Os cuento mi historia personal. No vais a oír hablar a alguien de lo que le contó el vecino, de lo que le contó el periódico, o de lo que leyó en Menéame. Esta historia es de primera mano.
Tuve una relación de unos 8 meses con un hombre. Fue una especie de flechazo, realmente yo pensé por primera vez en mi vida que quería casarme. Descubrí el sexo como nunca lo había sentido hasta ese momento. Fue todo muy intenso y apasionante.
Justamente conocí a esta persona en uno de los momentos más bajos de su vida: acababa de morir su padre. A veces estaba triste, cenizo, apagado y desganado.
Durante los primeros meses yo intenté sacar esas fuerzas con él. Rascar la superficie y esperar pacientemente que afloraran la pasión y la energía que necesariamente deben seguir al luto si uno no quiere caer en una profunda depresión.
Mi espera no dio sus frutos.
Me di cuenta de que estaba con una persona deprimida, algo destructiva y, a ratos, bastante desagradable. Finalmente, llegamos a un acuerdo de terminar la relación.
A los pocos días, por algún motivo que no recuerdo, estábamos tomando una cerveza juntos. Era un día entre semana por la tarde, en un bar cercano a mi casa. Le comenté que quizás podríamos intentar que lo nuestro funcionase, que yo quería ser su aliada en sus batallas. Se negó, pero no solo se negó, sino que empezó a ponerse evidentemente nervioso.
De la nada, empezó a exigir que le devolviese sus cosas que yo tenía en mi piso. Le dije que al día siguiente iría yo misma a dejarle todo a la puerta de su casa. Él no tenía ni coche y pretendía llevarse chorrocientas cosas a peso desde mi casa a la suya. Un sinsentido.
Insistía en ir a mi casa hasta que me harté, me levanté y me dirigí a mi portal, a escasos metros del bar. Me siguió. Me quedé con las llaves en la mano, decidida a no abrir hasta que se hubiera marchado. Empezó a salirse de sus casillas, gritando en medio de la calle y montando una escena de la que yo no era de ninguna manera partícipe. Entonces me alejé del portal en dirección a casa de mi madre. Yo no iba a abrir la puerta de mi casa con él en ese estado de enajenación.
Entonces fue cuando, mientras me alejaba, me dijo: “No importa, porque yo también tengo llaves”.
Pasé de tener miedo a sentirme muy fuerte. Me fui hacia él, abrí la puerta del portal, subí las escaleras con él detrás de mí, abrí la puerta de mi casa y ambos entramos. En cuanto pasamos la puerta me giré y le vi llorando.
Ahora se sentía apenado pero yo ya no tenía un gramo de compasión en mi cuerpo.
Recogí todas sus cosas y, a medida que iba llenando bolsas, las iba sacando al descansillo. Lo tenía muy claro: o se las llevaba o me importaba tres pimientos qué ocurriera con ellas.
Se fue de ahí llorando y cargado como un sherpa. No sin antes devolverme las llaves.
Me di cuenta ese día de que la persona con la que había estado era capaz de cosas que yo nunca hubiera imagino, y de ponerme en situaciones de las que yo había huido toda mi vida.
A partir de entonces empezó una odisea por capítulos que duraría más de un año.
Cuando coincidíamos en algún lugar, cosa nada compleja viviendo en una ciudad pequeña, se empeñaba en hablar conmigo, en seguirme, en darme pena. Me escribía a diario, pidiéndome perdón, con parrafadas que sinceramente al final ni me leía. Mis únicas respuestas eran: no me escribas más.
Su modus operandi empezó a convertirse en lo que yo denominaría después la muerte y resurrección. Esto era: me escribía/llamaba (sin éxito)/enviaba audios fustigándose por todo (algunas veces borracho) y, al no recibir respuesta por mi parte, al cabo de unos días me volvía a contactar esta vez para insultarme. No solo insultos zafios, como puta, sino también cosas muy elaboradas. Cosas muy personales. Me consta que tampoco perdía oportunidad en los bares de embestir contra amigos míos para contarles las penurias de su existencia, penurias en las que yo siempre aparecía como la puta que era. Me quería convencer de que todos estaban en mi contra y sabían la verdad.
Mis amigos, gracias a dios, lo veían con pena y su estado de embriaguez normalmente le hacía perder la poca credibilidad que tenían sus relatos. Debo decir que yo me desahogaba con una amiga o dos, pero nadie más conocía lo que yo estaba viviendo.
Un día me escribió diciendo algo que, lamentablemente, es un clásico del ex desesperado: “la vida es una mierda, blablá, no quiero vivir más, blablá, adiós mundo cruel”. Escribí a su mejor amigo para que, si le interesaba el tema, fuera a su casa. Pero no había nadie debido a que, sorpresa, este individuo estaba tranquilamente trabajando en una oficina de 3 trabajadores donde, de haberse colgado de una viga, hubiera llamado un poco la atención.
Cuanto más le ignoraba, más escalaban sus reacciones. Hasta que un día me envió un audio de 8 minutos que escuché mientras me fumaba un porro, para compensar el mal rato. Ahí fue cuando cometí un grave error, porque todavía le subestimaba: decidí llamarlo.
Quería acabar con el tema e intentar hablar como personas civilizadas. Le expliqué que no podía seguir así la situación, que quizás en un futuro pudiéramos hablar (no era en absoluto mi intención, pero quizás era un caramelo que le calmara, ¡qué ingenua era!) y que iba a bloquearle por el bien de los dos. Se despidió de mí dócilmente, con signos de haber llorado y haber bebido (imagino en qué orden). Esa noche le bloqueé de whatsapp, pero en medio de la noche mi móvil no paraba de sonar con sms en los que en una línea me llamaba zorra para en la siguiente llamarme frígida. En uno de ellos amenazaba con escupirme por la calle si me veía.
Al día siguiente, después de haber tenido que dormir con el móvil en modo avión, bloqueé su teléfono y su Facebook. Pensaba que no le quedarían más medios por los que comunicarse. Pero en realidad solo logré agudizar su ingenio. A partir de ahí se dedicó a comentar públicamente imágenes en las que yo aparecía en las redes sociales. Comentarios que me llegaban en forma de pantallazos que me enviaban mis amigos.
Finalmente, un día decidió comentar en una página de un proyecto personal que estaba llevando a cabo con una compañera. Y hasta ahí habíamos llegado. Un año después de empezar a recibir insultos y amenazas y de haber hecho lo que consideraba correcto por mi parte, sentí que necesitaba ayuda o eso no iba a parar. Cada borrachera, cada día malo, cada fracaso, le iba a llevar a desquitarse conmigo: la causa de todos sus males.
Fui a la policía, sin saber muy bien qué iba a decir. Cuando llegué me preguntaron el motivo de mi visita, les conté brevemente lo que me estaba pasando. Me preguntaron: “¿Esta persona, ¿es su pareja o expareja?”. “Sí”, le respondí. “Pues espere aquí que bajará alguien a buscarla”.
Al cabo de unos minutos apareció un chico joven que me subió a su destartalado despacho. Me pidió que le contara la historia y se la conté, a ratos indignada y a ratos riendo: me parecía ridícula la situación a todas luces.
Le enseñé los mensajes y me dijo: “Debemos hacer un parte y seguramente el juez quiera solicitar una orden de alejamiento”.
Firmé el parte y, al poco tiempo, me llamó un funcionario del juzgado para citarme a declarar. Justo quería que fuera a declarar un día que yo estaba fuera de isla, eran mis vacaciones. El funcionario, y no me olvidaré nunca, me dijo: “¿Y a usted le parece normal irse de vacaciones después de haber puesto una denuncia?”.
Ese es el trato exquisito que tuve en el juzgado de violencia doméstica, de género, superfragilística o como se llame.
Tras camelarme a ese buen funcionario, me concedió hablar con el juez para posponer la declaración, por su gracia y obra.
Fui a declarar ante el juez, una secretaria judicial (creo que así se llaman) y el fiscal. Me hicieron varias preguntas relativas a los hechos, y algunas más subjetivas por parte del fiscal, de las que recuerdo especialmente una: “¿Por qué crees que este chico te está haciendo esto?”
En ese momento le hubiera respondido que mejor preguntárselo a él. No conocía, y no conozco a día de hoy, motivo alguno para acosar de esa manera a alguien. Sin embargo, no quería vacilarle al fiscal y le dije mi opinión: intentaba llamar mi atención a toda costa. Y eso era lo que me preocupaba: ahora que no podía llamarme ni escribirme, sentía que en cualquier momento lo tendría en la puerta de mi casa o de mi trabajo.
También me preguntaron si temía por mi seguridad, les dije que no. No temía por mi seguridad porque no le veía capaz de nada en el cara a cara. Mi imagen de él es la del chico llorando y cargado como un sherpa.
En cuanto a las pruebas, los mensajes, había que hacerlos constar oficialmente y, para ello, había que hablar con una señora cuya oficina estaba a escasos metros de la mesa donde me tomaban la declaración. Al hablar con ella quedé estupefacta del siglo en el que vivimos judicialmente. “Las capturas de pantalla no son pruebas”. Me vi en la situación de explicarle que cuando uno bloquea a alguien en FB deja de poder ver sus mensajes en la red. Y lo único que te queda son los pantallazos que continuamente me llagaban de amigos a mi móvil (mira tu ex lo que ha vuelto a decir…).
Finalmente se adjuntaron mis sms y mis whatsapp, pero no mis pantallazos. En fin, con eso era más que suficiente.
El juez, con todo eso, me dijo muy magnánimo que deseaba hablar con la otra parte (el demandado) antes de pedir la orden. No pude estar más de acuerdo, en realidad eso era lo único que yo quería, que alguien le explicase claro y conciso que eso que él estaba haciendo no se podía hacer. Y punto. No quería nada más.
Le di todos los datos que conocía de él: número de teléfono, DNI (lo tenía de algunos viajes que habíamos hecho juntos), domicilio y dirección y teléfono de donde trabajaba.
Los días siguientes fueron muy angustiosos.
Hay algo que creo que a mucha gente se le escapa: me llevó meses ir a la policía porque cuando lo haces tienes la posibilidad de que la situación, en lugar de mejorar, empeore. Y te asaltan muchas dudas, muchos escenarios hipotéticos. No me quiero imaginar cómo será para una persona que teme por su vida.
Al cabo de un tiempo me contactaron para decirme que no encontraban el susodicho, pregunté y resulta que lo estaban buscando en una vivienda en la que hacía años que no vivía ni él ni nadie. Les insistí en los datos que yo misma les había proporcionado. Su teléfono, su dirección, su trabajo. A todo esto me habían proporcionado un abogado de oficio que, a partir del tercer email, dejó de responderme.
Periódicamente me llamaba un policía, cada día uno diferente, para preguntarme cómo estaba la situación y si había empeorado en algún sentido, además de informarme de que no habían sido capaces de encontrar al demandado. La realidad es que, desde el día que puse la denuncia, este chico nunca más volvió a contactar conmigo. Cuanto más tiempo pasaba, más dudas tenía de si quitar la denuncia, si iba a ser peor el remedio que la enfermedad. Pero decidí firmemente no quitarla, y a día de hoy, si no está archivada, ahí sigue.
Hace un año y medio desde que la puse. Me encuentro a esta persona por la calle entre una vez al mes y una vez a la semana. Todos sabemos dónde trabaja, dónde vive, por dónde se mueve. Pero la policía no ha conseguido encontrarle.
He vivido numerosas situaciones en las que he tenido que irme de donde estuviera, por muy bien que me lo estuviera pasando, por estar esta persona en el mismo recinto (y verle las intenciones de liarla). Este verano pasado se me sentó a mi lado dispuesto a hablar conmigo con una amplia sonrisa en su cara. En cuanto lo vi salté como un resorte y me tuve que ir de un evento por el que había pagado 30€ de entrada.
Yo no sé si esto lo va a leer alguien, sí sé que hay muchas posibilidades de que la persona que lo lea se sienta identificada con la historia. He conocido muchos casos parecidos, de personas de toda índole y edad.
Desde luego habrá casos más o menos graves. Pero un año de acoso con amenazas explícitas, con humillaciones públicas y chantajes me parece grave. Y que un procedimiento no se pueda llegar a cerrar nunca porque la policía no da con un ciudadano para llevarlo ante un juez a declarar me parece grave.
Mi deseo es que no se banalice más el tema de las denuncias, que no se repitan mantras alejados de la realidad, como que una mujer denuncia amenazas que se inventa sin pruebas y tú, automáticamente, pasas la noche en el calabozo, como mínimo. Porque no es la realidad.
Critiquemos las leyes con solidaridad hacia las víctimas. Las víctimas no tienen culpa de las leyes que se promulgan y, muchas veces, esas leyes tampoco están dotadas de herramientas para llevarse a cabo.