Una mañana cruzaba de prisa un húmedo helechal, cuando se le presentaron dos guardas armados de escopeta, seguidos de perros y de una bandada de chiquillos. Los perros husmearon entre las hierbas, aullando, pero no encontraron nada; uno de los muchachos dijo:
- Aquí hay sangre.
- Entonces alguien ha cobrado la pieza - exclamó uno de los guardas - . Será este - y abalanzándose a Juan le asió fuertemente del brazo - . ¿Tú has cogido una liebre muerta aquí?
-Yo, no - contestó Juan.
- Sí; tú la has cogido. Tráela - y el guarda le agarró a Juan de una oreja.
- Yo no he cogido nada. Suelte usted.
- Registradle.
El otro guarda le sacó el morral y lo abrió. No había nada.
- Entonces la has escondido - dijo el primer guarda sujetándole a Juan del cuello - . Di, dónde está.
- Que digo que yo nada he cogido - exclamó Juan, sofocado y lleno de ira.
- Ya lo confesarás - murmuró el guarda, quitándose el cinturón y amenazándole con él.
Los chicos que acompañaban a los guardas en el ojeo rodearon a Juan, riéndose. Este se preparó para la defensa. El guarda, algo asustado, se detuvo. En esto se acercó al grupo un señor, vestido de pana, con pantalón corto, polainas y sombrero ancho, blanco.
- ¿Qué se hace? - gritó furioso - . Aquí estamos esperando. ¿Por qué no se sigue el ojeo?
El guarda explicó lo que pasaba.
- Dadle una buena azotaina - dijo el señor.
Se iba a proceder a lo mandado, cuando un chico vino corriendo a decir que había pasado a campo traviesa un hombre escotero, con una liebre en la mano.
- Entonces, no era este el ladrón. Vámonos.
- ¡Por Cristo, que si alguna vez puedo - gritó Juan al guarda- me he de vengar cruelmente!
Corriendo, devorando lágrimas de rabia, atravesó el helechal, hasta salir al camino; no había andado cien pasos, cuando vio de pie, con la escopeta en la mano, al hombre vestido de cazador.
- No pases - le gritó este.
- El camino es de todos - contestó Juan, y siguió andando.
- Que no pases, te digo.
Juan no hizo caso; adelantó con la cabeza erguida, sin mirar atrás. En esto sonó una detonación, y Juan sintió un dolor ligero en el hombro. Se llevó la mano por encima de la chaqueta y vio que tenía sangre.
- ¡Canalla! ¡Bandido! - gritó.
- Te lo había dicho. Así aprenderás a obedecer - contestó el cazador.
Siguió Juan andando. El hombro le iba doliendo cada vez más.
Aurora Roja (La lucha por la vida III), 1904. Pío Baroja.