y con ello no quiero decir que sea un rasgo inherente a su identidad como tal en un sentido histórico, sino que es lo que de él sospecho que pervive en forma de mito en el imaginario colectivo, y la razón por la cual cabe esperar que siempre halle adeptos, es el de la traslación del imperativo biológico de acendrar lo que está constitutivamente enfermo (o es superfluo hasta lo insostenible, sea esto último considerado condición que valida a la primera [y, por ello, en cierta medida tautológico] o no) a cualquier precio en pro de la pervivencia, o bien de un subsistema de amplitud superior a la individual, o bien de un paradigma cuya previsible pronta extinción sea considerada odiosa e ilegítima por tenerse por dirigida, en términos interpretados contextualmente como belicistas que no se distinguen de forma marcada de los planteamientos de la dialéctica, al ámbito de la moral, y su aplicación sistemática, industrial, no únicamente hacia los entes orgánicos, sino hacia la cultura y sus constituyentes.
En esencia, la admiración hacia lo que sostengo que es quintaesencial del nazismo, plenamente absurda por multitud de otros aspectos que, por evidentes, no merece la pena explorar, equivale en cierto modo a la delirante actitud rogatoria que exhiben algunos enfermos terminales en presencia de sus cuidadores, a quienes solicitan el suministro de fármacos que reúnan las aparentemente irreconciliables condiciones de ser al mismo tiempo dañinos y con efectos apenas tolerables, y operar como panacea que reinstituya la salud e incluso juventud (sea esto último tenido por condición o no de lo primero) de su sufriente consumidor.
El desprecio vitriólico imposible de no experimentar, habida cuenta del hermafroditismo imperante (y elijo esta palabra no únicamente ante la emergencia y expansión de los fenómenos disgenéticos e iatrogénicos actuales, dignos de horror e iracundia en grado superlativo, sino por haber sido una de las cuales en su tratado contra las costumbres de la música de su época empleaba Schönberg para denunciar la decadencia de una cultura) a menudo sólo encuentra una vía de escape en aquello que, por haber sido tan férreamente censurado, se presenta como única otredad, o negatividad, frente a la hidra disgustosa y temible que amenaza con devorar al individuo, y lo hace, si bien no siempre físicamente, sí de modo invariable en términos psicológicos.
Más, aunque el odio y el ansia de combatir la enfermedad, concretizada en la teratocracia que ha sido impuesta para que todo lo que tradicionalmente había sido tenido por de valía sea subyugado por la imposición de la estulticia, lo aberrantemente disforme y lo, en definitiva, siempre entendido como vituperable y dañoso, sean no sólo legítimos, sino incluso muestras de nobleza en un mundo en que hacer alarde de ella es condenado, se ha de entender que el empleo de arquetipos imperfectos sirve únicamente para socavar la efectividad de las estrategias del combatiente.
La lucha contra el horror cotidiano ha de semejarse a la respuesta vital, incontenible, de un sistema inmune operante. A nadie se le ocurriría recurrir a verborrágicas alocuciones para estimular los leucocitos de uno y combatir mejor así a la enfermedad (se tenga o no a este texto como ejemplo de lo que a nadie se le ocurriría), sino que lo que uno perseguiría es el fortalecer lo más posible a su organismo para reúna las fuerzas requeridas para proseguir en la batalla. En estos tiempos de urgencia, aun si se me tiene por fatalista, en los que creo que se ha de aceptar el hecho de que lo razonable es el perder toda esperanza, uno ha de seguir luchando no por fantasías pasadas o futuras, sino por el mero hecho de existir, y ha de oponerse al mal en cada momento y en todas sus formas, al precio que sea, porque la alternativa es la extinción completa.