Texto de Élisée Reclus publicado en la Société nouvelle, el 31 de agosto de 1889, reproducido por la revista Itinéraire.
"Las pocas líneas que siguen no constituyen un programa. No tienen otra finalidad que justificar la utilidad de elaborar un proyecto de programa que se someta al estudio, a las observaciones y a la crítica de todos los revolucionarios comunistas.
Sin embargo, tal vez contengan una o dos consideraciones que podrían encontrar su lugar en el proyecto que pido.
Somos revolucionarios porque queremos justicia y porque en todas partes vemos que la injusticia reina a nuestro alrededor. Los productos del trabajo se distribuyen en sentido contrario al del trabajo. El ocioso tiene todos los derechos, incluso el de matar de hambre a sus compañeros, mientras que el trabajador no siempre tiene derecho a morir de hambre en silencio: es encarcelado cuando es culpable de la huelga. Las personas que se llaman a sí mismas sacerdotes intentan hacer creer a la gente en los milagros para que las inteligencias se esclavicen a ellos; las personas llamadas reyes dicen que vienen de un maestro universal para poder ser amos a su vez; las personas armadas por ellos acuchillan, cortan y disparan a su antojo; Las personas vestidas de negro que se autodenominan la justicia por excelencia condenan a los pobres, absuelven a los ricos, y a menudo venden condenas y absoluciones; los comerciantes distribuyen veneno en lugar de alimentos, matan en detalle en lugar de a granel, y así se convierten en capitalistas de honor. La bolsa de dinero es el amo, y quien la posee tiene en su poder el destino de los demás hombres. Todo esto nos parece infame y queremos cambiarlo. Contra la injusticia llamamos a la revolución.
Pero "la justicia es sólo una palabra, una pura convención", se nos dice. "¡Lo que existe es el derecho de la fuerza!" Si esto es así, no somos menos revolucionarios. O bien la justicia es el ideal humano, en cuyo caso la exigimos para todos, o bien sólo la fuerza gobierna las sociedades, en cuyo caso utilizaremos la fuerza contra nuestros enemigos. O la libertad de los iguales o la ley del talión.
Pero por qué apresurarse, dicen todos aquellos que, para prescindir de la acción por sí mismos, esperan el tiempo. La lenta evolución de las cosas les basta, la revolución les asusta. Entre ellos y nosotros la historia se ha pronunciado. Ningún progreso, ni parcial ni general, se ha conseguido nunca por simple evolución pacífica; siempre se ha conseguido por revolución repentina. Si el trabajo de preparación es lento en las mentes, la realización de las ideas tiene lugar de forma repentina: la evolución tiene lugar en el cerebro, y son los brazos los que hacen la revolución.
¿Y cómo vamos a llevar a cabo esta revolución que vemos que se prepara lentamente en la sociedad y a cuyo advenimiento estamos ayudando con todos nuestros esfuerzos?
¿Es agrupándonos en cuerpos subordinados a los demás? ¿Es constituyéndonos, como el mundo burgués contra el que luchamos, en un conjunto jerárquico, que tiene sus amos responsables y sus inferiores irresponsables, sostenidos como instrumentos en la mano de un jefe?
¿Empezaremos por abdicar para ser libres? No, porque somos anarquistas, es decir, hombres que quieren conservar la plena responsabilidad de sus actos, que actúan en virtud de sus derechos y deberes personales, que dan a un ser su desarrollo natural, que no tienen a nadie por amo y no son los amos de nadie.
Queremos liberarnos de las garras del Estado, no tener superiores por encima de nosotros que nos manden, que pongan su voluntad en lugar de la nuestra.
Queremos arrancar todas las leyes externas, aferrándonos al desarrollo consciente de las leyes internas de toda nuestra naturaleza. Al abolir el Estado, abolimos también toda la moral oficial, sabiendo de antemano que no puede haber moral en la obediencia a leyes mal entendidas, en la obediencia a prácticas de las que ni siquiera se busca ser consciente. Sólo hay moralidad en la libertad. También es sólo a través de la libertad que la renovación sigue siendo posible. Queremos mantener la mente abierta, preparada para cualquier avance, para cualquier idea nueva, para cualquier iniciativa generosa.
Pero si somos anarquistas, enemigos de todos los amos, también somos comunistas internacionales, pues entendemos que la vida es imposible sin la agrupación social.
Aislados, no podemos hacer nada, mientras que a través de la unión íntima podemos transformar el mundo.
Nos asociamos como hombres libres e iguales, trabajando por una obra común y regulando nuestras relaciones mutuas mediante la justicia y la benevolencia mutua. Los odios religiosos y nacionales no pueden separarnos, ya que el estudio de la naturaleza es nuestra única religión y tenemos el mundo por patria. En cuanto a la gran causa de la ferocidad y la bajeza, dejará de existir entre nosotros. La tierra se convertirá en propiedad colectiva, se eliminarán las barreras y, en adelante, el suelo que pertenece a todos podrá desarrollarse para el placer y el bienestar de todos. Los productos demandados serán precisamente los que la tierra pueda suministrar mejor, y la producción responderá exactamente a las necesidades, sin que se pierda nunca nada como en el trabajo desordenado que se hace hoy. Asimismo, la distribución de toda esta riqueza entre los hombres será arrebatada al explotador privado y se hará mediante el funcionamiento normal de toda la sociedad.
No nos corresponde a nosotros dibujar de antemano el cuadro de la sociedad futura: es la acción espontánea de todos los hombres libres la que la crea y le da su forma, que por otra parte cambia incesantemente como todos los fenómenos de la vida.
Pero lo que sí sabemos es que cualquier injusticia, cualquier crimen de lesa majestad humana, siempre nos encontrará de pie para combatirla.
Mientras dure la iniquidad, los anarquistas-comunistas-internacionales seguiremos en estado de revolución permanente. "
Traducido por Jorge Joya
Original: www.socialisme-libertaire.fr/2014/12/pourquoi-sommes-nous-anarchistes.