Teñía la tarde de cadmio y melón el gotelé de mi viejo dormitorio donde había pasado los principios de mi vida. Las partículas de polvo, participio absoluto de existir, nevaban pianissimo sobre el desgastado escritorio de caoba que reposaba en una esquina.
La voz de mi madre, que me llamaba Capitán, el abrazo de mi padre, que me llamaba con prudencia, se habían marchado años atrás para dejar paso a un ensordecedor silencio que se interrumpía con los quejidos del colchón donde descansaba ahora mi cuerpo.
No estaba muerto, no. Pero casi.
Había llegado la noche anterior en una inusual conexión directa de Praga-Oporto. Mientras el avión atravesaba las nubes, se dejaba entrever un interminable desfile de colinas verde petróleo; más gris que verde, más negro que gris. Poco hay en esta tierra más melancólico que el occidente peninsular. Y, en ese momento, decidí morir.
Veinte pastillas de sibutramina, mi ceremonial café con leche, Old Man de Neil Young.
Por lo que sea, no morí y seguí mi vida con normalidad. Yo creo que fue Dios que me rechazó cansado de tantos clichés.