Pero también hay cosas malas.
Recientemente he escuchado que no sé quién había matado, no sé cómo, a otro en no sé dónde. Bueno, el dónde sí lo sé: Barcelona. ¿Dónde si no? Esas estrechas calles del Gótico, color café y bisonte, donde se perfuman de orina las fachadas de lo que antaño fue cultura, siempre han invitado a ese espectro malquistado que llamamos "delincuente".
Nunca entendí mejor el inicio de la Divina Comedia que cuando me adentré por primera vez en el corazón de esta prostituida ciudad.
"¿Coke? ¿Beer? ¿Coffee shop?" Al principio, siempre abría las puertas a la interactuación y respondía con un cordial "No. Muchas gracias". Una cosa es que te ofrezcan cerveza refrescada en un sumidero y otra es ser maleducado; como mínimo, un agradecimiento por la invitación.
Con el paso del tiempo, pronto esas voces de inmigrantes de Karachi perdieron protagonismo y pasaron a ser parte de la orquesta sinfónica de la ciudad, compuesta por gritos de alcohólicos, extranjeros extasiados y nativos incitadores. Formaba todo parte de una extraña pintura que, para alguien de provincia, era imposible evitar. Pronto decidí adentrarme en ese teatro y convertirme en una pieza más de esta turística Gomorra. Pero eso para otro día que esté inspirado.
Sin embargo, ahora que el turista está ausente y los borrachos tienen prohibido salir, se hace más evidente (si cabe) que Barcelona es una ciudad insegura. Y no hablo sólo del Gótico o del Raval. Es muy fácil creerse la fantasía de que solo los barrios más vetustos esconden en sus esquinas la definitiva estocada de un puñal.
Horta, Gracia, Sarrià. Ya no son barrios seguros. Quizá, ninguno lo es. Incluso en el mío, Pedralbes, donde vivo gracias a mi increíble cantidad de dinero, empieza a escucharse el metálico suspiro de una navaja afilándose.
No sé de quién será la culpa, pero se la echaré a aquellos que piensen diferente a mí. Como todos.