Estaba sentada sobre una vieja silla de ruedas al lado de una señal de tránsito cerca de un gran mercado local moscovita. Era entrado el invierno. La nieve corría por su cara amoratada por el frío. Temblaba levemente de tanto en tanto.
Sus ropas raídas no la protegían del embate del viento especialmente rudo que soplaba despeinando los árboles hasta estrellarse contra los parabrisas.
Su cuerpo incapaz de resistir las privaciones estaba colapsando cuando acerté a pasar por su lado. Los dedos se le agarrotaban dentro de los viejos guantes. Sus ojos se agrandaban en una triste expresión de miedo y desamparo.
Me acerqué para auxiliarla. Se abrazó a mí mientras era sacudida por violentos espasmos. Balbuceó palabras que no entendí en tanto sus lágrimas se cristalizaban formando diminutos carámbanos sobre sus mejillas hundidas.
Pedí ayuda a los que pasaban mientras la sostenía entre mis brazos. Pero solo miraban. Seguían de largo sin cambiar la mueca indiferente de sus rostros cansados.
Poco a poco se fue calmando. Entre tanto fui acariciando sus cabellos que una vez fueran rojizos. Le sonreí mientras le hablaba. Sabía que no me entendía aun así intenté confortarla todo el tiempo que pude.
Había llamado a urgencias. Se demoraban en llegar.
El clima se deterioraba rápidamente. Yo sentía mis manos acalambradas por la inclemencia del tiempo. La temperatura había descendido tanto que mi cuerpo estaba aterido debajo del costoso abrigo de piel.
Con el transcurso de los minutos algunas personas se habían reunido a nuestro alrededor. Mostraban una curiosidad insana. Ninguno se acercó a ofrecernos apoyo.
La apreté sobre mi corazón. Una creciente ternura por aquel ser desvalido se abrió paso en mi ser. Uní mis lágrimas a las suyas deplorando en el alma la insensibilidad de la gente que nos rodeaba.
La expresión de su rostro se volvió serena, sonrió. Me percaté del océano de calma que llenaba sus ojos azules. Por un momento pensé que estaba bien pero un segundo después se había ido
Los transeúntes seguían allí, la mirada hosca. Sin una pizca de sentimiento en sus rostros de rara belleza. Como sin un invierno perpetuo se alojara en sus vidas atrapándoles el corazón entre el hielo, la nieve y el ulular de la ventisca.
Esa fue la primera vez que vi Moscú. Los torreones dorados de las iglesias se alzaban hasta llegar al cielo. Las imágenes de un glorioso pasado habían dejado vestigios de grandeza en las avenidas de árboles desnudos.
Conocí gente que dice enternecerse con los mendigos en las calles, con las familias que han perdido sus hogares. Sin embargo no han extendido su mano para aliviar la pobreza de estos parias del destino, a pesar de saber que muchos de ellos no sobrevivirán el crudo invierno ruso.
La generosidad es solo un mito en la pared. Para lo mayoría de las personas que traté todo tiene su precio incluso la amistad o el amor.
Es como si la ciudad respirara e inyectara veneno a las personas que viven en ella. Bella y fría ciudad de violencia blanca de amaneceres olvidados. Caminé por sus avenidas me senté en sus parques donde solo los más jóvenes se divierten sin el peso de lo que pasará mañana. Regresé a casa triste.
Recordé mi ciudad de sol y mar. La gente cálida que ama, que lucha aunque vivan momentos duros aunque no saben que pasara con sus vidas cada vez que amanece.
Extrañé los gritos de los vecinos invitándose al café matinal desde los balcones abiertos. Las manos extendidas para hacer suyo el dolor ajeno. La esperanza en la mirada.
Sí. Hay personas malas como en todas partes. Pero son los menos. No como en esta ciudad orgullosa y virulenta que hoy me acoge con altivos ojos. Que me ve pasar como un resto de brisa riéndose de mi humanidad a flor de piel. Con la esperanza de cambiarme para siempre.
Desde su trono de hielo la ciudad destila amargura sobre sus propios hijos. Se pierden en la vorágine de sus vidas vacías. Encerrados cada uno dentro de su mundo inalcanzable como máquinas de huesos y sangre. Sin amor, sin futuro.
Cae la nieve pero no me afecta. Jack Frost ha dibujado un mundo mágico con copos de nieve en mi ventana. Me ha mirado con sus ojos grises ha sonreído mientras dibuja.
La nieve se posa en mis cabellos negros. Me pregunto. ¿Podrán ellos ver al dios del invierno cuando se desliza sobre el viento con sus vestidos tejidos de cristal? A su paso todo queda dormido. Pero mi corazón seguirá latiendo bajo la escarcha