Os dejo pegado un artículo de mi blog sobre Alexa y la nueva funcionalidad que le permite emular la voz de fallecidos. Espero que os guste.
Alexa y la desnaturalización de la muerte
Hace unos días, Amazon celebraba una conferencia en la que se anunciaba un nuevo servicio para Alexa, el famoso asistente virtual comercializado por la compañía de Jeff Bezos. Al parecer, en futuras actualizaciones se incorporará una nueva funcionalidad que le permitirá emular la voz de personas fallecidas. Se supone que dicha función contribuirá a que las personas superen el dolor del duelo tras el fallecimiento de un ser querido. Posiblemente muchos crean ver aquí una inestimable oportunidad para preservar la memoria de los que ya no están con nosotros, que son, al fin y al cabo, nuestros seres más preciados. Las consecuencias de esta innovación son impredecibles; no voy a escribir aquí sobre ello. Me gustaría, no obstante, compartir con ustedes una pequeña reflexión que me ha suscitado la noticia: la sociedad actual teme a la muerte.
La muerte ha formado parte, tradicionalmente, de la propia vida. Son dos realidades parejas, pues una no puede existir sin la otra; para poder morir hay que haber vivido y todo aquel que vive topará, algún día, con la muerte. Sobre esto sabían mucho aquellos que nos precedieron; mantenían una relación estrecha con una muerte siempre amenazante, dadas las condiciones de vida existentes en el momento. También ayudaba la religión, que, a fin de cuentas, trabaja para preparar el alma para cuando la vida se apague.
La muerte por aquel entonces era cosa pública y natural. El contacto con ella era intenso; acechaba con cada nuevo alumbramiento, haciendo peligrar tanto al bebé como a la mamá —la tasa de mortalidad infantil hasta el siglo XX era altísima—; asfixiaba a los desfavorecidos por su deficiente alimentación y acompañaba en los entierros, que eran auténticas comitivas a las que asistía toda la comunidad, desde vecinos hasta cofradías, pasando por clérigos, familiares, ayuntamiento, etc. En los testamentos era habitual ver la siguiente fórmula:
«Protesto vivir y morir como Católico Cristiano, y temiéndome de la Muerte, cosa natural a toda criatura y ver su hora incierta, quiero estar prevenido para cuando la Divina Majestad fuere servido llamarme a juicio […]»
Habían aprendido a vivir con la muerte. El único miedo que desarrollaban —y el que expresa el fragmento arriba citado— era el de la mala muerte, esa súbita que sorprende cuando todavía no se habían arreglado las cosas en el mundo, en el que siempre había mucho que hacer. Sin embargo, el tránsito al más allá no les amedrentaba lo más mínimo.
Occidente ha conseguido en los últimos doscientos años burlar a la muerte, al menos aquella que es causada por la enfermedad, el desconocimiento o la imprudencia. Se han desarrollado procedimientos e instrumentos que han permitido envejecer al hombre hasta límites insospechados. Cabría pensar que todos estos hallazgos han logrado convertir la muerte en nuestro mundo en algo frívolo; todo lo contrario, el resultado ha sido el miedo absoluto.
Se produce una paradoja en las sociedades actuales: cuanto más dura la vida, más próxima sentimos la muerte y, al mismo tiempo, menos gozamos la vida. Presenciamos el fin como algo inmediato y pronto somos domados por la angustia y la desesperación. El miedo a perder la vida nos lleva a la mera supervivencia, que no es otra cosa que la no-vida.
Esto sucede porque hemos desnaturalizado la muerte. La victoria de la medicina la ha alejado progresivamente de nosotros, haciendo que sea vista como una cosa extraña e insondable. También nosotros hemos participado de este extrañamiento, alejándonos de todo aquello que nos rememore la muerte. En este sentido, los funerales han ido perdiendo esa fuerza y vigor públicos para pasar a ser algo privado, íntimo. Cada vez molesta más que personas ajenas a nuestro núcleo más cercano se acerquen a velar a nuestros allegados. En muchos tanatorios ni siquiera admiten flores. La muerte ha dejado de ser algo familiar, conocido, y se ha vuelto una cosa avergonzante que no debe ser vista ni compartida con los demás.
La sociedad hoy teme a la muerte. Constantemente somos apercibidos para llevar una dieta saludable mientras se nos muestran la incidencia de las enfermedades cardiovasculares; Nutriscore se encarga de señalarnos aquello que debemos y no debemos comprar. Los gobiernos elaboran campañas publicitarias que muestran las consecuencias de la conducción temeraria; las cajetillas de tabaco se acompañan de imágenes terribles sobre los efectos de su consumo; las noticias sobre coronavirus se inundan de gráficos mortuorios. Uno puede pensar que con estas prácticas se pretende preservar la vida, mas yo creo que con ello lo que realmente se busca es evitar la muerte. Pese a lo que pueda parecer, no es lo mismo. La vida es algo precioso y hay mucho de bueno en ella, pero no debe ser derrochada en evitar la llegada de la parca; eso es supervivencia. Vivir es lo contrario: es crear, fabricar relaciones y significados duraderos, dolor y sacrificios. La vida desafía a la muerte; se expone a ella pero no la teme, la reta. El superviviente no puede permitirse este lujo; no tiene ni tiempo ni recursos para ello, todo lo gasta en eludir el más allá.
El pánico a la muerte hace que tampoco dejemos ir del todo a los que ya no están con nosotros, pues desconfiamos de su suerte. No los dejamos marchar. Los hombres del pasado que la tenían por algo natural sabían que sus seres queridos estaban a buen recaudo y, por tanto, podían dedicar sus energías a honrar su memoria; es decir, a enorgullecerse de que la vida había tenido lugar. Esta nueva Alexa representa el temor paralizante que existe en la sociedad contemporánea. No nos podemos permitir que nuestros fallecidos hagan el tránsito, lo que hay —y no hay— al otro lado nos aterra y necesitamos mantenerlos con nosotros; solo así podremos vivir en paz.
Llegados a este punto, el lector debe preguntarse si esta desnaturalización nos traerá alguna alegría porque yo creo, sinceramente, que serán todo desgracias.