Un fantasma recorre España: el fantasma de las ferias medievales que llenan pueblos y ciudades con sus puestos de madera, sus vendedores vestidos de monjes, caballeros o campesinos, su paja en el suelo y sus mercancías que van desde juguetes de madera, frutos secos garrapiñados y algún pan que dice ser artesanal. Hoy quería que me acompañarais a un mercado medieval de verdad para comprobar cuánto hay de real en lo que en pleno 2017 nos venden como tal.
Si nos metieran en una máquina del tiempo y aterrizáramos en un mercado medieval del siglo XIII, lo primero que nos llamaría la atención sería el mal olor. En la Edad Media no solo no había manera de conservar fresca la mercancía cruda (más allá de llevar vivos los animales hasta la venta) sino que tampoco las calles donde se ubicaban las tiendas eran un dechado de higiene y salubridad.
Una vez recuperados de la impresión olfativa, no podríamos dejar de notar los gritos de todos los comerciantes intentando “colocar” sus productos. En el poema de Guillaume de Villeneuve “Los gritos de París” se recogen algunos de los más llamativos del siglo XIII en dicha ciudad, como “tengo buenos quesos de Champagne y de Brie”, “pescado de Bondy”, “pasteles calientes, tartas calientes, ¿quién quiere” o “anguilas a buen precio”. A los gritos de comerciantes había que sumar las voces de los músicos y actores que han acudido a él y reclaman la atención de los transeúntes y por supuesto de los mendigos.
Villeneuve se lamentaba en el poema de que se arruinaría si comprara una muestra de cada y que no podía dejar de gastar, como buen comprador compulsivo que era. En una ciudad como podía ser París en aquella época, las ocasiones de comprar eran numerosas, ya que había tiendas permanentes y comerciantes especializados a los que acudir en caso de necesidad. A esta oferta se sumaban los vendedores ambulantes que recorrían sus calles y por supuesto las ferias y mercados periódicos en los que sus habitantes y los de los pueblos cercanos podían adquirir lo que necesitaran.
En pueblos más pequeños, sin embargo, las ventas se veían limitadas a mercados semanales, casi siempre de productos locales, en los que los campesinos podían comprar o intercambiar artículos de primera necesidad. Si tenían que adquirir algo más especializado o importado no les quedaba más remedio que acudir a una ciudad o esperar a que el vendedor ambulante pasara por su zona.
Qué se podía comprar en un mercado medieval
El “catálogo” de mercancías que se podían comprar en un mercado medieval era bastante variado, y pasaba desde alimentos como carne, pescado, frutas o verduras sin olvidar materiales como pieles o telas y objetos más elaborados como cerámicas, artículos de hierro o utensilios. Como hemos dicho, en estos mercados (pero sobre todo en las ferias) se podía vender género vivo, como gallinas, ovejas o vacas que luego eran destinadas para la ganadería o para la cocina. Los precios más altos solían corresponder con los artículos importados como aceite, vino, sedas, lanas finas, perfumes o especias.
Las autoridades municipales velaban por que la calidad de los productos que se vendían fuera buena (dentro de sus posibilidades) y en ciudades alejadas de la costa como París exigían que el pescado fresco que no se hubiera vendido en una jornada fuera desechado para evitar problemas. Los pescaderos solían, en esos casos, cortar a trozos el género que les quedara y lo echaban al río a pedazos para evitar que nadie los recuperara.
Los gremios especializados se aglutinaban en ciertas calles, de las que en muchas ocasiones nos ha quedado el nombre en el callejero y podían vender sus productos directamente en sus talleres. Esto sucedía con carpinteros, orfebres y sastres que tenían sus productos junto al lugar de trabajo.
Los primeros gremios que separaron los almacenes de la zona de tienda, por motivos de higiene, fueron los carniceros y pescaderos. Sus casas se dividían en dos plantas, en la que una funcionaba como almacén, casa o taller y la otra era de venta al público y pronto este modelo fue tomado como ejemplo para las tiendas medievales. En ocasiones la planta superior tenía una trampilla por la que el vendedor se podía asomar si escuchaba las campanillas de que alguien había entrado a la tienda.
Los mercados estables medievales
Además de tiendas como las que hemos visto, en las ciudades solía haber mercados permanentes, que se situaban en lugares céntricos como el ayuntamiento o la iglesia, pero también en las afueras si crecía mucho el número de puestos. Como el tiempo no siempre acompañaba, pronto los gobernantes comenzaron a crear recintos techados para resguardar los puestos.
Primero los construyeron con madera pero después de piedra, como fue el caso de Les Halles de París o The Stocks en Londres. En España tenemos algunos ejemplos algo más tardíos como la Lonja de Palma de Mallorca, la de Zaragoza o la lonja de la seda en Valencia.
Estos mercados combinaban puestos fijos y otros temporales y eran un lugar de encuentro y circulación de noticias para la ciudad. Dentro de ellos había incluso puestos de “comida rápida” como guisos, dulces o carnes cocinadas pero también tabernas y lugares donde los comerciantes podían dormir si así lo querían.
Como los mercados eran los lugares de reunión más comunes en aquellos años (aparte de las iglesias) era muy común que los actores, músicos y titiriteros eligieran sus alrededores para instalar sus carromatos y para deleitar a la audiencia con sus representaciones. Era una buena oportunidad para reunir a muchos espectadores y ya tenían a mano su dinero para pagar por el espectáculo.
Para completar la foto de cómo se vendían mercancías en la Edad Media, no podemos dejar de mencionar las grandes ferias que se celebraban periódicamente en las ciudades. En París en el siglo XIII existían tres: la de Champeaux, la de Saint Germain y la de Lendit, que duraba catorce días en junio y era la más famosa de todas. En ellas, el rey obligaba a todos los mercaderes parisinos a participar.
Esto era un negocio redondo porque, para participar en la feria, tenían que pagar una cantidad para ocupar ese espacio. Además debían pagar al rey su parte de impuestos y además, si venías de fuera, era posible que tuvieras que pagar algunas monedas extra para poder entrar en la ciudad.
Normas en los mercados medievales
Ya hemos visto algunas de las normas que atañían a los mercaderes medievales, pero cada ciudad tenía las suyas, que solían ser entre 40 y 70. Una muy común era que cada comerciante era responsable de mantener limpia el área frente a su puesto, o que no se podían dejar tener caballos atados en el mercado (sueltos tampoco, pero a nadie se le ocurría dejar un caballo suelto).
La picaresca era bastante común en esta época pese a las normas, y los comerciantes podían mojar sus existencias de pimienta para que pesaran más, a la par que conseguían que se pudriera con más rapidez. Hay registros de panaderos que cocinaban sus panes con piedras dentro para llegar al peso legal, ya que el precio solía estar dictado por el gobierno. Y también era bastante común recibir quejas porque la carne vendida está podrida, porque el vino que venden ya se ha avinagrado o porque el pan está mohoso.
Si pillaban a un comerciante en una de estas malas prácticas (y no le caía especialmente bien a las autoridades) lo normal es que acabara en la picota, donde los asistentes al mercado podían tirarle barro, basura o comida podrida. Las autoridades prohibían expresamente que les lanzaran piedras u objetos punzantes.
Si os interesa el tema, me ha gustado mucho leer este artículo mientras me documentaba. Y el libro de Robert Fossier sobre la gente de la Edad Media es muy interesante, aunque demasiado centrado en París.
La foto inicial es el Buen Gobierno de Lorenzetti.