La inesperada victoria de Pedro Sánchez en la moción de censura contra Mariano Rajoy ha puesto de actualidad un gran número de problemas, larvados durante años, cuya solución es imprescindible para la construcción de un estado moderno que rompa definitivamente los lazos que unen al actual con el anterior régimen dictatorial franquista.
Uno de los más importantes es seguramente el de las normas que deben regir las relaciones entre el estado y las distintas confesiones religiosas. La connivencia de la iglesia católica con la dictadura, iniciada desde los primeros momentos de la guerra civil provocada por los golpistas, propició una larga serie de privilegios y prebendas que han perdurado hasta ahora. La transición, supuestamente modélica, hacia un estado democrático se articuló mediante una serie de normas que trataron de minimizar las pérdidas para la poderosa y próspera iglesia católica, particularmente para su jerarquía. Y todo ello con un barniz de separación entre iglesia y estado que cubriera las apariencias sin tocar ninguna prerrogativa importante.
El primer cortafuegos para evitar perder la situación de privilegio del catolicismo se estableció en el propio texto constitucional. El debate de los ponentes constitucionales, de evidentes posturas contrapuestas en este asunto, derivó en una disparatada redacción que, por un lado, declaraba el estado aconfesional y, por otro, obligaba a mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica. Tamaño dislate puede entenderse únicamente si esta mención fue una de las condiciones irrenunciables de los que negociaban desde la posición de superioridad que proporciona el poder.
La segunda norma establecida fue el concordato, oficialmente llamados Acuerdos con la Santa Sede de 1979. Una normativa dedicada exclusivamente a enumerar todo tipo de privilegios encaminados a financiar con el erario todo tipo de asuntos jurídicos, económicos, educativos y proselitistas, y a dispensar a la iglesia católica del pago de impuestos sobre rentas y patrimonio.
Estos Acuerdos son un lavado de cara del anterior Concordato de 1953, redactados subrepticiamente por un gobierno aún franquista antes que la propia constitución y firmados en la Ciudad del Vaticano sólo cinco días después de que entrara en vigor la nueva Constitución al ser publicada en el BOE el 29 de diciembre de 1978.
Aún quedaría por hablar de la Ley de Libertad Religiosa de 1980, nacida de nuevo para privilegiar a la religión católica frente a otras confesiones y, también, frente a la ausencia de ellas. Asuntos como funerales de estado, presencia de autoridades en actos religiosos y los juramentos y promesas de los cargos públicos, deben ser regulados urgentemente para separar claramente el estado de la iglesia católica.
Tras 40 años de vigencia de la constitución de 1978, la sociedad española ha sufrido una espectacular transformación desde el punto de vista religioso, pasando de ser aplastantemente católica y mayoritariamente practicante a ser una de las más secularizadas de Europa y, consiguientemente, de todo el mundo. Una transformación que, a la vista de las estadísticas de religiosidad por franjas de edad, no va a dejar de acelerarse en los próximos años. La adecuación normativa a esta nueva situación es, por tanto, ineludible y, con el paso del tiempo, será cada vez más urgente. Esto atañe a la reforma de la propia constitución pero, con carácter previo, deben ser derogados los acuerdos con la Santa Sede y sustituida la ley de Libertad Religiosa por un ley de Libertad de Conciencia. Solo así se conseguirá una relación del estado con las distintas confesiones propia del siglo XXI, y no anclada en una normativa nacionalcatólica proveniente de una dictadura del siglo XX, e incluso de apariencia decimonónica.
El comienzo del gobierno de Pedro Sánchez, cuyos ministros han prometido todos el cargo sin biblia ni crucifijo ha sido esperanzador. Pero, más allá de este gesto simbólico de laicismo, no se sabe que se haya producido ningún movimiento más allá de algunas buenas palabras. Queda tiempo aún, pero urge sacudir todo este ropaje nacionalcatólico que nos han obligado a vestir a nuestro pesar.
Naturalmente, hay otro vestigio franquista del que nos tenemos que deshacer, la monarquía borbónica reinstaurada por el dictador. Una institución que, cada vez más, pierde prestigio a raudales a medida que salen a la luz sus partes más escabrosas, herencia de actitudes y comportamientos naturales durante la dictadura que los llevó de nuevo al poder. Pero esa es otra historia.
Salud.