Mis compañeros no entienden por qué no cago en el trabajo. La explicación es una de las historias más traumáticas que he vivido. Y es esta:
En una ocasión de mi vida, en Barcelona, trabajé en una agencia enorme, que compartíamos con la Asesoría Jurídica de los Servicios Centrales de La Caixa y donde se producía una curiosa, pero lógica circunstancia: nadie cagaba en su propia planta.
Acuciados por la vergüenza de coincidir con alguno de tus compañeros al regresar de cagar o de que se encontrasen luego con todo el perfume de tus deposiciones, una centena de idiotas salíamos de expedición a la búsqueda de una cagada cálida, tranquila pero, sobre todo, anónima.
En una ocasión llegué a subir a la planta 12, la Dirección de La Caixa, y pude comprobar que en lo tocante a algo tan universal como cagar, la lucha de clases también se ha perdido. No os podéis ni imaginar la extraordinaria experiencia que es cagar en wcs japoneses con chorro de limpieza masajeante. Una experiencia más adictiva que la heroína porque después de eso, el papel higiénico se siente como limpiarte con papel de lija mojado en sosa cáustica. Pero era demasiado arriesgado, podía pillarte alguno de los conserjes, aunque no negaré que al placer de una cagada en un WC de extralujo, sumar el placer del delito la hacía aún más disfrutable.
Era frecuente ver a abogados y publicistas, que no conocías de nada, entrar a tu planta con periódicos y revistas bajo el sobaco, mirando al suelo y dispuestos a dejar un souvenir en los inodoros de tu departamento. Pasado un tiempo, hasta las caras se te hacían familiares.
Mi lugar de trabajo estaba en la planta 3 y tras unos meses de búsqueda, descubrí que el departamento de marketing directo (planta 9), recién estrenado, solo contaba con dos trabajadores y tenía 4 baños preparados para cuando se ampliase la plantilla de una sección aún en ciernes, por lo tanto, su afluencia era escasa y ninguno de los de mi departamento se atrevían a emprender expediciones tan largas.
Había encontrado el WC perfecto, mi nuevo Edén anal.
Un día, mientras hacía un perfect, una voz me habló a dos baños de distancia. Al principio me resultó chocante, pero poco a poco, lo que comenzó siendo incómodo, se transformó en una entrañable disquisición sobre las toallitas como vanguardista irrupción, llamada a borrar para siempre al papel higiénico de nuestras vidas (aún no sabíamos del enorme daño medioambiental de las primeras).
Los inodoros estaban lo suficientemente lejos como para que los ruiditos se hiciesen demasiado evidentes y además, el hilo musical, firme pero no invasivo, ayudaba a tamizarlos.
Al principio conversábamos de estas "expediciones marrones" (así las llamábamos, porque no tardamos en desarrollar un lenguaje cómplice entre los dos, como ocurre con esas parejas sentimentales que acaban durando).
Departíamos de la maravilla de cagar en la planta 12 (él también se había atrevido a probarlo, lo cual nos unió más), de fútbol y otras naderías tan rutinarias como agradables.
Con el paso del tiempo, aquellas conversaciones se repitieron más en el tiempo y de forma orgánica e inconsciente, logramos sincronizar nuestras cagadas milimétricamente: yo entraba a cagar a las 12:03 y justo a las 12:04 entraba él. Como yo soy más rápido cagando, salía siempre antes que él, a las 12:11. Nunca nos veíamos la cara, respetamos siempre esa sagrada, instintiva e inexplicable regla, y eso ayudó a establecer entre nosotros una singular camaradería.
Era emocionante, era carcelario, era entrañable, era mágico. Y a mí, atrapado en la rutina de una viuda y una ciudad que no me hacían felices, me pareció un suceso extraordinario.
El hecho de no vernos las caras provocaba una curiosa ventaja: como el que va a confesarse al cura, protegido por la rejilla del confesionario, surge una extraña pero inquebrantable confianza que te lleva a contarle todo a tu interlocutor y de esta manera hablamos de nuestros problemas conyugales, de nuestro pasado, de nuestros traumas e incluso de nuestras visicitudes sexuales. Recuerdo como si fuese ayer un lunes en el que llegamos a llorar juntos, sincerándonos sobre cosas que no tiene sentido contar aquí. No os imagináis lo que puede dar de sí una conversación de 7 minutos.
Tras las Navidades de 2005, regresé presto a mi primera cagada del año 2006. Nunca he tenido tantas ganas de volver de unas vacaciones.
Llegué a mi hora y nada. Mi compañero no aparecía. El martes, tampoco. El miércoles...silencio. No acepté lo inevitable hasta que pasaron 3 semanas. Mi colega de cagada, ese chaval con el que estuve casi medio año compartiendo mis alegrías y mis penas, mis sueños y pesadillas...se había esfumado. No podía creerlo. ¿Jamás volvería a escuchar aquella voz?
Estaba muy frágil, me quebré como un cristal. La noche del decimosexto día cagando solo en aquella novena planta, me rompí en mil pedazos. No podía parar de llorar y, por vez primera, fui consciente de la terrible soledad que me rodeaba en aquella gran urbe, extraña y fría y en un trabajo que, muy en el fondo, odiaba.
A la mañana siguiente algo ocurrió en mí: la tristeza dejó paso a la ira. ¿Quién se creía ese miserable? Abandonarme así, dejándome solo, desnudo, roto.
Tomé una decisión: lo encontraría. Recorrí cada departamento, agudizando el oído, estaba seguro de que acabaría hablando y podría atraparlo. ¿Qué haría si lo encontraba? No lo sé. ¿Abrazarlo? ¿Agredirlo? No tengo ni idea...estaba fuera de mí. Cada cagada en el trabajo era un puñal en mi alma. Comencé a desatender mis tareas en mi departamento...me pasaba horas paseando por las diferentes plantas y wcs del edificio. Llegué incluso a espiar a los de mantenimiento y acosé a los guardias del parking subterráneo. Mi prometedora carrera como copywriter se perdía empujado por las aguas de la cisterna de mi obsesión.
Los fines de semana solo bebía y bebía y cada vez que iba a cagar no podía evitar llorar y llorar. Entré en una espiral autodestructiva y en marzo de 2006 me despidieron de forma fulminante. Lo cual, en realidad, acabó siendo un alivio.
Avisé a mi casero de que regresaba a Murcia, hice mis maletas y empaqué mis pocos enseres con una sensacion de paz que no sentía desde hacía ya, demasiado tiempo.
Mientras esperaba el tren, entré a desayunar. El bar de la estación estaba vacío, cogí un periódico, y con el telediario de TV3 de fondo, me pedí un cafe con leche y unos churros. Cuando daba el último sorbo a mi café, algo increíble sucedió. Ahí estaba. ERA SU VOZ. NO PODÍA SER. Escupí el café sobre la mesa.
Giré mi cabeza para ver de donde provenía la voz. ¡No había nadie! La volví a escuchar...alcé la mirada y no me lo podía creer. ¡Estaba en la televisión! ERA ÉL. ¡Con cara, con pelo, con ojos!
Mi compañero de cagada, mi ALMA GEMELA, se presentaba como candidato a la presidencia de la Generalitat. Casi vomité los churros.
Por fin, por primera vez, pude saber su nombre. Y en aquel momento entendí que nunca más volvería a cagar con él.
Acuciado por el mal café, me dispuse a cagar en el wc de la cafetería, antes de que se me escapase el tren.
Tiré de la cadena y mientras el agua se llevaba mi último truño en Barcelona no pude evitar musitar "Hasta siempre, Albert".