Dolor, mucho dolor. Aún nos queda mucha pandemia que sufrir

Hoy, en uno de mis paseos mañaneros, he tenido que pararme en seco hasta tres veces para evitar la posibilidad real de un contagio, tal es el grado de relajación que he estado observando en el cumplimiento de las normas. No era tan temprano como en días anteriores pues, tras hora larga de caminata a todo trapo, entraba por la puerta de mi casa a las 9:15. Me consuela pensar que el patrón de conducta que he observado esta mañana difiriese de los de los días previos atribuyéndolo a la distinta franja horaria.

Sí, hay que ser condescendiente, pero con límites. Si no fuera igual de indulgente con el prójimo en la falibilidad del ser humano, lo mismo que conmigo mismo, concluiría que el número de imbéciles es abrumador. Pero en el sentido literal del término.

Es extremadamente preocupante que, en estas circunstancias, estemos ligados inexorablemente en nuestro destino con una panda de descerebrados que han decidido despreocuparse en esta temprana fase de la desescalada. Una fase que, no lo olvidemos, está a medio camino entre la 0 y la 1.

Estos frívolos destructores de un inmenso esfuerzo colectivo han entrado en una fase mental que se caracteriza por: «me importa un huevo lo que pase. Yo tengo muy claro que me voy a dar un paseíto como en los viejos tiempos».

La actitud que muestran esas personas es una llamativa mezcolanza de las peores facetas de la miseria humana.

El narcisismo, el egoísmo, la prepotencia, el despotismo y la soberbia, en relación con su actitud hacia el prójimo; la estupidez, la idiocia y la irracionalidad en su actitud con respecto a cómo se desarrolla un fenómeno que son incapaces de comprender y el desorden, la molicie, la indiferencia, la negligencia o el incivismo, reflejo de nuestra propia cultura.

Son una proporción mínima de ciudadanos, lo sabemos, pero eso, en este escenario, es un problema terrible, puesto que ese comportamiento, de esa creciente minoría que se está expandiendo a un ritmo mayor que la pandemia, puede condicionar de manera decisiva el destino de la mayoría. Es lo que se cree que está aumentando el tantas veces nombrado R0 en comunidades como la de Galicia (www.galiciapress.es/texto-diario/mostrar/1950043/repunte-hospitalizado).

Ahora mismo, desde la ventana del cuarto estar de mi casa observo un piso que ha estado vacío durante meses. Un grupo de niñatos, con ese característico peinado lamido de vaca que caracteriza a los vástagos de la clase dominante, se lo está pasando de cine. Entre chillidos contenidos y gruesas volutas de humo celebraban con antelación las sucesivas fases de la desescalada oficial. Algunos de ellos, con cierto disimulo desafiante, me miraban con ese nerviosismo que trata de determinar si el que les observa es un posible delator.

¿Es lícito montarse ya una fiesta? Hay clases sociales que creen que sí. Ellos son responsables. Ellos lo valen. Ellos se merecen una fiesta después de lo mal que lo han pasado. Una fiesta del carajo. Una fiesta antesala a la desbandada que más de uno de estos cabrones se va a pegar a partir del próximo lunes. Son jóvenes y creen, en ese ombliguismo de pensar siempre en uno mismo característico de esta fase de la vida, que la probabilidad de que esta enfermedad te siegue la vida es bastante reducida. Asumible, a no ser que insistas una y otra vez en una imbecilidad de pollino.

Este comportamiento no es fruto de la casualidad sino de la causalidad.

Han hecho falta décadas, tal vez siglos, de profundo entrenamiento por parte de toda una sociedad liderada por déspotas y canallas para forjar a fuego pautas de actuación individual propias de ciudadanos que deciden por pulsiones inmediatas y no como resultado de aplicar un mínimo de racionalidad.

Esa inconsciencia, (a veces perfectamente consciente en los soberbios y narcisistas), de los efectos colaterales, provocada por la acumulación de esos pequeños actos que todos hacemos al cabo del día, es lo que diferencia el comportamiento general de una ciudadanía del primer mundo a otra que aspira a serlo.

Sí, es cierto, este fenómeno es universal, y ese sería el típico argumento usado por el «cuñao sabelotodo» para rebatir la argumentación. Ese mismo cuñao que se pasa por el forro de sus huevos morenos el concepto de cantidad porque tiene un registro de su realidad que es completamente anumérico.

Habría que espetarle a la cara: ¡es la proporción, idiota! Pero no está el panorama para provocar conatos de cierta aspereza que igual entras en urgencias por trauma y no por anoxia.

Es el incremento en la proporción del número de ciudadanos que exhiben un comportamiento idiota, (casi con toda seguridad sin serlos), lo que puede salvar de los estragos de la pandemia a sociedades como las germánicas y cebarse en las que son de corte mediterráneo.

No soy un hipocondriaco enfermizo, sólo trato de anticiparme a los riesgos imaginando escenarios que van a condicionar de una manera sin igual mi estilo de vida.

En estos momentos, aunque haya mucho fronterizo que no desee comprenderlo por mera incapacidad o egoísmo, ser previsor es una cuestión de supervivencia a partir de los 60 tacos. De tener una buena oportunidad de seguir viviendo. Es la diferencia entre vivir en circunstancias casi normales, a visitar en algunos días y a perpetuidad el campo santo.

Monitorizar la tendencia de la aparición de nuevos casos a diario y por zonas, si estos disminuyen o aumentan, es lo más próximo a saber qué está ocurriendo con la dispersión de la pandemia. Es la manera de ser más eficiente para controlar la curva de ascenso. Pero existen indicativos, signos, señales e indicios que se anticipan a esos datos. Simplemente, por la mera observación directa de la ciudadanía en la calle puedes intuir qué coños va a pasar.

Esa observación indica que lo más preocupante no es el actual ascenso, pues este lleva una demora de semanas debido a la inercia de la dispersión. Es el ascenso en la proporción de ciudadanos que actúan como si la pandemia no fuera con ellos es lo que nos debería de preocupar.

Luego están los que creen que, poniendo en marcha todos los sectores económicos, se arreglarán todos los males económicos en pocas semanas. Otros soñadores que viven en su mundo.

Muchos de los promotores de la apertura inmediata de la economía no comprenden que hay una parte de la población, más grande de la que ellos suponen, que va a ser muy meticulosa a la hora de valorar un servicio de atención en un bar o una compra en un establecimiento menor. Pongo dos ejemplos de mi paseo matutino.

Un tendero de una tienda de ultramarinos retira las contrapuertas de los escaparates del negocio. Tiene aspecto de despreocupado, de sucio, de dejado, de pasar de todo. Los gestos de sus manazas, como guantes de béisbol, asiendo los biseles de los lienzos de chapa delatan una despreocupación manifiesta. Ni guantes, ni pollas en vinagre. Sus manos gigantescas toqueteándolo todo y paseándolas después por las lonchas de mortadela. ¿Y la mascarilla? Brillaba por su ausencia. Lo más significativo era su mirada insolente. Parecía decir: “yo me paso por la entrepierna tanto alarmismo. Hay que ser pagafantas para tenerle miedo a una mierda virus”.

Minutos más tarde. En otra calle. Dos camareros, uno de ellos con pinta de encargado arengando a una audiencia semidesierta sus ocurrencias de «experto en pandemias» y el otro, sumiso subalterno, riéndole las gracias. No vaya a ser que el jefe se cabree y te deje en la puta calle.

Estaban limpiando esas mesas con sobre de plástico de los veladores desmontables. Tenían las manos enguantadas. Supongo que por la lejía. Ya se sabe que usada con insistencia te deja la piel hecha un encurtido pero, ¿y las mascarillas? ¿Dónde coño estaban las mascarillas? Ni estaban ni tenían la menor pinta de usarlas en un futuro inmediato.

Como testigo de esta cultura de la indolencia y de la chapuza; de esta España de Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio, lo peor es experimentar la sensación de inseguridad.

¿Qué puedes pensar si ves a alguien limpiando algo insistentemente con sus manos que luego va a contaminar de manera invisible con las crepitaciones que proyecta por su boca? ¿Qué es ineficiente? ¿Qué su trabajo es inútil? ¿Que hace y deshace al mismo tiempo como Penélope? ¿Qué es un capullo? ¿Tal vez un cuñao oidor de esas cadenas que te dosifican el veneno que necesitas para seguir cabreado?

Estos tuercebotas estaban cometiendo un doble error, uno evidente de manipulación y otro, mucho peor, el de proporcionar una falsa sensación de seguridad. Esa que te hace confiar en un posible foco de contagio camuflado ya que, si miras una superficie reluciente, no sientes el rechazo instintivo que experimentas con una superficie mugrienta.

Estos incompetentes, mientras limpiaban a fondo las mesas del negocio, se despreocupaban por completo de regar con sus miasmas, contaminadas o no, las superficies que acababan de limpiar.

¿Y esa es la seguridad que ofrecen los que quieren abrir a toda costa algunos negocios?

¿Que qué pensaba en esos momentos? «Va a entrar en tu tienda o se va a sentar en tus veladores tu puta madre. Ah, y muchas gracias por mostrarme que sólo debo de ir y comprar en sitios de absoluta confianza».

Siento ser tan áspero pero la solución de esta crisis necesita, entre otras aportaciones, arreglar la falta de confianza y es difícil confiar en una sociedad de indolentes y chapuzas.