El fusilamiento [minirelato]

La ejecución estaba prevista para las doce. Así que vinieron a por nosotros a menos diez.

José era el que peor lo estaba pasando. Su rostro estaba tan pálido que parecía un fantasma y tuvimos que agarrarle por los brazos para que pudiera levantarse. Después, yo intenté abrocharle el cuello de la camisa pero mis manos temblaban tanto que no lo conseguí. Y él tuvo que salir así, con aquel aspecto tan indigno.

Nada más llegar al patio, el sol me deslumbró con su fuerza. Y tuve que pararme un instante para ver dónde pisaba.

—¡Andando! —dijo un oficial—. Que los de la fosa ya llevan un buen rato esperando y aquí hace un calor de la hostia —añadió, dándome un empujón.

Y el golpe me hizo tambalearme hacia delante, hasta que tropecé y me caí al suelo. Y unas horribles náuseas me subieron por el pecho. Y el que se puso a vomitar fui yo.

—¡Joder con el gilipollas! —dijo el oficial—. Ayudadle.

Y Emilio, el más veterano del grupo, me ayudó a incorporarme.

—Pronto acabará todo —intentó consolarme. Y ya se quedó a mi lado.

El paredón estaba tan repleto de agujeros que unos se confundían los otros. Tan hastiado de fusilamientos y de lloros, que la sangre había convertido el verde original del muro en un repulsivo color marrón.

Entonces me fijé en el doctor Blázquez. El mítico doctor Blázquez, uno de los baluartes de la revolución. Él sí que sabía guardar la compostura. Un simple gesto suyo bastó para que el cabo supiera que no quería que le taparan los ojos. Supongo que, cuando uno está tan seguro de que ha tomado el camino correcto en la vida, solo le queda esperar la muerte con esa firmeza.

Yo, sin embargo, solo podía sentir el inaguantable silencio que precede a lo inevitable. Mi boca, seca y pastosa, solo podía masticar el terror. Y me vino a la cabeza lo que nos contaron por la noche, aquello de que algunos soldados no se atreven a disparar a matar, haciendo que todo resulte peor. Que el reo, malherido, acabe retorciéndose de dolor en el suelo, esperando su tiro de gracia.

—¡Apunten! —gritó, entonces, el oficial.

Y yo levanté mi fusil, decidido a apuntar a la cabeza.

—¡Fuego!

Y de un disparo le volé los sesos al pobre desgraciado que tenía delante.

Entonces bajé mi fusil y me quedé completamente inmovilizado.

—Ves. Ya pasó todo —me dijo Emilio.

Y yo me tuve que inclinar para volver a vomitar.

(Francisco Tedick)