Cómo entré en una secta

Hace unos días me dejaron un flyer en el coche con una oferta irrechazable: un año de gimnasio por 360 euros, que viene a ser lo que me cuestan 6 meses en el mío. La inflación me llevó a probar algo nuevo.

Fui a informarme y me atendió un tipo hipermusculado con camiseta de tirantes que me intentó colar una inversión de una criptomoneda llamada ProteinChain en el pack de matriculación, pero no piqué. Decidí ser constructivo y pasarlo por alto.

Una vez firmada la matrícula, el tipo sacó una bolsita de proteínas en polvo Whey sabor cocaína, volcó una buena cantidad, la presionó con una tarjeta de crédito del Decathlon e hizo dos grandes rayas. Me dio miedo rechazar esto que, a todas luces, parecía un ritual de bienvenida, así que me tuve que meter una. Salí del gimnasio con unas ganas terribles de ser mi propio jefe que no se atenuaron hasta pasadas unas horas, desgraciadamente no lo suficientemente rápido como para evitar darme de alta de autónomos.

Al día siguiente acudí por primera vez al gimnasio y comencé a entender lo económico de la oferta: todas las salas tenían overbooking. Mirases donde mirases había ávaros protohormonados utilizando compulsivamente bicicletas, cintas de correr, pesas, aparatos hidráulicos... uno debía de estar muy hábil y despierto para meterse en el lapso de unas décimas de segundo.

En las zonas más demandadas se producían violentas peleas entre los clientes para poder usar los aparatos y dos mujeres de la limpieza iban de máquina en máquina limpiando las salpicaduras y charcos de sangre.

Durante los primeros 20 minutos pude asistir, en la sala de piernas, a dos luchas a vida o muerte por la máquina de sentadillas rumanas. La gente se arremolinaba alrededor y hacían apuestas con dinero y anfetas, que en ese microuniverso vigoréxico, son consideradas monedas de curso legal.

Perdí 172 euros pero gané dos anfetas pep pills que, me informó un policía nacional que hacía dominadas, son maravillosas para afrontar los ejercicios más anaeróbicos los días de abdominales.

Otras de las cosas que me impresionó fueron los gritos de los usuarios mientras realizaban los ejercicios. Se competía por dar el grito más potente, de hecho el gimnasio había colocado medidores de decibelios en todos los aparatos y un enorme monitor iba recogiendo los registros de los usuarios. Al terminar el año, el grito más potente y desgarrador recibía una operación de alargamiento de pene en Corporación Dermoestética.

Ante el overbooking en la sala de piernas, decidí entrar a una de esas clases con siglas extrañas, llamada DYL, que resultó significar: Dance for Your Life y que no era más que una dinámica de supervivencia a vida o muerte bailando bachata, muy de moda en los Estados Unidos. La clase era durísima, así que decidí tomarme las anfetas. Tras 45 minutos en los que perdí una uña y me fisuré la clavícula, conseguí huir por una de las ventanas, utilizando la cabeza de uno de los monitores como ariete. En el transcurso de la clase pude hacer algo de networking con el comercial de una empresa de cerrajería, pero acabó muriendo de un infarto de miocardio.

Al ir a las duchas descubrí que el acceso a las mismas no estaba incluido en mi bono y que para utilizarlas, debía de comprar unos bonos de un negocio multinivel llamado PYRAMYD. Estaba lleno de sangre, así que no me quedó otra que desembolsar 100 euros por 4 minutos de ducha sin derecho a agua caliente (PACK DUCHA SPARTAN).

Me fui directamente a casa con una hemorragia interna, un ojo amoratado, dos huesos fisurados, 420 euros menos, la posible implicación en un asesinato y con la absoluta convicción de que el dolor es temporal pero el orgullo es para siempre.