle Génova. Es en los departamentos de las universidades que imparten las carreras que no dan trabajo, donde se han fraguado estos bollos que ahora tenemos que desayunar todas las mañanas. Han conseguido imponer una forma de análisis basada en grupos, que analicemos cada conflicto como una confrontación de bloques (o clusters, como decía el otro día un médico en La Sexta, para confusión del 90% de la audiencia).
Yo en este caso, soy hombre. Y heterosexual, creo. Y moro, supongo. Sin haber elegido ninguna de esas cosas, y sintiendo desde pequeño bastante animadversión hacia el pack que me ha tocado, tengo que responder por los crímenes de mis semejantes. Qué cosas le exigen a uno.
Pero no solo eso, en el extremo opuesto, mis compañeras de generación se muestran exaltadas, locas de alegría, al rememorar las vidas y hazañas de las mujeres valientes de la historia, como Madame Curie, Amelia Earhart, o Hady Lamarr . Y yo no salgo de mi asombro. Tanta intelectualidad les está volviendo primitivas, me digo.
Porque es una lógica bastante anacrónica, que me recuerda a esas celebraciones psicóticas, desenfrenadas, que mi hermano y yo llevábamos en el largo pasillo de nuestra casa, cuando Hugo Sánchez metía gol, siendo nosotros un par de mierdecillas que no sabíamos hacer ni la voltereta celebradora. Cuando decíamos “hemos ganado” un buen día, o “nos han robado”, si el árbitro nos la había jugado.
Imaginad por un momento que yo viese un puente y dijese, joder, somos la polla los hombres, qué pedazo de puente. Madre mía. Qué bien hecho está. Yo, que sufro al intentar poner una chincheta en el corcho para sujetar una notita. Imagina ahora que paro el coche en el arcén de la M-45, y salto sobre la calzada de un tramo recién renovado chillando con los puños en alto «¡Qué bien asfaltado! ¡Qué firme!¡Qué buen trabajo!¡Inconmensurable!». O que voy al Prado y veo un cuadro de Rubens y digo, «¡Increíble, somos tremendos los hombres, madre mía que contornos más guapos, qué fuerza en el trazo!». Imagina que estando yo febril, el médico se dispone a pincharme la penicilina, y preso del calor interno y la euforia, al sentir la aguja, exclamo, «¡Viva Fleming, coño! ¡Los hombres somos la polla!». Me llevarían al psicólogo. (Como Freud, otro gran hombre, ¿ves? ¡es que somos increíbles los hombres!).
Nadie piensa así. Porque esa es la dirección de la evolución, dejar de pensar en colectivos, para pasar a pensar en valores e ideas que nos den cobijo a todos.
Y todas.