¿Recuerdan aquellos momentos cuando el mundo era más tranquilo? En mi caso encuentro algunas dificultades y no me atrevería a aseverar si esa dulzura en mis pensamientos se debe más a la nostalgia propia de la niñez que a la del juicio prudente. Espero que sepan disculparme que no me deshaga de mis experiencias, puesto que a poco más me puedo agarrar.
Sea como fuere, se me vienen a la mente tardes veraniegas de terraza y cerveza, domingos de parques, y vacaciones ocasionales de bocadillos y táperes. La vida era tranquila, con sus penalidades, por supuesto, pero al menos se contaba con la seguridad que da la vivienda en propiedad y el confort del que se sabe esperado en el dormitorio conyugal.
También recuerdo — si no me engañan, de nuevo, mis pensamientos — una sociedad más inclinada a la vida privada y familiar, alejada de todo lo político. El trabajo secuestraba buena parte de las horas del español medio, pero dentro de los estrechos márgenes que bien tenía a dejarles aún había tiempo para el escapismo y el ocio.
Los productos audiovisuales tenían más de película que de tertulia política. Tengo especial cariño a películas como Cinema paradiso, Cadena perpetua o Forrest gump. En España, con presupuestos más estrechos, se emitían series como Farmacia de guardia o Médico de familia; en las casas españolas faltaban no pocas cosas, pero siempre podíamos entretenernos con las cuitas de Lourdes y Adolfo. En aquellos tiempos, la televisión y los periódicos escapaban de la privacidad de las personas y se dedicaban a aquello para lo que habían sido creados. Informar y aliviar de las fatigas del día a día.
Y un buen día llegó la crisis. En ese instante, alguien, en algún momento y en algún lugar, consideró buena idea convertir todo en un campo de batalla político y asaltar, el hasta ahora puro, espacio privado. No sabría explicar muy bien el porqué, pero ya saben «a río revuelto, ganancia de pescadores»; algo de eso debe de haber.
La guerra no ha remitido y hasta se intensifica. La política ocupa ahora el centro de todo debate, todo producto, toda conversación. Vivir en una trinchera acosado por el fantasma del enemigo que nunca llega se soporta un rato, más se hace insufrible. Como no les parece suficiente dominar a la población adulta, ahora amplían el conflicto a los niños. La nueva ley educativa está llena de dogmas y credos preparatorios para la futura tropa. Ellos serán los soldados del mañana.
En Geografía e Historia se necesita:
«[…] una actitud de vigilancia ante cualquier amenaza o cuestionamiento que no se enmarque en el contexto de los procedimientos democráticos que ella misma incluye para su reforma, además de instar al ejercicio de la mediación en pos de una gestión pacífica de los conflictos.»
También se requiere:
«Interpretar desde la perspectiva del desarrollo sostenible y la ciudadanía global […] valorando la contribución del Estado, sus instituciones y las asociaciones civiles en programas y misiones dirigidos por organismos nacionales e internacionales para el logro de la paz, la seguridad integral, la convivencia social y la cooperación entre los pueblos.»
Se podrían poner más ejemplos, pero no quiero atenazarles el espíritu más de lo necesario. Con todo esto, tengo la sospecha de que lo que buscan es producir generaciones enteras sumidas en el miedo y la inseguridad constante; instaladas en el conflicto permanente y atemorizadas por un horizonte angustioso que, como una profecía, nunca llega, pero siempre asoma; autómatas que tengan por únicas armas la indefensión aprendida y el carnet del partido. Para tales fines, el mensaje de la ley está lleno de referencias a desafíos, luchas, discriminaciones, víctimas y victimarios. Es asfixiante.
Y esto es perjudicial. En niños y adultos. Como consuelo decir que nosotros, al menos, hemos conocido una época mejor — lejana, todo sea dicho — a la que mirar cuando se nos fatigue la paciencia; los primeros no y es hora ya de que les llegue el descanso.
Algún día me gustaría ser padre y me aterra la idea de tener que enfrentarme a una generación de españoles con un alma enferma y subyugada por un sistema que no nos merecemos. No quiero vivir en un mundo que me sea extraño; temo acabar siendo preso de las inseguridades y los miedos a los que me he referido. Quiero vivir y, para ello, no me basta con ser un tuerto en tierra de ciegos.
Tendremos que luchar. Este es nuestro actual campo de batalla; este es nuestro «tercer milenio». Si queremos evitar que la sombra se cierna sobre el futuro de nuestros hijos más nos vale que se nos despierte la voluntad y enciendan los ánimos. La pugna no será fácil, los enemigos son ahora muchos y los aliados pocos. En cualquier caso, no elegimos nuestras circunstancias y, por tanto, con estos bueyes tendremos que arar.