Dicen que cuando un perro muere, va a una pradera infinita. Allí sólo hay césped suave para correr y revolcarse, charcos de agua limpia donde beber y bañarse, juguetes y comida gratis. Allí hay muchos perros para jugar, y ninguno muerde a otro, ni hay pulgas, ni ninguno enferma nunca ni se hace daño jamás. Pero aún así, aunque lo pasan muy bien, la felicidad no es completa para ellos, porque echan de menos a su dueño.
Hasta que un día, uno de ellos ve brillar una luz en el horizonte y oye una voz, un silbido que reconoce. Y echa a correr. Y en medio de esa luz brillante, ve a la persona que tanto le quiso, y corre hacia él, ladrando de alegría. A su vez, su dueño, desde su perspectiva, también ve una luz brillante y en medio de ella, a su perro que corre hacia él, vivo y sano de nuevo. Y el perro le guía hacia su jardín como antaño él guió al perro hacia su hogar. Y ya nunca más volverán a separarse.
Hasta que un día, uno de ellos ve brillar una luz en el horizonte y oye una voz, un silbido que reconoce. Y echa a correr. Y en medio de esa luz brillante, ve a la persona que tanto le quiso, y corre hacia él, ladrando de alegría. A su vez, su dueño, desde su perspectiva, también ve una luz brillante y en medio de ella, a su perro que corre hacia él, vivo y sano de nuevo. Y el perro le guía hacia su jardín como antaño él guió al perro hacia su hogar. Y ya nunca más volverán a separarse.