El antinatalismo y sus precursores

Muchos filósofos han puesto en duda que vivir sea algo deseable, pero solo unos cuantos se han atrevido a llegar a las últimas consecuencias de esta postura y afirmar de forma razonada y rotunda que sería mejor no tener hijos y por tanto no traer individuos a un mundo en el que es probable que vivan situaciones en las desearían no haber nacido. El motivo de que tan pocos pensadores hayan llegado al fondo de esta cuestión y de que sus ideas no sean más conocidas creo que es obvio: son ideas que pocos tienen ganas de escuchar o incluso de pensar (especialmente en una cultura en la que el “pensamiento positivo” es prácticamente obligatorio).

Esta postura es el antinatalismo, es decir, la idea de que tener hijos es siempre un acto egoísta cuyo objetivo es cubrir un vacío en la vida de los padres sin tener en cuenta que es imposible asegurar que el futuro hijo vaya a tener una vida feliz. En otras palabras, la procreación sería un acto carente de ética en el que unos individuos utilizan a otro como medio para conseguir un fin, obviamente sin que haya ninguna posibilidad de pedirle su consentimiento antes.

Más allá de las intuiciones sobre la crueldad del mundo que casi todo el mundo ha experimentado alguna vez (y que probablemente sean uno de los motivos del origen de las religiones), quizá el argumento filosófico más claro a favor del antinatalismo es el del utilitarismo negativo, que podría resumirse en que no hay una obligación moral de traer al mundo a alguien que no existe para que experimente una posible felicidad, pero sí existe la obligación moral de evitar la posibilidad de sufrimiento que implica el engendrar a una persona. De hecho, contradecir la primera parte de esta afirmación supondría sostener que es inmoral no tener cuantos más hijos mejor, ya que estaríamos privando de una posible felicidad a todos los que no lleguen a concebirse.

Objeciones

Inmediatamente suelen surgir objeciones a estas ideas. La primera es el suicidio: si alguien no es feliz o no soporta la vida siempre tiene la opción de suicidarse. Este argumento es criticable por varios motivos, entre otros:

  • En primer lugar no todo el mundo tiene la opción de suicidarse, por ejemplo personas incapacitadas físicamente, lo que deriva en la cuestión de la eutanasia, en la que no voy a entrar.
  • El instinto de supervivencia es muy poderoso, lo que garantiza que, aunque uno tenga la seguridad racional de que su vida no merece la pena, puede no ser capaz de tomar dicha decisión.
  • Normalmente suicidarse no es fácil ni seguro. La posibilidad de fallar en el intento y sufrir secuelas, quedar en peor situación que la anterior o incluso, aunque el intento tenga éxito, morir de forma dolorosa es bastante para disuadir a muchos a menos que estén en circunstancias tan intolerables como para que todos los riesgos mencionados parezcan aceptables.
  • Quizá más importante que las anteriores, que en realidad son debidas al tabú sobre el suicidio que impera en la sociedad (porque en caso contrario, se podría disponer de métodos seguros de eutanasia para quien decidiera suicidarse), es la cuestión del efecto que tiene dicho acto sobre los seres queridos del suicida. Normalmente, el suicidio de un familiar, amigo, pareja, etc., si no es por un motivo muy evidente, como una enfermedad terminal, crea cierto trauma y complejo de culpabilidad en sus allegados, sin olvidar el propio sufrimiento normal de perder a la persona querida. Esto por sí mismo sería un motivo ético más que suficiente para no suicidarse. Si además existen otras personas que dependen en mayor o menor medida de la persona (por ejemplo, hijos, pero en realidad habría que tener en cuenta todo el entorno social), el suicidio a veces ni siquiera entra en la ecuación, por muy desesperado que esté el individuo.

La segunda objeción que suele presentarse al antinatalismo es que llevaría a la extinción de la humanidad en el caso (poco probable) de que todo el mundo se convenciera de que es lo correcto. Por supuesto es así, pero esto no supone ningún problema lógico para los que lo defienden, ya que la existencia de la humanidad no tiene por qué ser un bien en sí mismo, igual que no lo es el nacimiento de un ser humano (Por cierto que esto tiene consecuencias para la llamada “paradoja de Fermi”, aunque sea meternos en terrenos colindantes con la ciencia ficción. Muchos científicos se extrañan de que aún no hayamos sido capaces de detectar señales de inteligencia en el Universo y se han ofrecido diversas explicaciones, algunas bastante peregrinas, a las que se podría añadir la siguiente: tal vez el razonamiento antinatalista ya no se pueda ignorar cuando se llega a un nivel de progreso determinado y que esto provoque la extinción de todas las especies que lleguen a cierto umbral de inteligencia, sea natural o artificial).

Otra objeción que suele hacerse a una visión negativa de la vida en su conjunto es que gran parte de los sufrimientos son evitables, y que se deben a la ignorancia o la maldad del ser humano, que será poco a poco paliada y corregida por el avance de la ciencia y de la cultura. Aparte de que no hay motivos para estar de acuerdo con tal optimismo si no es por el voluntarismo que queramos ponerle, y que la felicidad futura no justifica la desgracia presente, la posición de los antinatalistas es la de un pesimismo esencial, es decir, que la vida tiene un fallo de diseño, no es algo que dependa de circunstancias concretas (pesimismo contingente). Poniéndonos en el mejor de los casos, aunque sólo existiera la más mínima probabilidad de daño o sufrimiento para el ser humano (y estamos hablando de una situación a la que, siendo realistas, nunca llegaremos), se seguirían aplicando los argumentos utilitaristas antes mencionados: no hay ningún motivo para traer a nadie al mundo y sí para no traerlo.

Otra objeción más: según ciertos estudios hay mucha más gente feliz que gente infeliz. Ignorando la cuestión de que incluso gente mayormente feliz ha podido sufrir episodios de sufrimiento insoportable a lo largo de su vida, a esto se podría responder lo mismo que a la objeción anterior. No tenemos ningún derecho a traer a la existencia a personas infelices simplemente porque, de media, haya más personas felices. Evitar el futuro daño, aunque sea de una minoría, debe tener preferencia sobre el intento de satisfacer a personas que no existen, por muchas que sean.

En todo caso, es evidente que los estudios sobre la felicidad de las personas están sesgados en un aspecto: no se puede pedir la opinión de los que ya han muerto, y casualmente la muerte y todo lo que le precede suele ser precisamente la parte más desagradable de la vida (esto recuerda cierta historia, probablemente apócrifa, que relataba el historiador griego Heródoto). Aún peor, según otros estudios los seres humanos tendemos a olvidar con más facilidad lo desagradable que lo agradable, por tanto en retrospectiva nuestra vida siempre parecerá mejor de lo que es.

Precursores del antinatalismo

La idea de que vivir es una desgracia más que otra cosa es muy antigua. Nietzsche, el vitalista por excelencia, da un impactante ejemplo de la presencia de este tema en la tradición griega en su primer libro, El nacimiento de la tragedia:

Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabioSileno, acompañante de Dioniso, sin poder atraparlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: «Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti —morir pronto.»

Sin pretender entrar en demasiadas profundidades, tanto por motivos de espacio como porque requeriría unos conocimientos enciclopédicos de los que no dispongo, la postura de las culturas tradicionales a este respecto está indisolublemente ligada a la religión, y para la mayoría el mundo es “un valle de lágrimas”, como lo es para la religión judeocristiana, aunque esta finalmente promete un final feliz, al menos para los justos, ya que la mala situación del ser humano no es algo inherente al Universo sino que se considera producto de su caída en el pecado. Además, como pasa también con la mayoría del resto de las religiones, aunque su visión del mundo sea muy negativa no llegan al antinatalismo, entre otras cosas porque eso supondría enmendarle la plana a Dios, que si nos creó no sería para que nos dejáramos extinguir voluntariamente, y a efectos prácticos porque una religión que pidiese a sus fieles que no tuvieran hijos tendría serias dificultades para expandirse.

No obstante, también hay que decir que han existido sectas gnósticas (algunas de ellas dentro del cristianismo, aunque serían consideradas herejías por la Iglesia, y otras fuera, como el maniqueísmo), que tenían una posición al menos ambivalente respecto a la procreación. El gnosticismo, o algunas de sus variantes, sostiene que el creador del mundo no es el verdadero Dios, sino un demiurgo imperfecto o incluso perverso que mantiene aprisionadas a las almas en la cárcel de la materia. Desde este punto de vista, es fácil de comprender que la postura de algunas sectas gnósticas respecto a la procreación no era nada positiva, ya que suponía traer almas inocentes a un mundo de oscuridad.

Pero quizá la religión para la cual la cuestión del sufrimiento en el mundo tenga una posición más central en su doctrina sea el budismo. El contraste para la mentalidad occidental es curioso, ya que las religiones con las que estamos más familiarizados ofrecen una esperanza de que la persona pueda sobrevivir a la muerte. La esperanza que ofrece el budismo es justo lo contrario, la de escapar a un ciclo interminable de vidas, con el sufrimiento que ello implica. Curiosamente, esto no lleva a una prohibición de tener hijos, ya que consideran que la vida humana es la más propicia para alcanzar la liberación, y la extinción de la raza humana no supondría el fin de las reencarnaciones en otros seres. De todas formas, el ideal de vida budista es el del monje, que por supuesto implica celibato. Muchas sectas hinduistas comparten estos presupuestos, pero, a diferencia del budismo (que no cree en el alma ni en la relevancia de una divinidad), consideran que el alma es una parte de la divinidad y que terminará reintegrándose en ella, por lo que el problema del sufrimiento no es la base de su credo.

En cualquier caso, por los motivos indicados (expansionismo, justificación de la Creación, promesa de un mundo mejor, …) y aunque a veces se acerquen en sus postulados, las religiones no suelen negativizar de forma absoluta la existencia ni predicar el antinatalismo, por lo que esta tarea ha recaído en los filósofos, o al menos en una pequeña minoría, ya que, como sugería Nietzsche cínicamente, los filósofos suelen encontrar argumentos para sostener aquellas ideas en las que creían previamente, y pocos seres humanos quieren plantearse, en palabras del antinatalista y escritor de terror Thomas Ligotti, que el Universo es “malignamente inútil”. Tales ideas son un producto con pocos clientes potenciales, y pocos intelectuales están dispuestos a “vender” un producto así.

Continuará (si se tercia)...