Divagaciones de camino a la peluquería

Hoy me he pelado. Vaya que si me hacía falta. La frazada de pelo que crecía en mi nuca necesitaba un buen recorte. La demora en tomar la decisión tenía sus razones. Experimentaba un conflicto entre dos ideas contradictorias: el deseo de adecentar el cuero cabelludo y refrigerarlo un poco por un lado y, por otro, asegurarme que la persona que me esquilara el cráneo me ofreciese una mínima confianza así que, como hoy me he levantado optimista, los deseos han primado sobre los riesgos.

En mis madrugadores paseos, además de oír la radio en la cadena más neutra posible, también dedico una buena proporción de tiempo a pasear la mirada por aquellos edificios que tienen algo especial pero, sobre todo, a escudriñar el comportamiento de algunas personas; especialmente aquellas que llaman mi atención, ya sea por su actividad o por su lenguaje gestual.

En mi paseo de casa a la peluquería he tenido la oportunidad de observar a mis paisanos en una franja horaria distinta a la de mis tempraneros y regulares paseos.

Si quieres saber cómo es una sociedad observala en detalle. La actitud de las personas es un claro indicativo de hasta qué grado una sociedad está comprometida con una causa. No hay mejor prueba del algodón para saber esto que escudriñar de manera directa los que se toman en serio la posibilidad de un contagio.

Es cierto que, cada día que pasa, el número de contagiados disminuye de manera paulatina, en casi todos los lugares de España y que las restricciones a la movilidad reducen a un mínimo la fortuita erupción de nuevos focos procedentes del exterior, pero eso no es excusa para saber qué esfuerzos individuales se están haciendo para que no haya un nuevo rebrote.

En el bestiario callejero se observa de todo. Desde el minucioso Don Prudencio que escruta las trayectorias de los demás viandantes para no interceptarlas a menos de 2 metros de distancia hasta el osado patriota que ha decidido pasar a la fase quincuagésima segunda de su confinamiento mental nada más que se ha pasado a la fase numero 1 oficial. Hay prisas para pasar de fase y el motivo, según dicen, es activar la economía. Para algunos, al precio que sea. Parece que algunos de nosotros no somos capaces de comprender uno de los mayores axiomas del capitalismo y es que, en realidad, en lugar de personas somos entes económicos. Los que contemplan a sus subalternos como simples guarismos que se pueden borrar o trasladar a la columna de suprimidos de una Excel, así lo han decido. Es el extraño sistema en el que nos ha tocado sobrevivir. Y sí, no es un error fortuito, he dicho explícitamente sobrevivir, puesto que si no se activa cuanto antes la macroeconomía, la microeconomía de los que guardan cola pacientemente para que le proporcionen una ración de comida en Aluche, o en cualquier otro barrio de España, no se va a recuperar nunca.

Siempre nos han asegurado que nuestro sistema, el instaurado en ese selecto club de los países occidentales más avanzados al que pertenecemos, que nos permite intercambiar mercancías con confianza, cobrar con seguridad o disfrutar de unas merecidas vacaciones, es el mejor sistema posible. Todos los días, expertos en economía hablan engoladamente en programas de radio soltando sus discursos enlatados para mentes ultrasensibles a realidades incómodas. Esas mentes infantilizadas por la ficción del sistema necesitan sedarse a diario con las palabras apropiadas. Palabras que la mayoría de las veces no corresponden a la realidad que esos mismos gurús financieros creen, pero tienen que ganarse el sueldo, como todos nosotros, y sueltan lo que sus dueños han decido difundir y lo que los oyentes quieren escuchar. Programas que antes de comenzar hasta advierten precautoriamente: “noticia económica del día patrocinada por Iberdrola, o por Endesa, o por el sursuncorda”. Hay que ser, no se si ingenuo o tener la actitud de un creyente, para pensar que la parte interesada en sablearte esté pensando en tus propios intereses.

Sí, ese es nuestro sistema. Un sistema de mierda. Pero, ojo, aunque sea de natural malhablado esto no lo digo por decir.

Un sistema con gravísimos problemas si se para la actividad, sin capacidad de ser hibernado, sin capacidad de aguante, sin la más mínima piedad para el que queda marginado en las puertas traseras del sistema, sin capacidad de reset, sin posibilidad de cambiar las reglas rápidamente para adaptar aquello que funciona extremadamente mal para la inmensa mayoría, sin resiliencia, es la definición perfecta de un sistema de mierda.

Un sistema que parte de la base que el mundo tiene recursos infinitos, (como piensan la mayoría de esos economistas que trazan las líneas maestras de la economía mundial), es un sistema pensado por perturbados mentales para perturbados mentales. ¿Y a qué viene todo esto? Por favor, concedeme un poco de tiempo para explicarlo.

Cuando he salido de casa hacia mi destino he recibido una buena hostia de realidad, sin edulcorantes ni anestésicos, en forma de ruidos, humos y ese gentío que lo invadía todo. Compréndeme, hacía semanas que no había salido a esta hora, entre otros condicionantes por el teletrabajo.

Es duro “volver” a estar inmerso en esta “nueva realidad”. Una nueva realidad que es tan apestosa, sucia, estresante y contaminante como la vieja realidad, pero con mascarillas variopintas. Una nueva realidad brumosa percibida a través de unos cristales de gafas empañados por el vaho de mis propias exhalaciones.

Una extraño universo de irrealidad me invadía por completo. La sensación de estar recluido en una sauna por la opacidad de los cristales y con ese colocón que provoca el aire enrarecido por el dióxido de carbono que sale a duras penas a través de la mascarilla. En estas circunstancias uno experimenta una especie de distopía en vivo. Y encima un calor del carajo y aún no habíamos llegado al mediodía. Viento de levante recalentado y la calle plagada de viandantes. ¿Qué coño hace tanta gente en la puñetera calle con esta ventolera continua? Eso trataba de entender el aficionado antropólogo que llevo dentro.

Había una masa delicuescente y cambiante de paseantes. Viandantes, muchos de ellos, sin un rumbo concreto. Cierto que también estaban los currantes: obreros de la construcción, oficinistas, taxistas, hombres de negocio, autónomos, empleados de la limpieza, empleadas del hogar, acompañantes de ancianos, etc., pero lo más llamativo de este gentío era esa enorme diáspora de personas que, aparentemente, habían salido sin un objetivo concreto. Un dédalo de personas en tránsito hacia su particular viaje a ninguna parte. Una especie de caótica agitación colectiva sin oficio ni beneficio. Una inmensa ameba que con sus pseudópodos de caminantes amenazaba con fagocitarme.

Entiendo las ansias de estar en la calle. Las ganas de reducir cuanto antes el trauma arrastrado por el confinamiento pero es evidente que es muy probable que tropecemos una y otra vez en la misma piedra, volviendo a cometer los mismos errores, por las ansias de recuperar la normalidad. En ese continuo de miradas con las que me encontraba, algunas de ellas con el sello invisible de la enajenación incipiente, si hay que recuperar algo, me decía, es la cordura.

Miles de personas de la ciudad estaban deseando inaugurar la normalidad. La normalidad de los ruidos estridentes de las perforadoras sajando el asfalto sin piedad. La normalidad de las sirenas de las fuerzas de seguridad del estado y de las ambulancias a toda pastilla. La “normalidad” del helicóptero de la policía pasando por las mismas áreas del cielo una y otra vez. La normalidad de esa turbamulta de vehículos envejecidos que sahumaban con sus hedores pestilentes y sus tóxicos humos el aire que hace tres semanas parecía el del páramo de un campo. A tomar por culo poder discriminar entre el trino de un canario y el graznido de un mirlo. Todo sea por un único objetivo. El objetivo para el que hemos nacido: "mover la economía".

Hay que mover la economía, ese mecanismo enloquecido que no puede parar de girar porque está concebido para que cientos de millones de personas en el mundo se mueran de hambre si se para la economía.

Hoy estoy rebelde y me ha dado por dejar la mente divagar, debe ser el levante. Tenía escribir algo que me hiciera reconfortarme del maldito pálpito de que volveremos a estar nuevamente confinados porque, dada la actitud de mis congéneres, es inevitable. Pensar en la mala leche que me provoca que todo siga casi igual pero aún peor.

Reflexionar por uno mismo en tiempos de confinamiento es una de las mayores amenazas para la economía. Los poderosos lo saben. Los que han diseñado los mecanismos de la economía saben mejor que nadie que uno de los mejores engrasantes para mover los mayores engranajes de la economía es la molicie de pensamiento, de ahí la premura que se han dado muchos Estados por acelerar las fases del confinamiento.

En estos pensamientos de antisistema meditaba: “¿Por qué a este calor, preludio del insoportable verano, le llamamos buen tiempo? ¿Por qué no se puede ralentizar la puta economía economía sin que colapse el sistema? ¿Por qué muchas personas con una enorme capacidad de raciocinio prefieren mutilar sus pensamientos voluntariamente? ¿Por qué a esta puta locura de sistema le llamamos progreso?”

Creo que, una vez empiezas a caminar hacia senderos de pensamiento no contemplados en el mapa odficial del sistema, dejas de tener esperanzas de que algún día podamos arreglar nuestra propia forma de vida y de paso al propio mundo, porque comienzas a comprender que al mundo no hay quien lo cambie y no hay quien lo arregle.

Lo único bueno de este proceso de aprendizaje y desconexión voluntaria es que eres consciente que tú ya no perteneces a ese mundo del pensamiento unificado. Eso sí, te advierto, es lo que más le jode a este sistema y sus principales representantes. Una mente pensante es, por definición, una mente subversiva. Así que deberás eligir entre la pastilla roja o la azul y sus seguras consecuencias. Yo ya he elegido. ¿Has elegido tú?