Durante la Edad Moderna, el único motivo para que un político abandonara su cargo era que había caído en desgracia ante el monarca. Rara vez se perseguía a nobles, secretarios o funcionarios que hubieran sacado rédito económico de su puesto (como ya vimos en el caso de Cervantes), lo que dejaba el terreno abonado para corruptelas de distinto tamaño en función de la ambición y los escrúpulos de cada uno.
Aunque en la época medieval los grandes monasterios sí tenían normas para la administración del dinero con el que contaban (mientras que se afeaba el comportamiento del mal administrador), estas normas no llegaron a la vida seglar hasta el siglo XIX, por lo que sacarte un sobresueldo a base de defraudar al erario público ni estaba mal visto ni estaba penado salvo en casos extremos. De hecho las primeras leyes anticorrupción para evitar que se defraudara en la recaudación de impuestos son de ese periodo, aunque los impuestos tienen mucho más tiempo.
La corrupción derivada del “qué dirán”
Situémonos en el Antiguo Régimen. De un lado tenemos unos reyes con poder absoluto para hacer y deshacer que no tienen que rendir cuentas a nadie. Los monarcas utilizaban los fondos públicos para premiar a sus fieles y a los burócratas que les rodeaban.
De otro lado, tenemos a una nobleza y a unos altos funcionarios que se veían “obligados” a llevar un gran nivel de vida con enormes gastos para conservar su prestigio social. Además, si alguien ascendía en la escala, tenía que hacer una gran inversión para que todos los miembros de su familia ascendieran con él para no enfrentarse a la “vergüenza” de relacionarse con alguien inferior. Es por esto que cuando un noble llegaba a ministro comenzaba a acaparar riqueza para poder sufragar las obligaciones que venían parejas a su cargo (el típico caso de "mamá, no soy yo, es que me obligan mis amigos").
La justicia, que estaba en manos de otros ministros, rara vez se ocupaba de los casos de corrupción salvo que hubiera una denuncia explícita que no se llegaba a concretar o que se cerraban con un soborno al juez. Bueno, un soborno o una extorsión, dependiendo de cada caso.
En los mentideros eran muy comentadas, como las corruptelas de Francisco de Sandoval y Rojas (1552-1623), Duque de Lerma y valido de Felipe III. Este noble se enriqueció a base de nepotismo, malversaciones, fraudes contables y especulaciones urbanísticas con motivo del traslado de la Corte de Madrid a Valladolid. No obstante, este es uno de los casos en los que sí tuvo que pagar multa, ya que cuando el Conde-Duque de Olivares pasó a ser el valido del rey, Lerma fue juzgado y condenado a pagar 72.000 ducados anuales al erario real, más atrasos, por sus dos décadas de corrupción.
Corrupción fuera de España
Dicen que mal de muchos, consuelo de tontos, y un poco de cara de tonto sí se te queda al ver el panorama fuera de nuestras fronteras. En Inglaterra, por ejemplo, cuentan con George Villiers (1592-1628), primer duque de Buckingham (el mismo que sale en la novela Los Tres Mosqueteros de Dumas), que fue ascendiendo en la corte del rey Jacobo I, con el que las malas lenguas le atribuyen una relación sentimental, y de su sucesor Carlos I (con el que no se sabe si hubo tema o no).
Este señor tan espabilado creó nuevos tributos y vendió privilegios, lo que le ayudó a lucrarse tremendamente. Cuando el Parlamento inglés le estuvo investigando por irregularidades consiguió cargarle el mochuelo a uno de sus hombres, el filósofo Francis Bacon, que a la sazón era Lord canciller del Tesoro. El filósofo renunció a sus cargos, asumió las penas económicas y fue proscrito. Buckinham acabó sus días apuñalado a orillas del Támesis, víctima de la trama de intrigas que había contribuido a crear. Sin embargo la campaña de marketing que había desarrollado en vida dio sus frutos al fallecer y es el primer inglés que no pertenece a la familia real en ser enterrado en la Abadía de Westminster, al lado de Jacobo I.
Evidentemente, no puedo acabar el artículo sin mencionar a los franceses cuyo abuso devino en la Revolución de 1789. Un fichaje para nuestra lista puede ser el cardenal Mazarino (1602-1661), que fue primer ministro de Francia y bien conocido por su codicia. La reina Ana de Austria comentó de él que “estaba tan aferrado al dinero que cometió bajezas indignas de su rango. Lo vendía todo, oficios y beneficios, y hacía comercio con todo”.
Mazarino fue el hombre más rico de su tiempo, y su patrimonio, que a su muerte fue legado al rey de Francia, equivalía a los fondos del Banco de Ámsterdam: 35 millones de libras. No solo podía aumentar los impuestos sin consultar con nadie, sino que además mantuvo una red de informadores, sus “criaturas” que le tenían al tanto de todo lo que ocurría en cualquier rincón de Francia y no cabe duda de que su colaboración ayudó a hacer de Francia un país más poderoso.
Fuentes:
El duque de Lerma: corrupción y desmoralización en la España del siglo XVII. A. Alvar, La esfera de los libros.
Estado débil y ladrones poderosos en la España del siglo XVIII. S. Madrazo, Los libros de la Catarata.