Siempre es el otro el que te entierra,
el que entre salmodias y mortajas
aniquila la esperanza porfiada
de regresar a la vida,
el que apretando los labios
como tórculos abyectos
te conmina a que abandones,
te recuerda que es razón,
lógica y hasta ley
seguir para siempre muerto
si una vez ya lo estuviste.
Cuando niño, entre vahos de irrealidades,
cuando joven, entre nieblas surreales,
cuando adulto, habituado a claudicar,
siempre es otro el que te entierra
aunque tú le des la pala
y elijas la sepultura,
aunque encargues tú las flores
y hasta endeches la elegía,
porque a fuerza de buscarlos
siempre se hallan esos ojos
en que asoman el verdugo y el sabueso,
la correa y los grilletes,
esos ojos que te enhebran,
que te embridan
que derrotan a los miedos
allanando incertidumbres,
esos ojos que no engañan,
que son cárcel y lo anuncian,
que son losa y lo proclaman,
que son nicho y celosía,
y por ello tan deseados,
anhelados,
advenidos entre vítores y palmas
del miedo a la libertad.
Siempre es el otro el que te entierra,
el que te lleva al olvido,
el que talla la cariátide
que sostiene tus pretextos,
el que arrasa cada idea
que dejaste en el tintero
a la espera de otro cálamo,
siempre es otro el que sepulta
los proyectos inconclusos
aunque tú entones el requiem
y hasta pagues a Caronte,
porque no faltan barqueros
para obras diferidas,
ni escasean los eternos
memoriales de tres días,
ni los deudos circunspectos
preguntándose qué deben,
ni las cartas enmohecidas
acaso ya de antemano
con negros recordatorios
que luego se desvanecen.
Pero es el otro,
siempre es el otro el que te entierra.
Porque nunca faltan manos
si es para abrir sepulturas,
ni hisopos,
ni plañideras,
ni días de celebrarlo.
Nunca faltan sacerdotes
consagrando camposantos,
ni cruces,
ni compromisos,
ni cadenas enmohecidas,
ni incensarios para el muerto
que mejor supo morir
y nos dio mejor ejemplo.
Así luego, con el tiempo,
cuando memorias bisiestas
se demoren en los nichos
interrogando motivos
para un naufragio de osarios,
podrán todos culpar a la impía mano del otro
y salir incólumes del juicio.
Y dormir,
dormir tranquilos
en tinieblas maniqueas
de salvaciones y abismos,
sin dudas ni inconsistencias,
sin resquicios ni fisuras
donde quepan dualidades
que interroguen la certeza de su estado,
sin ambiguas medias tintas
que corrompan
la inmutable esencia bífida del cosmos.
Dormir,
sí,
dormir por siempre,
porque el sueño es privilegio
de los puros,
los ingenuos
y los muertos