Durante el año 2016 se generalizó la idea de que España no podía estar paralizada, esperando a que se conformase gobierno. Hoy tenemos un Ejecutivo y un inquilino de La Moncloa, pero no tenemos gobierno si por ello entendemos un rumbo propuesto a la sociedad española, traducido en un proyecto coherente de transformaciones tangibles y de cierto recorrido. En lugar de eso, el Ejecutivo sobrevive de semana en semana, paga facturas y bandea los temas buscando excusas o chivos expiatorios. Da la sensación de que, en ausencia de plan, los inquilinos de la Moncloa necesitan mantener el poder político en clave defensiva: ganar tiempo frente al temor al alcance de la acción de la justicia y la descomposición interna si lo perdieran.
La parálisis política tiene efectos concretos: mantiene lo realizado en los años de los recortes más duros en derechos sociales y libertades y pesa como una losa sobre la moral de la sociedad española, a la que pretende derrotar por cansancio y hastío. Sobre las aguas y los ánimos estancados, Rajoy reina como un accidente geográfico que, inamovible, intenta convencer a la sociedad española de que no vale la pena aspirar a nada mejor. Incapaz de motivar, se mantiene sobre la desmotivación y fragmentación de sus oponentes. Hay que decirlo claramente: el Gobierno fallido solo se mantiene gracias a una oposición cuarteada.
La legislatura languidece, como un tiempo muerto de bloqueo a la espera de poder afrontar los principales retos que tenemos como país, que se pueden resumir en que hemos de reconstruir un contrato social roto por la desigualdad y la ley del más fuerte o del que menos escrúpulos tiene. Ese objetivo es mucho más ambicioso que el del cambio de Gobierno, pero este es una condición primera imprescindible. La permanencia de Rajoy amenaza con hacer irreversible la involución autoritaria o la brecha de la desigualdad social. La política de tierra quemada podría naturalizarse.
Para precipitar el cambio necesitamos dos cosas. En primer lugar, hace falta un horizonte con capacidad hegemónica, que pueda articular una mayoría que en España quiere reequilibrar la balanza en favor de quienes han soportado las cargas de la crisis, pero que al mismo tiempo atienda algunas de las demandas o expectativas de los adversarios, un liderazgo intelectual y moral que se haga cargo de las razones del otro y las incluya en una nueva voluntad general democrática. En segundo lugar, necesitamos la colaboración de las fuerzas políticas que declaran compartir estos objetivos. El cerco mutuo al que las fuerzas progresistas se han venido sometiendo ha agotado a amplios sectores sociales, les ha desgastado y les ha alejado del país real, regalando la iniciativa a las fuerzas conservadoras, que hoy cabalgan un clima social que parece serles más propicio y al que no es ajeno el efecto de la reelección de Rajoy.
Es preciso poner fin a esta dinámica. Si las fuerzas progresistas no asumen la necesidad de cooperar y siguen haciendo cálculos electorales de cortísimo plazo por separado, es posible que paguen juntas el precio. Pobre del que confíe en recoger más migajas que el otro. Durante un tiempo de transición que no sabemos cuanto durará, habrán de aprender a competir en las urnas y colaborar en las instituciones. O mirarán desde la oposición cómo gobiernos regresivos van modificando las condiciones mismas de la disputa política, haciéndola más desfavorable para los de abajo.
La clave de la política española hoy no pasa por el golpe de efecto ni la competencia táctica sino por la cooperación estratégica sin a prioris ni exclusiones: quién tenga la capacidad para lograr compromisos hacia un rumbo compartido. La política hoy verdaderamente popular, democrática y transformadora es la de generar certezas entre los de abajo, no la de contribuir en el terreno político a la incertidumbre y fragmentación que el neoliberalismo ya ha llevado a todas las parcelas de la vida laboral, social y personal.
No soy ingenuo al respecto: esta necesidad de cooperación no olvida ni cancela la disputa entre fuerzas políticas que van a seguir compitiendo electoralmente porque defienden proyectos diferentes. Las diferencias van a persistir porque se trata de fuerzas con diferente ambición transformadora, que representan a sectores sociales diferentes o que tienen miradas diferentes sobre el futuro de nuestro país y sus capacidades. Hay quien cree que bastan reformas, hay quienes creemos que son necesarios cambios estructurales. Haremos el camino que se pueda juntos y pugnaremos por el liderazgo para ir más allá. Pero sería deseable abrir una dinámica cultural en la que la ventaja entre ellas la tuviese quien fuese más capaz de proponer, de mirar más lejos, de ser más leal a las expectativas de la gente... y de ser más generoso y con más sentido de país y pueblo que de partido. No se trata de confiar en que la competencia desaparezca, sino de encauzarla para sacarla de la vía muerta actual: organizar una “competencia virtuosa” por la cual se es capaz de llegar a acuerdos laicos y pragmáticos mientras se incrementa la disputa intelectual y cultural por ofrecer un rumbo más aglutinante.
Tenemos al menos dos ejemplos para aprender: En primer lugar, donde sí se está produciendo una “competición virtuosa” —dirían los politólogos, de tipo win-win—, es entre PP y Ciudadanos, que han inaugurado una puja al alza por quién ofrece propuestas más conservadoras, mientras comparten temas, agenda y acuerdos estratégicos que mantienen el Ejecutivo y la parálisis del Congreso votando con él en la Mesa. Esta competición a través de canales más o menos acordados no está exenta de fricciones y choques, pero lejos de desgastar su suma conjunta la ha aumentado —a tenor de las encuestas— y ha escorado en sentido conservador a la sociedad española. La pugna de ambos les hace llevar la iniciativa y construir la agenda sobre la que se deciden las lealtades políticas. El otro ejemplo es el de muchas de las grandes ciudades de España y no pocas comunidades autónomas, donde con diferentes equilibrios y no exentas de dificultades, las fuerzas que se reclaman progresistas han sido capaces de cooperar y sostener gobiernos de regeneración y cambio. Ese es un camino que hay que continuar y ensanchar para que lo hagan con nosotros, en 2019, una mayoría de españoles.
La movilización de los pensionistas ha reactivado a una sociedad civil que exige cooperación para que ahora se reparta entre quienes cargaron con el peso del ajuste mientras aumentaban las ganancias por arriba, porque el crecimiento solo será sostenible y eficaz si se reparte. La huelga del 8 de marzo demuestra la fuerza hegemónica del movimiento feminista para construir sociedades más igualitarias. Son sin duda dos vectores clave para recuperar la iniciativa, pero son también una alerta: hay que estar a la altura. La alternativa y la nueva mayoría política no caerán del cielo por la acumulación de manifestaciones, sino que dependerán de tener un horizonte esperanzador al alcance.