En defensa del Psicoanálisis (respuesta a la entrevista a Ramón Nogueras)

El Psicoanálisis no ha demostrado ni podrá demostrar jamás ser una Ciencia, y Dios le libre de tan mala tentación. Resulta bochornoso ver las vulgares ideas de 'ciencia' con que los propios científicos se autopromocionan. La Psicología clínica (o sea terapéutica) de tipo científico, precisamente debido a su cientificidad, no puede evitar, como voy a razonar en lo que sigue, tornarse en una Pedagogía, o sea un moralismo, o lo que antiguamente se llamaba un adoctrinamiento. La acusación, que no es nueva, no parece en cambio importarles lo más mínimo a los fanáticos de la Ciencia mientras sus prácticas puedan seguir gozando del prestigio que los emblemas 'científico' o 'empíricamente contrastable'. Parten acríticamente de la presunción de que ellos no son moralizantes, o al menos que los valores morales que puedan estar promoviendo (sin conciencia de ello, por supuesto, pues no se prestan a análisis) son buenos (o al menos necesarios, inevitables) de forma evidente (obviamente a ninguno se le ha ocurrido todavía demostrar empíricamente si los fines, o en este caso la "cura", que esas ciencias promueven son buenos de verdad o no): les basta con convenir ad hoc una definición de 'cura' y a partir de ahí, uno, la finalidad de sus técnicas y terapias queda (dogmáticamente) ya fuera de toda discusión, y dos, el éxito se vuelve cuantificable, y con ello, se gana el prestigio de poder llamar 'ciencia' a su actividad. He ahí la maravilla.

El Psicoanálisis, como su nombre indica, es una técnica de análisis (de análisis del alma, e. e. de la psyché, o eso que ahora llamamos mente, e incluso, persona, voluntad personal o individual, como si se supiera de lo que se habla), es decir, única y exclusivamente de análisis (o lo que es igual: de crítica, de disolución, de criba, de división), partiendo de la convicción, eso sí, de que el análisis (dejémoslo en "análisis de los condicionantes circunstanciales y constitutivos de la persona de cada cual") es liberador. Pero cuidado: liberador sin más (y no ya liberador de esto en favor de esto otro). Es decir que el trabajo del análisis no es más que una toma de conciencia (interminable, como no podría ser de otro modo), primero, de aquellos condicionantes que están interviniendo sin conciencia personal de que lo hacen; y segundo, de las acciones, transformaciones o presuntas soluciones que en uno se puedan dar a partir de ello. En otras palabras, el cambio, la transformación (a lo cuál debemos guardarnos de la tentación de llamar 'cura'), se dará (si se da) por añadidura, y fuera propiamente del análisis. Pero el objetivo es otro: a saber, el hábito analítico; la investigación de uno mismo, si se quiere. Al respecto de los efectos que el análisis pueda tener, al analista no le compete otra cosa que seguir ayudando al "paciente" (más digno y también riguroso sería decir analizante), mientras siga acudiendo a consulta, a hacer análisis de los mismos. Insisto pues: el psicoanálisis no tiene por objeto ninguna otra cosa que el análisis. Más allá del análisis lo que hay es análisis. La finalidad de tal análisis habrá por tanto de ser igualmente objeto de análisis en cada caso (obviamente, una crítica o análisis subordinado a un fin o principio rector deja inmediatamente de serlo). Ello es que, exigirle al Psicoanálisis, tal y como Ramón Nogueras pretende, un objetivo positivamente definido, a fin de poder cuantificar su éxito, no sólo es una estupidez (para eso ya está su ciencia), sino que impide de raíz que eso a lo que él llama 'ciencia' (y que el pobre debe haberse creído que se sabe científicamente qué es) pueda poner en cuestión sus propios objetivos. De lo que Nogueras no parece enterarse es que, cuando le exige a la Ciencia (para ser Ciencia) un fin u objetivo cuantificable, la discusión debe entonces dirigirse inmediatamente al cuestionamiento de cuál o cuáles han de ser esos objetivos y, lo que es más importante, en virtud de qué. Porque si eso se da por sabido, o por evidente, o por indiscutible o inevitable, entonces la Ciencia queda reducida a un instrumento sometido al imperativo moral de turno. Pero claro, lo objetivos de la Ciencia no pueden, ni podrán nunca (¡qué se le va a hacer!) decidirse científicamente cuáles han de ser, so pena de contradicción. Supongo pues que no hace falta decir que esos curillas que están absolutamente convencidos de hacer el bien a los demás son los más peligrosos para la salud, sea lo que la salud sea.

En cuanto a la formación que las dos sociedades psicoanalíticas principales exigen a un analista para reconocerlo como tal, es mucho más estricta que la mera obtención del título de Psicólogo en una Universidad (título que es condición mínima necesaria, o en su defecto el de Médico). Son unos cinco años de seminarios teóricos presenciales en los que se estudia parte de la extensa bibliografía psicoanalítica (con más rigor, por cierto, según pude comprobar hace años, de la que es costumbre en las Universidades, que se han vuelto pedagógicas, o sea meras extensiones de la Escuela) y a partir de ahí se exige una experiencia clínica demostrable (mediante cómputo de horas) y, lo más importante, haberse sometido personalmente a análisis (durante un mínimo de años, variable según la institución) con un psicoanalista reconocido como tal por la institución psicoanalítica. Pero, más allá de eso, el analista no es más que una persona lo bastante desengañado de su conciencia (a diferencia de tipos como Nogueras, que parecen tenerla en muy alta estima), y que cuenta de la suficiente experiencia analítica (y conocimiento de la tradición literaria psicoanalítica) como para ayudar al analizante a sortear los obstáculos que él mismo se pone (resistencias, lo llaman) en el avance de su análisis. Y si el análisis, por falta de pericia por parte del analista, es guiado, conscientemente o no, en dirección a un resultado preconcebido, éste habrá fallado: es decir que, para quienes piden un criterio de falsabilidad de la tarea psicoanalítica ahí lo tienen; otra cosa es que, sólo faltaba, el fracaso o éxito del análisis no pueda tampoco librarse de ser objeto de análisis y discusión. Luego, el analista no tiene por objetivo (o mejor, no debe tener, y en prevención de ello debe él mismo analizar su persona y práctica psicoanalítica con otro analista) ningún resultado en particular para su "paciente", más allá de sostener su queja (o sea, soportar, sin emitir ningún juicio, el penoso proceso de constante lucha por el que el analizante pasa) y velar para que el análisis progrese sin interferencias morales, o en su defecto, que éstas se revelen y se pueda tomar conciencia de las mismas. Los objetivos terapéuticos son (y deben ser), pues, para el Psicoanálisis sospechosos por principio, habida cuenta de que a la crítica (no solamente a la personal, es decir a la psicoanalítica) se le acostumbran a revelar como imposiciones morales, bien de la sociedad, bien de la realización particular de alguno de sus agentes (con especial atención al agente Familia). Y así que, uno de los principios éticos fundamentales del psicoanalista consiste en partir del reconocimiento de que él NO SABE qué es bueno para su "paciente".

La Psicología clínica científica por el contrario, como bien reclama Nogueras, necesita partir de antemano de la definición de qué es un "buen resultado", una "cura", o un "objetivo cumplido"; si la definición positiva de ello se pone en discusión, automáticamente su grado de éxito se vuelve incuantificable, y entonces se pierde el prestigio de cientificidad (y con ello la capacidad que la moral, o sea el Dinero, tiene de instrumentalizar la Psicología subrepticiamente). Es decir que, el objetivo de cualquier terapia psicológica científica es necesariamente pre-científico (y por ahí es por donde se cuelan en la clínica los imperativos sociales de cada época): si nos ponemos a hacer ciencia de ello, la cientificidad de la Psicología queda irremediablemente en suspenso entre tanto (es decir, hasta que se decida cuál es el objetivo de la clínica psicológica). Así pues, la contradicción está servida: si la Psicología clínica (o terapéutica) quiere ser una Ciencia, entonces ha de partir del supuesto de que su disciplina SABE qué es bueno para el paciente (y eso no podrá ponerse en discusión); y a la inversa, si "¿qué es bueno para el paciente?" se admite que puede ponerse en discusión (lo cuál sólo puede hacerse honradamente si se reconoce que NO SE SABÍA qué es bueno), entonces, y entre tanto, la Psicología clínica no podrá ser una Ciencia.

De la diferencia ética entre uno y otro tipo de actividad da buena cuenta su grado de asimilación social: no vemos (ni tampoco veremos nunca) consultas psicoanalíticas (ni psicoanalistas, a no ser que éstos se hayan convertido en psicólogos para su propia supervivencia) ni en la Escuela, ni en el Ejército, ni en la Empresa, ni, en fin, en ninguna de las instituciones que sirven al Estado. Allí lo que se encuentra son psicólogos, pedagogos y hasta psicopedagogos (pagados por el propio Estado), todos ellos siempre debidamente legitimados por el emblema de la cientificidad. El análisis, la crítica, es inútil a ninguno de los fines de ninguna empresa (e. e. proyecto), y eso lo saben muy bien en la Escuela, el Ejército y la Empresa. Lo más que puede hacer el análisis desinteresado es entorpecer la consecución del fin previsto. Ello es que, bajo el imperio de los fines, o sea del Trabajo, toda actividad crítica que no esté sometida al cumplimiento de lo que está mandado se vuelve inmediatamente inútil.

Así que, si se me permite el exabrupto, voy a atreverme formular una reflexión general sobre la dudosa gloria científica: sorprende la confianza con que las masas reciben todo aquello a lo que se le coloca el emblema 'ciencia', más cuando lo que se observa es que todas las instituciones sociales dedicadas a sostener y reproducir las relaciones de dominación de unos sobre otros la abrazan (y promocionan) con total descaro. Fijáos si somos ingenuos que, las mismas instancias que durante siglos se han servido de cosas como la Religión o la Magia para el sostenimiento y reproducción de su poder (para no andarnos con rodeos: el Estado y sus satélites), son las que ahora se arrejuntan a ella, invirtiendo a diario miles de millones del vil metal en ello, y sin que a nadie le parezca lo más mínimamente sospechoso (¿De verdad se ha creído alguien que el Acelerador de partículas se ha construido para mover algo que no sea Dinero?). Al personal no parece entrarle en la cabeza que los instrumentos de dominación sólo pueden ser eficaces si se transforman, y que, por lo mismo, siempre hay buenos motivos para desconfiar del (autoproclamado) "progreso" de la sociedad, al menos mientras esa sociedad no demuestre haber alcanzado el Paraíso. No sólo es que la Ciencia no está libre de ideas morales, sino que, precisamente porque ha conseguido hacerse pasar por paradigma de lo amoral se ha convertido también en el instrumento moralizador (perfecto y dominante) de nuestra época (al ateo en la época en que la Religión dominaba los teólogos no lo llamaban ateo, sino insensato, pues imperaba la idea de que la fe en Dios era una cuestión de sentido común; hoy hay un ateo debajo de cada piedra, pero que nadie cometa la insensatez de poner en duda la nueva Iglesia). Y así que tenemos que aguantar todos los días la burda publicidad (ilustrado-optimista) que desde los medios de formación de masas nos tiran de comer (siempre se nos tira, eso sí, un poco del alpiste de las llamadas pseudociencias, no vaya a ser que por la tentación de probar otro pienso se nos escape ningún ave del corral), donde sin ningún rubor se presentan a diario afirmaciones contradictorias, pero eso sí, muy científicas y empíricamente contrastables.

(Dicho lo cual, reto a quien tenga el tiempo y la paciencia de discutir sin enfadarse a que me presente sus convicciones científicas y las sometamos juntos al Principio de no contradicción, a ver qué queda de todo ello. Si hay un sólo científico capaz de sostener su doctrina (o la propia idea de 'ciencia') sin incurrir en contradicción -o su contraparte, la Petición de principio en cualquiera de sus variantes-, le regalo todo mi Dinero)

Pues bien, si tuviera que resumir en unas breves líneas la práctica psicológica científica VS. la meramente analítica (aunque mucho me temo que no es ya tan fácil diferenciarlas), me atrevería a decir lo siguiente:

el Psicoanálisis lo vertebran dos principios (definitorios a mi juicio de lo que el Psicoanálisis es, mientras se mantenga acientífico, lo que aquí reivindico): 1) la persona es un compuesto contradictorio de instancias morales (imperativos sociales) y pulsiones (digamos instintos), enfermo sin remedio a consecuencia de esa irresoluble encrucijada (luego, puesto que no hay quien no esté enfermo, es decir, no hay contrapartida "saludable", lo mismo da decir que nadie está enfermo, y así que en el psicoanálisis no se reconoce, y no se debería reconocer, la categoría de "enfermo mental"); 2) la persona carece de conciencia de ambas instancias, volviéndolo esclavo de su contradicción; contra ello, no hay cura verdadera, sino análisis, desde el momento en que se reconoce que las propias ideas de 'cura' o de 'salud' son productos de esa misma encrucijada. Lo demás, la liberación, en la medida que sea (y aunque esa liberación no fuera otra que la de tomar conciencia de las cadenas que la impiden) se dará, si se da, por añadidura.

La psicología clínica científica se vertebra y distingue de la práctica psicoanalítica en virtud de otros dos principios en cierto modo contrarios: 1) existe un estado de "salud personal" (y por lo tanto también uno de "enfermedad personal"), definidos de antemano ambos, por convención, en los fundamentos de su disciplina (es decir, que se parte toda terapia habiendo convenido previamente eso), a modo de axiomas prácticos (luego, en rigor, se trata de una doctrina positiva), los cuales se imponen como objetivos de la clínica (y por lo mismo como criterios de cuantificación del éxito); 2) el análisis debe estar limitado y condicionado (pues no hay tampoco actividad científica racional que no practique el análisis en algún grado) a todo aquello que nos permita seguir manteniendo la cientificidad de la práctica terapéutica; luego, queda proscrito por principio el papel que las ideas de 'éxito', 'cura', 'objetivo cumplido' puedan estar jugando en el sufrimiento del paciente.

Por supuesto, ni en el la práctica terapéutica ni en los cuerpos teóricos de cada una de esas disciplinas suele ser tan fácil diferenciar la una de lo otra: los psicoanalistas se vuelven (por imperativo social, es decir, moral, o sea económico, pues no hay más Dios que el Dinero) un poco psicólogos, un poco pedagogos, un poco psicopedagogos; y los psicólogos (por necesidad del ejercitar el análisis en algún grado, para lograr sus objetivos) un poco en psicoanalistas. Ello me ha llevado a decir en más de una ocasión que la Psicología vive de las rentas (descubrimientos) producidas por el Psicoanálisis primigenio, y que el Psicoanálisis moderno sobrevive confundiéndose con la Psicología clínica (el caso de la deriva que Psicoanálisis fue tomando hasta el día de hoy en la norteamérica de los años 60 es la mejor expresión de ello). Luego, en contra del Psicoanálisis también habría muchas cosas que decir (pero no es lo que toca ahora), todas ellas, por cierto, debidas a la debilidad que han mostrado a la hora de defender una práctica crítica que no se someta a ninguna idea de ciencia, morales como son todas.

Para terminar: olvidamos a menudo que entre los padres de la Medicina, que en su mayoría pertenecían a la tradición (que no Escuela) del escepticismo pirrónico, era costumbre atacar muy duramente todas aquellas Ciencias y pretensiones científicas que no incluyeran a la Ética entre una de sus ciencias (Sexto Empírico mismamente, médico, y un tipo sentato a mi juicio, llegó a reivindicarla por encima de las demás). Pero cuidado: la Ética como disciplina no consiste ni consistía en otra cosa que en la investigación (dialécticamente reglada) dedicada a intentar responder a la pregunta "¿qué es bueno?" (luego, se entiende bien cómo es que los antiguos escépticos no podían admitir que ninguna Ciencia que busque intervenir en los cuerpos y la vida de las personas se desentendiera de plantear seriamente esa pregunta), de cuyas diversas respuestas, más o menos sistematizadas, derivarían las distintas doctrinas morales o escuelas. Pero como esa disciplina ha desaparecido en nuestro tiempo, lo que en su lugar ha quedado (y lo que en su lugar se entiende vulgarmente por ética) no es sino la doctrina moral dominante. Y no hay moralista más peligrosos que el que no cree profesar ninguna moral. En efecto, allí donde esa pregunta está proscrita por principio, lo que se impone son las creencias sociales de cada época, o sea la moral de turno, tanto más firmemente cuanto menos conciencia se tenga de ella.

En suma, la Ciencia no puede dejar de ser moral mientras no incluya en su seno la crítica o análisis de las instancias morales que sin conciencia la puedan estar moviendo (pero esa crítica no podrá, so pena de contradicción, ser científica). Dicho ésto, le invito al señor Nogueras a que se psicoanalice; a ver qué pasa.