Ese es el concepto clave: convivir con el virus. Es inútil seguir discutiendo si debe ir antes la salud o la economía, o cuándo saldrá la luz la vacuna y quienes deben tener acceso prioritario a ella.
No va a haber milagros. No se van a acortar los tiempos. No van a desaparecer la enfermedad ni la necesidad de trabajar, ni el deseo de divertirse, ni la voluntad de compartir la vida con los seres queridos.
Los que no quieren morir al contado no pueden imponer al resto una muerte a plazos. Y tampoco es aceptable lo contrario.
Hay que aprender a convivir con la pandemia. Medir y aceptar riesgos. Medir y aceptar sacrificios. Aprender a caminar junto al acantilado y superar el vértigo.
Porque no habrá atajos ni milagros, porque habrá rebrotes y nuevas oleadas, porque tantas consecuencias tiene encerrarse como no hacerlo y el temor puede, por muchos motivos, ser más letal que el propio virus.
En cualquier guerra, el porcentaje de bajas siempre es mayor entre los desertores que entre los combatientes. Cualquier historiador lo sabe.
Porque el miedo es libre, sí, pero no es gratis.