Que la televisión pública de España y los medios del país feliciten al rey Felipe VI en su 50 aniversario es un acto casi institucional. Al fin y al cabo a un país le definen sus leyes, y la Constitución abre diciendo que somos una monarquía constitucional. No importa que a algunos no nos agrade esa forma de estado, pues también la misma carta magna ampara la libertad pública de expresión, opinión e ideología respetando las leyes. Minoría somos, ergo acatamos.
Pero llama mi atención la ceremonia del Toisón de Oro, porque la rancia joya no dirá mucho a la mayoría, pero el acto sí es relevante. No es la imposición de un collar de oro, sino, atendiendo al discurso de Felipe VI, la continuidad monárquica en la futura heredera. Sin un gran acto de anuncio e invitación colectiva al pueblo español, sin una celebración de la monarquía en que como nación deberíamos vernos representados, esta ceremonia, ¿qué es? Posiblemente algo parecido a lo que ocurrió con la abdicación del rey emérito. Lo que más nitídamente recuerdo de aquel día es a la policía impidiendo acceder a ciertas áreas de Madrid por llevar una bandera tricolor en la solapa del abrigo. Si eso es una amenaza seria para la monarquía constitucional española, las cosas andan mucho peor de lo que imaginamos.
La frialdad con que la masa de ciudadanos españoles acogió la abdicación es la misma que la del cumpleaños de su sucesor, Felipe VI. Lo ha celebrado recordándonos que él tiene heredera suficiente como para que varias generaciones de españoles sigan afirmando que España es una monarquía constitucional. Lo harán sin reconocerse en una identidad, y eso seguirá impidiendo que rememos todos en una misma dirección. Como sociedad, como país, afrontamos dificultades enormes, en las pensiones, en el paro, en el trabajo de jóvenes que lo tienen precario y en mayores de 45 años que no lo encuentran. En una insuficiente recaudación que no permite mantener operativas nuestras infraestructuras públicas, sanidad y educación. Algo que no se puede resolver tirándonos las ideologías políticas a la cabeza.
Una nación de verdad mira frente a frente sus problemas, los reconoce, trabaja para salir de ellos unidos, y acepta lo por venir contenta de reconocerse en su identidad. Una nación entonces se convierte en la suma de todos y cada uno de sus ciudadanos. Y yo creo que no es este nuestro caso.
No es cambiar la monarquía lo que necesitamos, y lo digo como republicano. Es tener una identidad en que nos reconozcamos todos, sin excepción. Si el rey tiene que recordar los deberes que asumirá su heredera y celebrar sus 50 sin entusiasmo por parte de su pueblo, es que la continuidad que celebra no es tal. Solo una imposición más. Una de las muchas que hemos dejado aparcadas y por resolver, porque solo quienes profesan una ideología y unas creencias se reconocen en una bandera. Y las naciones no se hacen con minorías. Con eso solo se construyen democracias autoritarias. Como ésta, creo. Naturalmente, esta es solo mi opinión. La del hijo de nadie. Por eso la escribo aquí.