Hablar sin palabras

Cuando hay otros niños en el parque, mi hijo siempre se acerca a ellos. No dice palabra alguna, pero sonríe y los mira con interés mostrando complicidad. En una mayoría de ocasiones, los otros niños pasan de él y mi hijo los persigue a distancia durante unos momentos hasta que decide lanzarse por el tobogán en solitario. Puede que a veces esos niños le digan algo o le dediquen un gesto que no suele ser de bienvenida, él entonces vuelve a sonreír. Si se repite el mal gesto, me mira con cara de circunstancias, me acerco a él y le resto importancia proponiéndole algún juego. Puede que incluso más tarde, en el tobogán, en el turno del columpio o, sin más explicación, la conexión se produzca y los niños que antes se negaron, lo terminen acogiendo entre ellos. Sin embargo, hay veces en las que, sencillamente, se da el milagro en el que, casi sin mediación, recién llegados, la respuesta a la sonrisa inicial es otra sonrisa y la conexión se produce sin más intermediación. ¡Qué cosas!

Mi hijo, el mayor, es de la generación de la mascarilla, no por llevarla él, pero sí una mayoría que lo ha rodeado. Vivió el confinamiento acompañado solo de papá y mamá; cortamos las salidas al parque y los viajes durante mucho tiempo; después decidimos retrasar su entrada en la guardería y, cuando comenzó a ir, se encontró con un personal al que no podía leer los labios. Al salir a la calle, ve a la gente que a veces le dice cosas o le hace gestos, pero a la que solo ve los ojos; escucha voces que le llegan frenadas, siendo todo un secreto cómo se articulan.

Esta semana he leído una noticia en la que pediatras advierten que los niños están empezando a hablar más tarde de lo habitual, lo que puede derivar en dificultades para relacionarse con los demás. La primera consecuencia hace un tiempo que la notamos. Él tiene dos años y cinco meses y lleva los tres últimos yendo a la logopeda, una logopeda a la que puede ver los labios y que consiguió que se soltara hasta el punto en el que ya podemos tener alguna mínima conversación con él, de esas primeras charlas que a los padres nos hacen subir a una nube. Por suerte, él no ha tenido ningún retraso de comprensión y la falta de la palabra no le ha provocado ninguna frustración para la convivencia.

Además de las palabras, existe una comunicación no verbal en la que los adultos deberíamos aprender de los niños. Ellos nunca nos engañan con la mirada ni saben forzar una sonrisa: si están tristes, lloran, si están alegres, ríen. Los niños apuntan frecuentemente con ojos de dulzura y sonríen por cualquier cosa, lo que les abre más puertas que cualquier palabra. Muchas veces envidio su desparpajo y me acuerdo de él cuando entro en una cafetería o llego a cualquier lugar donde no me conocen. Con más o menos acierto, sé hablar e incluso me he ganado durante años la vida con ello; pero tengo esa carga desmesurada a mis espaldas del qué dirán, del a qué viene este tío ahora. Pues miren, incluso con la mascarilla, quizá deberíamos sonreír más a los desconocidos, quizá podamos superar la distancia con miradas de complicidad y, entonces, nos sea más sencillo hablar. Si no somos bienvenidos, siempre podremos dar la espalda o irnos a la esquina a solas, pero si no lo intentamos puede que nos estemos perdiendo el milagro de conectar con alguien de forma casual.

Incluso con mascarilla, inevitable por desgracia, desplegar el lenguaje de las emociones, el de los gestos al vuelo y miradas que abren el mundo, es posible. En esta era con tanta palabra dañina, nos iría mejor a todos si nos dejásemos llevar por ese lenguaje universal que no entiende de idiomas y que, aunque lo tengan otras especies, completa nuestra humanidad. Lo he aprendido de mi hijo.