Nací en Madrid. Podría haber nacido en cualquier parte de España, pero me tocó aquí, y aunque en mi juventud adoré esta ciudad por reunir bastante cultura y muchos puntos de vista, mis viajes me demostraron que había grandes ciudades con similares o superiores capacidades. Barcelona fue una de ellas, y el impulso catalán por defender su cultura, no desde la sardana, sino modernizando su comunidad autónoma, -aquí pueden empezar los gritos por no llamarla país- me admiraba a tal punto que durante un tiempo aspiré a aprender catalán. Claro que yo quería estar en la región más europea de España, sede de importantes empresas, adalid del diseño, etc.. Luego llegó la realidad. El pueblo catalán, su empresariado, sus iniciativas sociales, adolecían de esa concepción tan profundamente española según la cual nosotros, un grupo cualquiera, somos mejores que todos los demás. Eso nos lo echan también mucho en cara mucho en la América Hispanohablante, el gallego invasor, el español genocida. Sin percatarse de que en el fondo, ellos también, están siendo profundamente españoles. Firmes creyentes en que su lengua o su modo de hacer les otorga una superioridad moral mayor que la de todos los pueblos de la Tierra. Nos falta ser judíos para que tengamos el marchamo de pueblo elegido por Dios, y esta soberbia está tan presente en Cataluña como en el más remoto pueblo de la meseta central. La heredamos además de una dictadura que hablaba de imperio -como si aún quedara algo- o de cruzada -¿la Edad Media al fondo a la derecha?-. No iba a ser a la izquierda, claro.
Toda esa superioridad tiene siempre un fin, que es excluir al ajeno y crear redes de apoyo entre quienes tienen un rasgo de identidad. En ese sentido, el idioma es una cerradura poderosa, y creo que no está en cuestión que expandir una empresa en Cataluña o ser funcionario allí resulta imposible sin dominar su idioma, y por tanto su cultura. Eso deja fuera a muchos españoles, o dificulta su entrada sin asociarse a un local, y da una ventaja a los nacidos y educados allí. Posiblemente no haya nada que objetar, pues está en nuestra Constitución, y más importante en nuestra esencia ser una nación de naciones. Aunque aún no hayamos sabido decidir qué demonios significa eso. El problema es el otro, el que vimos desde fuera de Cataluña los que ya tenemos unos años. CIU y Jordi Pujol a su cabeza eran la llave de los gobiernos en minoría del PP y del PSOE, y a cambio de gobernar, esos partidos tan defensores del estado daban más y más concesiones al nacionalismo catalán. No confundir con el independentismo. El mensaje a su pueblo era claro, los catalanes iban teniendo más y más derechos, más independencia, y profundizaban en sus ventajas frente al resto de españoles. Me refiero a la ventaja de tener una región y un idioma que te pertenecen en exclusiva, con todo lo bueno y malo. Casi resulta lógico que varias generaciones de catalanes crecieran o maduraran pensando que esa dinámica creada por Jordi Pujol tenía que seguir reproduciéndose legislatura tras legislatura. De ahí a la nación propia, a la República Catalana, en realidad solo hay un paso intelectual. El problema, desde fuera, es que ese paso no se da nunca, o nunca acaba de darse. El resto de españoles vivimos en un cansancio infinito, que propició Pujol, quien pedía más y más, y el pueblo catalán para quien nunca parece ser suficientes las concesiones. Zapatero les dio un estatuto, que quizá hubiera puesto paz, y al PP no le pareció constitucional, y así seguimos prolongando el conflicto. Si bien creo que el estatuto de Zapatero, respetado íntegramente, le hubiera seguido tarde o temprano la exigencia de ser independientes. Y con ello nuestro cansancio. La de una parte de nosotros.
Podemos hacernos cargos de que Cataluña sufre, que el reparto de impuestos no es justo, que necesitan más autogobierno. Sinceramente, a estas alturas comienza a darme lo mismo. Siéntese y discutan, políticos catalanes, y políticos del Parlamento y del Senado. Pero cuando lo hagan, terminen de una vez. Porque en ese hastío, en ese infinito cansancio que es Cansaluña, somos muchos los que, compartiendo idéntica Constitución, y de momento el mismo país, necesitamos más espacio para los problemas del resto de la nación. Especialmente ahora. Mientras ustedes juegan a repúblicas, gobiernos en el exilio y demás movidas, y los otros catalanes salen por primera vez a las calles con banderas españolas -dando la sensación que el pujolismo sí les confortaba- la sanidad de todos, la educación de todos, las pensiones de todos, parecen estar yéndose por los desagües. Mientras la hartura nos rebosa ya por las orejas hasta el punto de haber aprendido a entender en parte el catalán a fuerza de escucharlo en todas las radios y televisiones, semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Cansan ustedes mucho. Y mientras cansan tenemos, dicho al modo castizo, la casa sin barrer. Espero que sepan al menos que todos los demás, también, sufrimos. Nosaltres també sofrim molt, cansalans.