Por encima de la comida de subsistencia –o por debajo— hay una comida de placer, sensorial y cuyo único fin es provocar el deleite de nuestros sentidos.
Cuando nos enfrentamos a un plato bien elaborado, desde el mismo momento en que se nos presenta sobre el mantel, nuestros sentidos comienzan a participar en una orgía imparable de efectos visuales, olores, recuerdos y sensaciones que nos retrotraen a nuestra infancia. Un nerviosismo, muchas veces apenas perceptible, se apodera de nuestro cuerpo provocando esa placentera ansiedad de cuando algo está a punto de ocurrir.
Con la vista fija en la vianda, dejamos de percatarnos de lo que acontece a nuestro alrededor y como si de un acto litúrgico se tratara, preparamos nuestra servilleta, nuestra bebida y asimos los cubiertos cual sumo sacerdote para adentrarnos en ese acto, no carente de erotismo, que es comer bien.
Pero comer bien, es una aventura. Por mucho que nos recomienden un sitio, aún a pesar de que figure en las más prestigiosas guías gastronómicas, somos nosotros , como jueces supremos, los que daremos el veredicto de nuestra satisfacción. Y es una aventura porque para comer bien, para comer de verdad, no solo es necesario que nos deleiten con un manjar exquisito, ha de haber algo más; la comodidad del local, la limpieza, el servicio, la presentación, la luz, la simpatía y amabilidad del personal y una larga lista de condiciones que, escenificadas todas ellas como si de una obra teatral se tratara, harán que todo salga perfecto. Solo entonces, cuando caiga el telón del último acto que no es otro que el de pagar, podremos dedicar una sonora ovación a los actores, al director y a los técnicos o nuestro más silencioso desprecio.
Hay grandes mitos que subsisten solo a base de puro marketing y que después de una decente comida –estaría bueno— y tras meternos por el bolsillo un afilado puñal, vamos al servicio y nos encontramos con un espectáculo asqueroso. ¿Se puede decir que se come bien en este sitio?
¿Cuántas veces una buena comida termina haciéndosenos insoportable gracias al ruido del local, a una carencia de ventilación que impregnará de olor nuestras ropas por siglos o a la intolerable actitud de un servicio desastroso?.
Por el contrario, a menudo, salimos de sencillos locales con esa sensación inconfundible de haber comido bien, de haber sido tratados de una forma extraordinaria por un servicio atento y campechano, confortados por unos guisos austeros pero perfectos gracias al amor con el que han sido elaborados; sitios con pocos recursos, sin lujos pero investidos de la sabiduría suficiente que es capaz de tratar a una materia prima perfecta con ese cariño ancestral e inconfundible de nuestras abuelas.