La desigualdad SÍ es rentable

Hace unos días apareció por estos lares una entrevista a Javier Ruiz titulada La desigualdad no es rentable ni para los ricos. Creo que esta es una idea tan común como equivocada. Veamos si puedo exponer con claridad mi punto de vista.

El entrevistado afirma que “la desigualdad no es una preocupación ni de rojos ni de pobres. No tiene sentido que haya millones de personas que no pueden comprarse un libro. Para los panaderos es rentable que la gente pueda consumir. Y para los vendedores de pisos es rentable que los panaderos ganen dinero. Y para los vendedores de yates es bueno que les vaya bien a los vendedores de pisos. La desigualdad no es rentable ni para los ricos”.

Este argumento tan manido puede reformularse de la siguiente forma: a las élites dirigentes de un país, en última instancia, les conviene que dicho país sea próspero, puesto que aunque sean unas élites tiránicas y lo consideren parte de su patrimonio, precisamente por ello pretenderán engrandecer su propiedad lo máximo posible. En realidad se trata de una vieja defensa de la dictadura, puesto que se suele argumentar que cualquier tirano, por malvado que sea, obrará en interés propio, y si considera al territorio gobernado como su propiedad, entonces sus intereses personales quedarán alineados con los del populacho, pues a ambos colectivos les conviene aumentar su riqueza. 

Hace algún tiempo escuché a uno de los tiktokers de moda enunciar algo semejante para defender a la monarquía. Como suele ser habitual, no cejan en su empeño de declararse liberales, especialmente cuando cargan contra “papá Estado'', los altos impuestos y ese malvado estado del bienestar socialista que nos impide hacernos ricos con las criptomonedas. Curiosamente, estos liberales suelen continuar defendiendo, a renglón seguido, la militarización de la política exterior, la monarquía, la iglesia y los valores sociales tradicionales, es decir, al trinomio iglesia-corona-ejército, los tres fusiladores tradicionales de liberales. Pues bien, su defensa de la existencia de un monarca, a quien reconocía como institución no democrática y ajena a la voluntad popular, era precisamente la mencionada: al fin y al cabo, al ser un cargo vitalicio y hereditario, nos aseguramos de que sus intereses sean los mismos que los del país, ya que si uno se enriquece, el otro también.

Este tipo de argumento es de una simpleza y de una inocencia abrumadoras. La otra posibilidad es que quien lo enuncie realmente considere simple e inocente (por no decir idiota) al receptor del mensaje.

En primer lugar, podemos poner sobre la mesa la siempre útil estrategia de seguir con el camino marcado por un razonamiento, para ver hasta dónde nos lleva. Si admitimos que un gobernante vitalicio, hereditario y autoritario es lo óptimo porque sus intereses económicos están alineados con los de los gobernados, entonces hemos de llegar a la conclusión de que la democracia es un sistema de gobierno indeseable. Lo óptimo, por tanto, es una dictadura lo más totalitaria posible, puesto que así los gobernantes están más seguros de perpetuar su poder y, en consecuencia, tienen más incentivos para mejorar un país que pueden considerar suyo. Creo que no es necesario continuar explayándonos más, pues está claro a qué tipo de paraje nos lleva este camino; un lugar que no parece precisamente demasiado liberal.

En segundo lugar, podemos recurrir al empirismo. ¿Son las dictaduras más prósperas que las democracias? La respuesta es un rotundo no.

Cabe preguntarse en qué falla este argumento. Parece ser que es necesario explicar cosas que deberían ser evidentes, pero parece ser que es una tarea social cada vez más necesaria. La prioridad de una élite tiránica no es la prosperidad de sus subordinados porque:

  • La rentabilidad de una acción no debe medirse únicamente en términos económicos.
  • Alcanzado cierto grado de riqueza, la prioridad no es acumular más, puesto que sus rendimientos sociales son relativamente decrecientes.
  • Nuestros tiranos también son personas, y las personas no actúan sistemáticamente de forma racional.

Arturo Pérez-Reverte, en Una historia de España, traía a colación el caso de la Primera República.  Como no soy capaz de mejorar el texto, lo copio literalmente.

En cuanto a la industrialización, que otros países europeos encaraban con eficacia y entusiasmo, en España se limitaba a Cataluña, el País Vasco y zonas periféricas como Málaga, Alcoy y Sevilla, por iniciativa privada de empresarios que, como señala el historiador Josep Fontana, no tenían capacidad de influir en la actuación de unos dirigentes que no sólo no prestaban apoyo a la industrialización, sino que la veían con desconfianza. Este recelo estaba motivado, precisamente, por el miedo a la revolución. Talleres y fábricas, a juicio de la clase dirigente española, eran peligroso territorio obrero; y éste, cada vez más sembrado por las ideas sociales que recorrían Europa, empezaba a dar canguelo a los oligarcas, sobre todo tras lo ocurrido con la Comuna de París, que había acabado en una sarracina sangrienta. De ahí que el atraso industrial y la sujeción del pueblo al medio agrícola y su miseria (controlable con una fácil represión confiada a caciques locales, partidas de la porra y Guardia Civil) no sólo fueran consecuencia de la dejadez nacional, sino también objetivo buscado deliberadamente por buena parte de la clase política, según la idea expresada unos años atrás por Martínez de la Rosa; para quien, gracias a la ausencia de fábricas y talleres, la malas doctrinas que sublevan las clases inferiores no están difundidas, por fortuna, como en otras naciones.

 Me parece que las ideas expresadas por Martínez de la Rosa encajan perfectamente en lo expresado anteriormente. Las élites puede que no solo no vean a la desigualdad como un problema, sino que la consideren una virtud. La visión naif del mundo considera que la riqueza ha de medirse en la cantidad de capital y que un rico siempre buscará su acumulación, lo que dirige sus acciones a mejorar su economía, repercutiendo en el bienestar de sus conciudadanos. Esta visión de la historia implica que la existencia de grandes acumuladores de capital es, per se, positiva para el conjunto de la población. También, que los propios acumuladores de capital, como avispados empresarios que son, van a llegar a un punto de autorregulación cuando se den cuenta de que la desigualdad puede entorpecer su acumulación de riqueza. En definitiva, es el argumento clásico del mercado autorregulado, aplicado a la acumulación de riqueza: no hay por qué preocuparse puesto que los actores económicos son racionales y se van a autorregular optimizando las posibilidades de crecimiento.

Sin embargo, ocurre que la realidad es bastante más complicada que esta visión mecanicista, simplista e incluso infantil de cómo funciona la historia. No tiene en cuenta que para esos “agentes económicos” la acumulación de riqueza solo es una forma de acumulación de poder y que ambos conceptos no son equivalentes. Tampoco, que no estamos tratando de entidades etéreas, sino de personas movidas por las mismas -malas- pasiones que el resto de humanos. El poder no se mide directamente en términos de capital sino mediante las reglas de la sociedad en la que se vive. Puede que el poder, como expresaba de la Rosa, no se mida en la riqueza acumulada, sino en la diferencia de riqueza respecto al resto. Desde esta perspectiva, la desigualdad se convierte en una inversión. El coste es la riqueza perdida por el atraso causado a la sociedad, pero el retorno de la inversión es una cantidad mayor de poder gracias al multiplicador de la desigualdad.

Del mismo modo, se han de tener en cuenta las reglas de la sociedad y la irracionalidad de sus componentes. Solo así puede explicarse que la aspiración de los primeros burgueses no fuera seguir acumulando capital de forma incesante, sino comprar un título nobiliario y pasar a ser rentistas, sacrificando (o invirtiendo) capacidad de crecimiento por prestigio y poder. También puede explicarse esa famosa escena de La lista de Schindler en la que un viejo judío del gueto de Cracovia intenta tranquilizar al resto recordándoles que, en última instancia, les necesitan para trabajar. Sería irracional, económicamente hablando, tomar otra decisión sobre sus vidas.