El viejo

Viernes de colapso, afueras de Madrid. Todo pasa muy deprisa. El viejo sube al taxi y pide carrera a uno de los hospitales de la epidemia. —Al Hospital Universitario del Volcán en Erupción, por favor.

El viejo se mueve despacio y habla con pausa. Lleva mascarilla. Enjuto y ojeroso, no cumple ya los setenta. Se da un aire a Javier Krahe, pero sin olor a fiesta. En sus manos lleva una maletita que parece casi tan vieja como él. El taxista mira de reojo, y no puede evitar abrir la ventanilla. El viejo carraspea. Media hora de viaje, media hora de viejo.

Entramos en la Autovía Cero, sentido contagio. El viejo saca un móvil y marca un número. Cara seria. —Buenas noches, Morcillo. Soy Juan Zubiri. Si, mira. Sí, oye, sigues de subdirector aquí en Madrid, ¿no? Necesito pedirte un favor.

El taxista, pelos al viento, entrecierra la ventanilla. Mira de reojo, pero no lo escucha todo. La conversación continúa.

—Sí, para que hables con el director del hospital y le digas que voy para allá. Que me ponga donde quiera, pero que no me ponga problemas. No quiero que me mareen con burocracias, ni que me manden a casa. Vale, perfecto. Creo que sí. Estupendo. No te entretengo más. No, a ti. Adiós, sí, sí. Adiós, adiós.

El taxista vuelve a abrir la ventanilla. Los buenos modales del viejo ahora le resultan molestos. Al momento lo piensa mejor, y abre todas las ventanillas. Esta vez, vuelan también los cuatro pelos del viejo, y con ellos, ese aire de dignidad que se gastaba.

En la radio suena una balada romántica. La historia de la humanidad, los de arriba pisando a los de abajo. El Titanic en pleno naufragio, y aquel viejo asegurándose su bote salvavidas. En el otro extremo, el taxi no era más que el contrabajo de una orquesta que, pese a todo, seguía tocando. El viejo vuelve a toser. Ya queda poco.

—No entre al parking, aparque ahí delante. Aquí, aquí está bien. ¿Cuánto le debo?

Por un momento, el taxista sintió la tentación de cobrarle. Estaba haciéndolo gratis, pero de ahí a pagarle la gasolina a un caradura... No obstante, tampoco parecía prudente tocar el dinero infecto del viejo. El miedo siempre puede a la ira. Los peces gordos caen de pie, como los gatos.

— Nada. Al hospital es gratis.

El viejo no le dio ni las gracias. Hizo un gesto de asentimiento y se giró sobre sus talones, apoyando el maletín en el bordillo. En cuestión de segundos, se había puesto guantes, gafas, gorro y una bata blanca con el logo raído del INSALUD. En la pechera, bordado con hilo azul, Dr. Zubiri.

Cuando volvió a girarse hacia el taxista, el viejo ya no era el viejo. Sin decir nada, se ajustó la mascarilla, y le acercó otra igual al taxista. Olía a cerrado.

— Póngasela como yo, que cubra de nariz a mentón. Que no quede suelta. ¡Ah! Y cuando llegue a casa, vaya directo a colgarla en el exterior y al sol.

El taxista se alejó sintiéndose afortunado. Esa noche, aquella mascarilla valía más que el dinero. Por radio entra una nueva dirección de las afueras de Madrid. Es viernes de colapso y todo está pasando muy deprisa.