La revolución es la creación de nuevas instituciones vivas, de nuevas agrupaciones, de nuevas relaciones sociales; es la destrucción de los privilegios y de los monopolios; es el nuevo espíritu de justicia, de fraternidad, de libertad que debe renovar el conjunto de la vida social, elevar el nivel moral y las condiciones materiales de las masas llamándolas a proveer, por su acción directa y consciente, a su propio porvenir. La revolución es la organización de todos los servicios públicos por quienes trabajan en ellos en su propio interés y en el del público; la revolución es la destrucción de todos los vínculos coercitivos; es la autonomía de los grupos, de las comunas, de las regiones; la revolución es la libre federación provocada por el deseo de fraternidad, por los intereses individuales y colectivos, por las necesidades de producción y de defensa; La revolución es la constitución de innumerables agrupaciones libres basadas en las ideas, los deseos y los gustos de todo tipo que existen en el pueblo; la revolución es la formación y la disolución de miles de organismos representativos, de distrito, comunales, regionales, nacionales que, sin tener ningún poder legislativo, sirven para dar a conocer y coordinar los deseos y los intereses de las personas cercanas y lejanas y que actúan mediante la información, el consejo y el ejemplo. La revolución es la libertad probada en el crisol de los hechos, y dura mientras dura la libertad, es decir, hasta que otros, aprovechando el cansancio que se apodera de las masas, las inevitables decepciones que siguen a las esperanzas exageradas, los probables errores y faltas humanas, consiguen constituir un poder, que apoyado por un ejército de reclutas o mercenarios, impone la ley, detiene el movimiento en el punto al que ha llegado, y entonces comienza la reacción.
La gran mayoría de los anarquistas, si no me equivoco, sostienen la opinión de que la perfectibilidad humana y la anarquía no se alcanzarían ni siquiera en unos pocos miles de años, si primero no se creara mediante la revolución, hecha por una mayoría consciente, el ambiente necesario para la libertad y el bienestar. Por eso queremos hacer la revolución lo antes posible, y para ello hay que aprovechar todas las fuerzas positivas y todas las situaciones favorables que se presenten.
La tarea de la minoría consciente es aprovechar cada situación para cambiar el entorno de manera que sea posible la educación de todo el pueblo.
Y puesto que el entorno actual, que obliga a la mayoría de la gente a vivir en la miseria, se mantiene mediante la violencia, abogamos y nos preparamos para la violencia. Por eso somos revolucionarios, y no porque seamos hombres desesperados, sedientos de venganza y llenos de odio.
Somos revolucionarios porque creemos que sólo la revolución, la revolución violenta, puede resolver los males que enfrentamos. Creemos además que la revolución es un acto de voluntad -la voluntad de los individuos y de las masas-; que necesita para su éxito ciertas condiciones objetivas, pero que no se produce por necesidad, inevitablemente, por la sola acción de las fuerzas económicas y políticas.
Nuestra tarea es ser revolucionarios no sólo en el sentido filosófico de la palabra, sino también en el sentido popular e insurreccionalista; y puedo decir esto para distinguir claramente mis puntos de vista de los de otros que se llaman a sí mismos revolucionarios, pero que interpretan el mundo para no tener que llevar ante la violencia, la insurrección que debe abrir el camino a las realizaciones revolucionarias.
La anarquía no podrá alcanzarse hasta después de la revolución que barrerá los primeros obstáculos materiales. Está claro, pues, que nuestros esfuerzos deben dirigirse, en primer lugar, a hacer la revolución y de tal manera que sea en dirección a la anarquía. Tenemos que provocar la revolución con todos los medios a nuestro alcance y actuar en ella como anarquistas, oponiéndonos a la constitución de cualquier régimen autoritario y poniendo en marcha todo lo que podamos de nuestro programa. Los anarquistas tendremos que aprovechar la mayor libertad que habremos ganado. Tendremos que estar moral y técnicamente preparados para realizar, dentro de los límites de nuestro número, las formas de vida social y de cooperación que consideren mejores y más adecuadas para allanar el camino del futuro.
No queremos esperar a que las masas se vuelvan anarquistas para hacer la revolución, ya que estamos convencidos de que nunca se volverán anarquistas si no se destruyen primero las instituciones que las mantienen esclavizadas. Y puesto que necesitamos el apoyo de las masas para construir una fuerza de suficiente fuerza y para lograr nuestra tarea específica de cambio radical de la sociedad por la acción directa de las masas, debemos acercarnos a ellas, aceptarlas tal como son, y desde sus filas tratar de empujarlas hacia adelante tanto como sea posible. Eso, por supuesto, si realmente tenemos la intención de trabajar por la realización práctica de nuestros ideales, y no nos conformamos con predicar en el desierto para la simple satisfacción de nuestro orgullo intelectual.
No tomamos la revolución como sinónimo de progreso, de visión histórica de la vida. En ese sentido, todo tipo de personas son revolucionarias. Cuando uno introduce los siglos en la discusión, todos estarán de acuerdo con todo lo que dice. Pero cuando se habla de revolución, cuando las masas hablan de revolución, como cuando uno se refiere a ella en la historia, se trata simplemente de la insurrección triunfante. Las insurrecciones serán necesarias mientras haya grupos de poder que utilicen su fuerza material para exigir la obediencia de las masas. Y es evidente que habrá muchas más insurrecciones antes de que los pueblos conquisten ese mínimo de condiciones indispensables para un desarrollo libre y pacífico, cuando la humanidad pueda avanzar hacia sus objetivos más nobles sin luchas crueles y sufrimientos inútiles.
Por revolución no entendemos sólo la insurrección, sino que debemos evitar sustituir un estado de coacción por otro. Debemos distinguir claramente entre el acto revolucionario que destruye todo lo que puede del antiguo régimen y pone en su lugar nuevas instituciones, y el gobierno que viene después a detener la revolución y a suprimir todas las conquistas revolucionarias que pueda.
La historia nos enseña que todos los avances que son el resultado de las revoluciones se aseguraron en el período de entusiasmo popular, cuando no existía un gobierno reconocido o era demasiado débil para hacer frente a la revolución. Pero una vez que se formó el gobierno, comenzó la reacción que sirvió a los intereses de las viejas y nuevas clases privilegiadas y le arrebató al pueblo todo lo que pudo.
Nuestra tarea entonces es hacer, y ayudar a otros a hacer, la revolución aprovechando todas las oportunidades y todas las fuerzas disponibles: haciendo avanzar la revolución tanto en su papel constructivo como destructivo, y permaneciendo siempre opuestos a la formación de cualquier gobierno, ya sea ignorándolo o combatiéndolo hasta el límite de nuestras capacidades.
No reconoceremos más una constitución republicana que una monarquía parlamentaria. No podemos impedirla si el pueblo lo quiere; incluso podríamos estar ocasionalmente con él en la lucha contra los intentos de restaurar una monarquía; pero querremos y exigiremos una libertad completa para quienes piensen como nosotros y deseen vivir fuera de la tutela y la opresión del gobierno; para propagar sus ideas de palabra y de obra. Revolucionarios sí, pero sobre todo anarquistas.
La destrucción de todas las concentraciones de poder político es el primer deber del pueblo oprimido.
Cualquier organización de un supuesto poder político revolucionario provisional para lograr esta destrucción no puede ser otra cosa que un truco más, y sería tan peligroso para el pueblo como lo son todos los gobiernos actuales.
Al rechazar todo compromiso para la realización de la revolución, los trabajadores del mundo deben establecer la solidaridad en la acción revolucionaria fuera del marco de los políticos burgueses.
Estos principios anarquistas que fueron formulados bajo la inspiración de Bakunin en el Congreso de St. Imier, 1872, siguen señalando una buena dirección para nosotros hoy. Aquellos que han intentado actuar en contradicción con ellos han desaparecido, porque, independientemente de cómo se definan, el gobierno, la dictadura y el parlamento sólo pueden conducir al pueblo de vuelta a la esclavitud. Toda la experiencia hasta ahora lo confirma. No hace falta decir que para los delegados de St. Imier como para nosotros y todos los anarquistas, la abolición del poder político no es posible sin la destrucción simultánea del privilegio económico.
Es necesaria una revolución para eliminar las fuerzas materiales que existen para defender el privilegio e impedir todo progreso social real. Esta convicción ha llevado a muchos a creer que lo único importante es la insurrección, y a pasar por alto lo que hay que hacer para evitar que una insurrección siga siendo un acto de violencia estéril contra el que un acto de violencia reaccionaria sería la eventual respuesta. Para los que creen esto, todas las cuestiones prácticas de organización, de cómo hacer provisiones para la distribución de alimentos, son cuestiones ociosas: para ellos son asuntos que se resolverán por sí mismos, o serán resueltos por los que vengan después de nosotros. Sin embargo, la conclusión a la que llegamos es la siguiente: La reorganización social es algo en lo que todos debemos pensar ahora mismo, y a medida que se destruya lo viejo tendremos una sociedad más humana y justa, así como más receptiva a los avances futuros. La alternativa es que "los dirigentes" piensen en estos problemas, y tengamos un nuevo gobierno, que hará exactamente lo mismo que han hecho todos los gobiernos anteriores, en hacer pagar al pueblo los escasos y pobres servicios que prestan, quitándole la libertad y permitiendo que sea oprimido por toda clase de parásitos y explotadores.
Para abolir la policía y todas las instituciones sociales nocivas hay que saber qué poner en su lugar, no en un futuro más o menos lejano, sino inmediatamente, el mismo día que se empieza a demoler. Sólo se destruye, efectiva y permanentemente, lo que se sustituye por otra cosa; y aplazar para más adelante la solución de los problemas que se presentan con la urgencia de la necesidad, sería dar tiempo a que las instituciones que se pretende abolir se recuperen de la conmoción y se reafirmen, quizá con otros nombres, pero ciertamente con la misma estructura.
Nuestras soluciones pueden ser aceptadas por un sector suficientemente amplio de la población y habremos logrado la anarquía, o dado un paso hacia la anarquía; o pueden no ser comprendidas ni aceptadas y entonces nuestros esfuerzos servirán de propaganda y colocarán ante el público en general el programa para un futuro no lejano. Pero en cualquier caso debemos tener nuestras soluciones provisionales, sujetas a correcciones y revisiones a la luz de la práctica, pero debemos tener nuestras soluciones si no queremos someternos pasivamente a las soluciones impuestas por otros, y limitarnos al poco provechoso papel de gruñones inútiles e impotentes.
Creo que nosotros, los anarquistas, convencidos de la validez de nuestro programa, debemos hacer esfuerzos especiales para adquirir una influencia predominante a fin de poder inclinar el movimiento hacia la realización de nuestros ideales; pero debemos adquirir esta influencia siendo más activos y más eficaces que los demás. Sólo así valdrá la pena adquirirla. Hoy debemos examinar a fondo, desarrollar y propagar nuestras ideas y coordinar nuestros esfuerzos para la acción común. Debemos actuar en el interior de los movimientos populares para evitar que se limiten y se corrompan por la demanda exclusiva de las pequeñas mejoras posibles bajo el sistema capitalista, y procurar que se convierta en la preparación del cambio completo y radical de nuestra sociedad. Debemos trabajar entre la masa del pueblo no organizado, y posiblemente no organizable, para despertar en él el espíritu de revuelta y el deseo y la esperanza de una existencia libre y feliz, Debemos iniciar y apoyar todo tipo de movimiento posible que tienda a debilitar el poder del gobierno y de los capitalistas y a elevar el nivel moral y las condiciones materiales del pueblo. Debemos alistarnos y prepararnos, moral y materialmente, para el acto revolucionario que ha de abrir el camino al futuro.
Y mañana, en la revolución, debemos tomar parte activa en la necesaria lucha física, procurando que sea lo más radical posible, para destruir todas las fuerzas represivas del gobierno e inducir al pueblo a tomar posesión de la tierra, de las casas, de los transportes, de las fábricas, de las minas y de todos los bienes existentes, y organizarse para que haya una justa distribución inmediata de los productos alimenticios. Al mismo tiempo, debemos organizar el intercambio de bienes entre comunidades y regiones y seguir intensificando la producción y todos aquellos servicios que sean de utilidad para el pueblo.
Debemos, de todas las maneras posibles, y de acuerdo con las condiciones y posibilidades locales, fomentar la acción de las asociaciones, cooperativas, grupos de voluntarios, para impedir la aparición de nuevos grupos autoritarios, de nuevos gobiernos, combatiéndolos con violencia si es necesario, pero sobre todo inutilizándolos.
Y si no hubiera suficiente apoyo en el pueblo para impedir la reconstitución del gobierno, de sus instituciones autoritarias y de sus órganos de represión, deberíamos negarnos a cooperar o reconocerlo, y rebelarnos contra sus exigencias, reclamando la plena autonomía para nosotros y para todas las minorías disidentes. Debemos permanecer en estado de rebelión abierta si es posible, y preparar el camino para convertir la derrota presente en un éxito futuro.
No creo que lo que importe sea el triunfo de nuestros planes, nuestros proyectos y nuestras utopías, que en todo caso necesitarán la confirmación de la práctica y la experimentación, y puede que como resultado tengan que ser modificados, desarrollados o adaptados a las verdaderas condiciones morales y materiales de tiempo y lugar. Lo que más importa es que el pueblo, todo el pueblo, pierda sus instintos y hábitos de oveja con los que sus mentes han sido inculcadas por una esclavitud secular, y que aprenda a pensar y actuar libremente. Es a esta tarea de liberación a la que los anarquistas deben dedicar su atención.
Una vez que el gobierno haya sido derrocado, o al menos neutralizado, será la tarea del pueblo, y especialmente de aquellos de entre ellos que tengan iniciativa y capacidad de organización, proveer a la satisfacción de las necesidades inmediatas y preparar el futuro destruyendo los privilegios y las instituciones perjudiciales y, mientras tanto, asegurándose de que aquellas instituciones útiles que hoy sirven a la clase dominante exclusiva o principalmente, funcionen a favor de todos por igual.
Los anarquistas tienen la tarea de ser los custodios militantes de la libertad contra todos los aspirantes al poder y contra la posible tiranía de la mayoría.
Estamos de acuerdo en pensar que, además del problema de asegurar la victoria contra las fuerzas materiales del adversario, existe también el problema de dar vida a la revolución después de la victoria.
Estamos de acuerdo en que una revolución que desembocara en el caos no sería una revolución vital.
Pero no hay que exagerar, no hay que pensar que debemos y podemos encontrar una solución perfecta para todos los problemas posibles. No hay que querer prever y determinar demasiado, porque en lugar de prepararnos para la anarquía podríamos encontrarnos con sueños inalcanzables o convertirnos en autoritarios y, conscientemente o no, proponernos actuar como un gobierno que en nombre de la libertad y de la voluntad popular somete al pueblo a su dominio. El hecho es que no se puede educar al pueblo si éste no está en condiciones, o se ve obligado por la necesidad, a actuar por sí mismo, y que la organización revolucionaria del pueblo, por muy útil y necesaria que sea, no puede alargarse indefinidamente: en un momento dado, si no estalla en acción revolucionaria, o el gobierno la estrangula o la propia organización degenera y se rompe, y hay que volver a empezar desde el principio.
No podría aceptar la opinión de que todas las revoluciones pasadas, aunque no fueran anarquistas, fueron inútiles, ni que las futuras, que aún no serán revoluciones anarquistas, serán inútiles. Creo que el triunfo completo de la anarquía vendrá por evolución, gradualmente, más que por una revolución violenta: cuando una o varias revoluciones anteriores hayan destruido los principales obstáculos militares y económicos que se oponen al desarrollo espiritual y material del pueblo, y que se oponen a aumentar la producción hasta el nivel de las necesidades y deseos.
En cualquier caso, si tenemos en cuenta nuestro escaso número y la actitud que prevalece entre la mayoría de la gente, y si no queremos confundir nuestros deseos con la realidad, debemos esperar que la próxima revolución no sea anarquista, y por lo tanto lo que es más urgente, es pensar en lo que podemos y debemos hacer en una revolución en la que seremos una minoría relativamente pequeña y mal armada. Pero debemos cuidarnos de ser menos anarquistas sólo porque el pueblo no está preparado para la anarquía. Si quieren un gobierno, es poco probable que podamos evitar que se forme un nuevo gobierno, pero esto no es razón para que no tratemos de persuadir a la gente de que el gobierno es inútil y dañino o de evitar que el gobierno también se imponga a nosotros y a otros como nosotros que no lo quieren. Tendremos que esforzarnos para que la vida social y sobre todo el nivel económico mejoren sin la intervención del gobierno, por lo que debemos estar lo más preparados posible para afrontar los problemas prácticos de la producción y la distribución, recordando que los más aptos para organizar el trabajo son los que ahora lo hacen. Si no podemos impedir la constitución de un nuevo gobierno, si no podemos destruirlo inmediatamente, debemos en cualquier caso negarnos a apoyarlo en cualquier forma. Debemos rechazar el reclutamiento militar y negarnos a pagar impuestos. La desobediencia por principio, la resistencia hasta el final contra toda imposición de las autoridades, y la negativa absoluta a aceptar cualquier puesto de mando.
Si no somos capaces de derrocar el capitalismo, tendremos que exigir para nosotros y para todos los que lo deseen, el derecho de libre acceso a los medios de producción necesarios para mantener una existencia independiente.
Aconsejar cuando tengamos sugerencias que ofrecer; enseñar si sabemos más que los demás; dar ejemplo de una vida basada en el libre acuerdo entre los hombres; defender incluso con la fuerza si es necesario y posible, nuestra autonomía frente a cualquier provocación gubernamental... pero mandar, gobernar o mandar ¡nunca!
Así no conseguiremos la anarquía, que no se puede imponer contra la voluntad del pueblo, pero al menos estaremos preparando el camino para ello. No tenemos que esperar indefinidamente a que el Estado se marchite o a que nuestros gobernantes se conviertan en parte del pueblo y renuncien a su poder sobre nosotros si podemos convencerles de que abandonen su posición.
Traducido por Jorge Joya
Original: theanarchistlibrary.org/library/errico-malatesta-the-anarchist-revolut