El desliz que no te puedes permitir

Sea quien sea tu jefe, los trabajos a las afueras a las cuatro de la mañana no tienen buen aspecto, pero si trabajas para Juan Morales y te citan para un encargo de esa clase, no queda más remedio que pensar en lo peor.

Eso mismo pensaba Herminio mientras paseaba nervioso por el almacén donde guardaban el whisky de contrabando. Aquella noche no había ni una botella, y todas las cajas, curiosamente, contenían justa y exactamente lo mismo que indicaban sus embalajes: herramientas.

De todos modos el whisky no faltaba, y de vez en cuando los dos hombres a que había llamado Morales para aquella anoche entraban en calor dando un trago a sus petacas.

—¿Hasta cuando demonios tendremos que esperar aquí? —gruñó Herminio frotándose las manos.

—Note quejes, Minio: esta noche no podemos estar en ningún sitio mejor. Esto es el mismísimo cielo —repuso Torralva, su compañero, estirando los brazos para desentumecerse.

—Menuda mierda de cielo. Un sitio donde te mueres de asco y se te congelan los pies.

—El cielo es un lugar donde nunca pasa nada —replicó Torralva escupiendo una colilla

—Mentira: eso es el limbo.

Torralva pensó que no tenía que haberse juntado con un antiguo seminarista, pero prefirió callar. A él no le importaba pasarse la noche entera en aquel almacén perdido en medio del campo, un lugar en el que era más el paisaje que la temperatura lo que hacía sentir frío. Herminio empezaba a ponerse nervioso, y sólo porque no pasaba nada. ¿Y qué iba a pasar? Les habían dicho que aguardasen allí, con las luces apagadas, y eso hacían.

Llevaban ya cinco horas, cierto. Cinco horas sentados sobre cajas que no contenían ningún licor y las petacas podían llegar a agotarse. Tal vez fuera eso lo que ponía nervioso a Herminio. Demasiado fácil para no ser carne de sorpresa.

—¿Y cómo es el limbo, Minio? —preguntó Torralva para arrugar el silencio, que empezaba a cuajarse.

—El limbo es un lugar donde las almas encallan para toda la eternidad, sin saber por qué. Como nosotros aquí, con este frío.

Torralva esbozó una sonrisa breve.

—No te preocupes, que ya tendrás tiempo luego de entrar en calor.

—Traen mercancía de verdad, ¿no?

—De la mejor, amigo. Ya lo verás. 

—Me da igual que sea un camión entero lo que haya que descargar. Cualquier cosa es mejor que estar aquí sin hacer nada —aseguro Herminio.

Torralva frunció el ceño. 

—¿Preferías haber ido con los otros muchachos?

—Cualquier cosa mejor que esto — repitió Herminio con el tono de quien da por hecho que nadie en sus cabales dejaría de estar de acuerdo.

A lo lejos se oyó el motor de un camión. Podía ser el resto del grupo, que

por fin llegaba.

Torralva suspiró.

—Estás mejor aquí, amigo. Van a liquidar a Mario. Estamos aquí para enterrarlo —dijo mirando muy fijamente a su compañero.

Herminio abrió tanto los ojos que su compañero pensó que le iba a dar un colapso.

  —¡No puede ser! —consiguió exclamar.

—No debería habértelo dicho, ¿pero qué importa ya? Ahí vienen.

Los dos hombres abrieron el portón del almacén e hicieron señas con una linterna al camión, que respondió encendiendo y apagando rápidamente las luces.

—¿A Mario? ¡Pero si es el yerno del jefe...!

—Por eso mismo, Minio. No sabes cómo son las mujeres... 

—Hace poco que los vi juntos y... 

Torralva rechazó con un gesto.

—Cartas. La mujer encontró un puñado de cartas de amor en un cajón del despacho de Mario —explicó.

—Oh —musitó Herminio.

—Cartas de amor, sí. Las encontró su mujer. Y eran de ella. Las había escrito ella.

—¿Y entonces por qué...?

—Estaban sin abrir —respondió Torralva con una carcajada.