Sabíamos que nuestro amigo Jean-Claude Michéa se había separado hace cinco años, decidiendo cambiar su vida y su paisaje. Desde Notre ennemi, le capital, el silencio en la línea. Sólo una discreta intervención en apoyo del movimiento de los Chalecos Amarillos cuando toda la "intelligentsia" le escupía a la cara. Para decirlo como queremos, somos de los que echan de menos la saga de sus escolios, su gusto por la impertinencia, su forma de filosofar y el placer polémico que ha experimentado al trastornar, durante más de veinte años, el pequeño mundo deconstruido de la intelectualidad posmoderna y el izquierdismo societario. Es por tanto un placer que, instruidos por él mismo y con su acuerdo y el del grupo editor de la "revista de opinión independiente de las Landas" Landemains, reeditemos la larga entrevista que Jean-Claude Michéa concedió, en septiembre de 2020, a los organizadores del colectivo "nouTous" y que fue publicada en el décimo número - invierno-primavera de 2021 - de esta revista. Al leerlo, uno se dará cuenta de que el rural y periférico Michéa no ha perdido nada de su pugnacidad ni de su finura analítica.
El trabajo del colectivo "nouTous" y del periódico Landemains es, en colaboración constante con las asociaciones ecologistas históricas y la red de iniciativas locales con vocación ecológica (en el sentido etimológico y científico del término), informar, sensibilizar y movilizar a la opinión sobre las cuestiones claras de la protección de la naturaleza: organizar la lucha, reflexionar sobre la realidad, reducir la complejidad tecnocrática, crear divisiones comprensibles para proteger simplemente la arena, el suelo, los árboles y el agua. En nuestra opinión, la protección estricta de la naturaleza, de nuestra naturaleza, es el único punto de convergencia posible para quienes quieren dar sentido a su vida y a la vida. Usted está suscrito a Landemains desde el número 3, sigue las actividades del colectivo "nouTous" y está informado de los problemas medioambientales que agitan nuestra región. Usted es firmante del manifiesto "Las Landas son mi naturaleza"; ¿qué significa para usted este compromiso?
Jean-Claude Michéa. - Cuando elegí, hace algo más de cuatro años, instalarme en un pequeño pueblo de las Landas, a 10 kilómetros de la primera tienda y a 20 del primer semáforo, como suelo describirlo para aquellos de mis amigos urbanitas que siguen creyendo que la "Francia periférica" no es más que un mito inventado por Christophe Guilluy [1], se debe sobre todo a que el estilo de vida borreguil, alejado de la realidad y humanamente empobrecido de las grandes metrópolis modernas (en mi caso, la de Montpellier) se había vuelto finalmente insoportable para mí, tanto física como intelectualmente. El hecho de haberme suscrito a su revista - descubrí el segundo número de Landemains en la librería "Caractères" de Mont-de-Marsan - y de haber firmado su manifiesto "Les Landes sont ma nature" (¡el término "compromiso", con toda su carga sartreana, me parece una palabra muy grande!
Por otro lado, me reservaría un poco más su tesis (o al menos su formulación) según la cual la "estricta protección de la naturaleza es el único punto de convergencia posible para quienes quieren dar sentido a su vida y a la vida". Desde luego, no es de usted de quien aprenderé que el actual proceso de destrucción acelerada del medio ambiente (y, en primer lugar, del clima, la biodiversidad y la fertilidad del suelo) no es, en su mayor parte, más que el opuesto lógico de un sistema económico basado en la acumulación interminable de capital, o, como preferimos decir hoy, en el "crecimiento". Un sistema del que Marx ya recordaba que -lejos de ser "conservador" o "reaccionario" en esencia- podía, por el contrario, no conocer "ningún límite natural o moral". Lo que llamamos "sentimiento de la naturaleza" sólo puede considerarse como una verdadera "fuerza revolucionaria" (por utilizar el título del ensayo de Bernard Charbonneau de 1937 sobre el tema) si encuentra su extensión intelectual en una crítica radical del "progreso" capitalista y de su imaginario modernista, centralizador y uniformizador. Es decir, que esta lucha por una "estricta protección de la naturaleza" que usted reclama con razón sólo puede ser realmente coherente si se articula simultáneamente con la de las diferentes clases populares (aquellas, en una palabra, cuya explotación, directa o indirecta, condiciona en tiempo real la reproducción cotidiana del medio ambiente), y, por tanto, también con la defensa de todas aquellas tradiciones y prácticas comunitarias que permiten a estas clases trabajadoras, especialmente en las zonas rurales, resistir a la apisonadora del liberalismo económico y cultural.
Sin embargo, es precisamente el rechazo a extraer todas las consecuencias políticas de este vínculo estructural entre la explotación capitalista de la naturaleza y la de la fuerza de trabajo humana lo que lleva a las fracciones más "radicalizadas" -en el sentido religioso y sectario del término- de las nuevas clases medias de las grandes ciudades (esta "burguesía verde" cuyo odio de clase encuentra ahora su salida política más adecuada en el voto de Europa-Ecología-Los Verdes) a querer erradicar a toda la "burguesía verde", bajo el color, Se trata, por supuesto, de la ambigüedad de la "protección estricta de la naturaleza": todo lo que se parezca remotamente a una práctica, una tradición o un sentimiento popular. Desde este punto de vista, reconozco que estoy bastante impaciente por descubrir qué argumentos "ecológicos" no dejará de esgrimir esta nueva burguesía verde el día que se les ocurra la absurda idea (y en este punto, podemos confiar en un Pierre Hurmic, Grégory Doucet o Alice Coffin) para prohibir el acordeón, la pelota, la petanca, el uso de la boina, los torneos de belote, las carreras de las Landas, el rugby de pueblo, la caza del jabalí y el toque de las campanas del domingo en las iglesias del campo. Esta deriva elitista e hiperurbana habría revuelto, naturalmente, a los pioneros de la crítica ecológica radical -desde Murray Bookchin y Jacques Ellul hasta Ivan Illich y André Gorz- y uno de cuyos resultados lógicos es el "colonialismo verde" que se practica hoy en toda África, Una de las consecuencias lógicas es el "colonialismo verde" practicado hoy en día en toda África por el WWF y varias otras ONG occidentales (la expulsión metódica de los pequeños agricultores y pastores de sus tierras de origen con el pretexto oficial de "proteger la naturaleza"), cuyos efectos humanos desastrosos acaba de poner de manifiesto Guillaume Blanc en su último libro [2]. Ni que decir tiene que se trata de una deriva ideológica contra la que su revista me parece totalmente protegida.
La última lucha, la de la protección del lagarto ocelado contra el hormigonado de la costa, ilustra con más fuerza aún una realidad que se asemeja a un teorema: los mecanismos de protección instituidos por el sistema capitalista se integran ellos mismos en el proceso de destrucción que los engloba. Podríamos redefinir lo que se ha llamado "negación" por la imposibilidad de considerar la realidad a escala del sistema para centrarse en los detalles. Evitando el fondo y discutiendo la forma sin parar. El hecho es que el proceso de destrucción prevalece y se alimenta de esta situación paradójica. Esto parece ser cierto para la naturaleza, la cultura, los vínculos sociales, en definitiva, para la humanidad. ¿Cuál es su análisis sobre este punto?
Esto vuelve a situar a la iglesia en el centro del pueblo y a la dinámica de la acumulación capitalista en el corazón de la evolución de todas las sociedades liberales modernas. Tiene usted toda la razón, en efecto, al señalar que es sobre todo "la imposibilidad de considerar la realidad a escala del sistema" (de vincular, en otras palabras, cada "avance", local o parcial, del modo de producción capitalista -por ejemplo, la destrucción sistemática de las tierras agrícolas para permitir la construcción de un campo de golf o de un gigantesco complejo turístico- a esta lógica depredadora que la empuja constantemente, en palabras de Marx, a "producir por producir y acumular por acumular") que hace que hoy en día sea tan difícil entender esta realidad de forma crítica. Y, en primer lugar, de ese hecho esencialmente moderno -como señaló Guy Debord en 1967 en La sociedad del espectáculo- de que, en un mundo sometido al movimiento siempre recurrente del capital, "lo verdadero es un momento de lo falso". Como, de hecho, esos "mecanismos de protección instituidos por el sistema capitalista" que debería estar claro para todos que ellos mismos son sobre todo parte del "proceso de destrucción que los engloba". Su análisis me parece tanto más fundado cuanto que la dinámica del capital ya no se reduce a su única dimensión económica (si es que alguna vez fue así). Aunque sigue siendo innegable la contradicción que esta dinámica induce constantemente entre, por un lado, su tendencia sistémica a sustituir el trabajo vivo, bajo el estímulo de la competencia internacional, por máquinas, robots y algoritmos, y el hecho, por otro lado, de que este trabajo vivo sigue existiendo, El hecho de que este trabajo vivo siga siendo, en última instancia, la única fuente de valor añadido real (a diferencia, por ejemplo, de la mayoría de los productos financieros modernos y del "capital ficticio"), sigue definiendo claramente la base sobre la que surgen y se desarrollan todas las demás contradicciones de la sociedad liberal. Porque si es cierto -como pretendía Friedrich Hayek, el papa del "neoliberalismo" moderno- que un sistema capitalista digno de ese nombre es fundamentalmente uno en el que "todo el mundo es libre de producir, vender y comprar cualquier cosa que pueda producirse o venderse" (sea, por tanto, un patinete eléctrico, un kilo de cocaína, un Kalashnikov, un reloj conectado o el vientre de una madre de alquiler india o mexicana), entonces se deduce lógicamente que tal sistema económico sólo puede funcionar por sí mismo de manera óptima si fomenta cada vez más -en palabras del joven Engels- "la desintegración de la humanidad en mónadas, cada una de las cuales tiene un principio vital y un fin particulares". Es decir, el desarrollo de un nuevo tipo de ser humano, egocéntrico, ávido de consumir los últimos artilugios tecnológicos que la industria publicitaria cuelga ante sus ojos, y que no admite más norma de conducta que el famoso "es mi elección" que define el alfa y el omega de toda ideología liberal. Desde este punto de vista, un sistema capitalista plenamente desarrollado (es decir, que finalmente ha llegado a ser capaz -como el sistema de Silicon Valley, por ejemplo- de funcionar sobre sus propias bases ideológicas y culturales) es siempre un "hecho social total" (en el sentido que Marcel Mauss dio a este concepto) cuyos efectos disolventes y atomizadores -lejos de limitarse a la esfera económica- son efectivamente igual de manifiestos, y probablemente incluso hoy en día mucho más, "en términos de naturaleza, cultura, vínculos sociales, en definitiva, de humanidad" (por utilizar su formulación).
Aprovecho la ocasión para añadir que, precisamente porque el sistema capitalista se ha convertido en un "hecho social total" -económico, político y cultural-, su modo de desarrollo adopta cada vez más la forma de una precipitación suicida. Como ya señaló Rosa Luxemburgo en su libro de 1913 La acumulación del capital, un sistema capitalista sólo puede reproducirse y funcionar de forma más o menos eficaz si sigue extrayendo una parte esencial de su energía motriz de las cuencas económicas y civilizatorias (por no hablar de los recursos ecológicos que su lógica de "crecimiento" le obliga a expoliar sin el menor límite) que existían antes que él -o que existen en otros lugares, En el caso de las sociedades no europeas, aún escapan parcialmente a su dinámica ciega y depredadora. O, si se prefiere, en todos esos "depósitos culturales" -la expresión es acuñada por Cornelius Castoriadis- que se han acumulado a lo largo de la historia de la humanidad y que el desarrollo siempre acelerado del modo de vida capitalista y liberal lleva inexorablemente a ahogar, según la famosa fórmula de Marx, "en las aguas heladas del cálculo egoísta". Es pues, en este sentido, la propia lógica del sistema capitalista (transformar permanentemente todo lo que toca en mercancía y en oportunidad de ganancia, hasta la extinción final de toda vida terrestre) la que le lleva, de manera tan absurda, a deconstruir, una tras otra, sus propias condiciones históricas y culturales de posibilidad. O, para decirlo de forma más sencilla, para serrar constantemente la rama sobre la que se asienta. Es difícil no establecer un paralelismo con el antiguo rey frigio Midas, que, según la leyenda griega, murió de hambre y sed por haber aceptado tontamente del dios Dionisio (¡siempre hay que leer las cláusulas de un contrato de seguro hasta el final!) el don -ciertamente, a primera vista, bastante "rentable"- de transformar en oro todo lo que pudiera tocar. En efecto, ¡no se podría resumir mejor lo que se convertiría, dos milenios después, en la contradicción constitutiva de toda sociedad capitalista!
Más que nunca, esta realidad es visible en la crisis del coronavirus. El sistema que destruye es el mismo que el que protege, y todo el mundo parece haber llegado a aceptar mansamente esta protección fatal. Según Norbert Häring, periodista alemán y observador de las grandes empresas y el mundo corporativo, la Fundación Rockfeller promueve ahora abiertamente la vigilancia total. En un artículo reciente, cita a Peter Schwartz, futurólogo que ha trabajado para el Pentágono y el Foro Económico Mundial y es miembro de la junta directiva del Center for a New American Security (CNAS): "La verdad es que, por razones de seguridad, comodidad y ahora de salud, vamos a aceptar gradualmente mucha más vigilancia. Y, en última instancia, no nos importará porque -para la mayoría de las personas en la mayoría de las situaciones- hace más bien que mal". Schwartz colabora con la Fundación Rockfeller, las empresas Deloitte, la Fundación Gates -incluida la Alianza para las Vacunas Gavi y Accenture-, el Banco Mundial y varias organizaciones de la ONU, entre otras, que trabajan juntas en una amplia gama de alianzas y proyectos de vigilancia. ¿Conspiración o simple realidad?
No voy a comentar el aspecto "científico" de la cuestión. La verdad es que todavía sabemos muy poco, en este momento [3], sobre la naturaleza exacta de este misterioso Covid-19, la forma en que circula y se transmite, el peligro real que representa para la humanidad, e incluso -y esto es probablemente lo más preocupante- las condiciones reales en que apareció (la hipótesis de un virus que se escapó de un laboratorio chino, aunque bastante improbable, no puede descartarse absolutamente en la actualidad). Sobre todo porque, si esta "crisis de los coronavirus" tuvo al menos un mérito -sobre todo después de los vibrantes llamamientos saint-simonianos de la joven Greta Thunberg para "unir a la humanidad detrás de sus científicos y expertos"-, es sin duda el de haber hecho mucho más difícil el ocultamiento -sobre todo a través de la polémica suscitada por las posiciones adoptadas por el Pr. las posiciones de Raoult - los vínculos que existen desde hace mucho tiempo entre una serie de personalidades del mundo médico y de la "comunidad científica" y los grandes laboratorios privados de la industria farmacéutica, cuyo verdadero objetivo es claramente rentabilizar a toda costa las vacunas y los medicamentos (la autocrítica de la revista Lancet, tras su intento frustrado de desacreditar las tesis del profesor Raoult basándose en estadísticas falsificadas, es particularmente elocuente desde este punto de vista)
Lo que sí es cierto, por otra parte -más allá de que la exacerbación de todos los procesos capitalistas (interconexión generalizada de todos con todo, reinado de la movilidad incesante y del turismo de masas, desaparición progresiva de los espacios que aún escapan a la ley del hormigón y de la expansión urbana, etc. Y es que las políticas sanitarias recomendadas por la OMS y la mayoría de los Estados para frenar la propagación de este virus (desde el confinamiento masivo de la población hasta el aprendizaje sistemático de los nuevos "gestos de barrera", pasando por el uso obligatorio de mascarillas, etc.) sólo pueden favorecer la rápida entrada de la humanidad en la era de las pandemias globalizadas y perpetuas, Las medidas sanitarias preconizadas por la OMS y la mayoría de los Estados para contener la propagación del virus (desde la contención masiva de la población hasta el aprendizaje sistemático de nuevos "gestos de barrera", pasando por el uso obligatorio de mascarillas y el lavado ritual de las manos) contribuyen, directa o indirectamente, a fomentar una nueva forma de comportarse con los demás -es decir, de "vivir juntos" y "formar sociedad"- que coincide casi exactamente con la descripción clásica de Marx -en La cuestión judía- de una sociedad liberal acabada. A saber, una sociedad atomizada (es decir, basada en la creencia metafísica de que el hombre es por naturaleza una "mónada aislada y encerrada en sí misma") y que, por tanto, encontraría su verdad última en la "separación del hombre de la comunidad, de sí mismo y de los demás hombres". ¿Qué es, en efecto, esta "atomización del mundo" que los primeros socialistas denunciaron continuamente, sino el confinamiento de cada persona en su esfera privada, siendo así el mercado autorregulado y el derecho procesal y abstracto las dos únicas instancias capaces de establecer un mínimo de "vínculo social" entre individuos supuestamente "independientes por naturaleza"? ¿Y qué hay del "gesto de la barrera", si no es el que debe escenificar, en cada momento, esta separación ontológica de cada uno de todos?
Por supuesto (e incluso si la influencia decisiva ejercida por la Fundación Bill y Melinda Gates en la política de la OMS es realmente preocupante), esta inquietante coincidencia entre los imperativos del orden sanitario y los del orden liberal no debe interpretarse como el signo de un "complot" organizado a sangre fría por los amos del mundo (lo que equivaldría a atribuir a estos últimos una cultura y una inteligencia estratégica que probablemente nunca tuvieron). Desde Tucídides, sabemos que toda pandemia induce espontáneamente fenómenos de "distanciamiento" físico, de descomposición del vínculo social y de sospecha generalizada, bastante comparables a los de una guerra civil (Tucídides comparó, por ejemplo, los efectos de la Gran Guerra con los de una guerra civil, (Tucídides, por ejemplo, comparó los efectos de la gran plaga de Atenas con los de las abominables masacres de Corcyra, en las que, señaló con disgusto, "el padre mató al hijo" mientras "el significado de las palabras cambiaba arbitrariamente"). Y, desde luego, no es casualidad que fuera precisamente bajo la influencia principal de las terribles guerras civiles religiosas de los siglos XVI y XVII (cuyo fanatismo y atrocidad habían acabado por convencer a la mayoría de los intelectuales de la época, como Pascal o Hobbes, que el hombre era de hecho "un lobo para el hombre", y no -como se había aceptado desde Aristóteles- un ser social por naturaleza) que los primeros teóricos del liberalismo habían llegado progresivamente a proponer una visión radicalmente individualista y egoísta del ser humano y de la sociedad.
Sin embargo, habría que ser extremadamente ingenuo para creer por un momento que las distintas oligarquías liberales existentes -cuando se conoce, por ejemplo, el cinismo absoluto de Emmanuel Macron o Angela Merkel (¡el pueblo griego tiene alguna razón para recordarlo! ) - no percibieron inmediatamente el inmenso beneficio político que iban a poder sacar de una crisis sanitaria de la que, es cierto, no eran directamente responsables (salvo, por supuesto, a través de su política de demolición metódica del servicio público hospitalario) pero que, en cambio, les proporcionaba un pretexto de oro para radicalizar y acelerar la aplicación de todas esas reformas políticas, (aprender, por ejemplo -se regodeó Emmanuel Macron- a "saludarse sin besarse ni darse la mano") que, desde un punto de vista liberal, el carácter cada vez más despiadado de la guerra económica mundial y las crecientes dificultades para explotar el capital ya acumulado hacen absolutamente imprescindible. Ya sea, por ejemplo, el creciente control policial de las poblaciones civiles por parte del Estado y de los gigantes de la Red (recordemos los objetivos abiertamente liberticidas de la siniestra ley Avia), los incesantes llamamientos al desarrollo de la enseñanza a distancia, el teletrabajo y, en general, todo lo que permita la "desmaterialización" -y por tanto la mayor deshumanización- de las relaciones humanas más esenciales, o programar la eutanasia de todos aquellos establecimientos independientes y pequeñas empresas que siguen haciendo sombra a la gran distribución, a las cadenas de comida rápida o al "comercio electrónico", y cuya supervivencia económica es, por tanto, juzgada por la mayoría de los ideólogos del sistema como una supervivencia arcaica y un freno inaceptable al proceso de concentración permanente del capital. Está en juego la posibilidad que se ofrece a las clases dominantes y propietarias, aunque sea blandiendo a intervalos regulares esta arma de "reconciliación" que, como guinda del pastel liberal, permite a GAFAM, entre otros, enriquecerse aún más, culpar de los múltiples daños sociales y humanos (desde los "planes sociales" en serie que se avecinan hasta los inevitables aumentos de impuestos y tarifas públicas, pasando por el embrutecimiento cada vez más previsible de las relaciones humanas cotidianas) que estas reformas neoliberales provocarían inevitablemente de todos modos, a una catástrofe puramente natural. Esto es cierto tanto si hay o no una crisis sanitaria, como si los efectos de la crisis son reales o están artificialmente sobrevalorados. Hasta tal punto que ni siquiera se puede excluir, si esta gran contrarrevolución cultural liberal llegara a su conclusión lógica, que varios de los "gestos de barrera" impuestos por razones, en principio, estrictamente médicas (e incluso, si fuera necesario, el propio uso intermitente de la máscara) acabaran arraigando definitivamente en el "otro mundo", en lugar de todas aquellas costumbres y formas de hacer populares que todavía permitían, hasta ahora, conservar un mínimo de cohesión social y vida comunitaria digna de ese nombre. Una aplicación particularmente cínica y artera, en definitiva, de esta "estrategia de choque" que Naomi Klein ya había puesto de manifiesto en 2007 en su ensayo seminal sobre el "capitalismo del desastre" [4].
En un libro dedicado a George Orwell, usted cita una frase octogenaria: "En el pasado, todas las tiranías acababan siendo derrocadas, o al menos combatidas, porque así lo quería la 'naturaleza humana', amante de la libertad como debe ser. Pero no hay garantía de que esta "naturaleza humana" sea inmutable. Puede ser que consigamos crear una raza de hombres que no aspiren a la libertad, como podemos crear una raza de vacas sin cuernos" (George Orwell, 1939). ¿Hemos llegado a este punto?
Digamos más bien que nunca hemos dejado de llegar. El transhumanismo de un Laurent Alexandre o de un Raphaël Logier (y, en general, el de todos los doctores locos de Silicon Valley) no constituye otra cosa que una forma radicalizada de esta voluntad de remodelación permanente del ser humano -para rendir homenaje aquí a la obra clásica de Vance Packard [5]- que define cada vez más la lógica liberal, como reconocía el propio Francis Fukuyama en las últimas páginas de su ensayo El fin de la historia y el último hombre. Tal afirmación puede sorprender a todos los que recuerdan la preocupación constante de los primeros pensadores liberales -desde Adam Smith hasta David Hume- por "tomar a los hombres tal como son" y no "como deberían ser" (el liberalismo original pretendía ser ante todo una filosofía del sentido común y, por tanto, se oponía firmemente, desde este punto de vista, a todo fanatismo religioso y a toda utopía totalitaria). El problema (pero este es el problema, por definición, de todas las construcciones que son esencialmente ideológicas) es que la aplicación concreta de sus principios oficialmente "emancipadores" (la idea, en definitiva, que bastaría con confiar el "gobierno" de una sociedad a los mecanismos anónimos e impersonales del Mercado y de la Ley, y por tanto a los correspondientes "expertos", para que ésta se volviera libre y próspera muy rápidamente) acaba siempre, antes o después, en una desigualdad estructural (¡sólo hay que observar una partida de Monopoly! ), ecológicamente destructiva y humanamente alienante, en la que estos pacíficos pensadores (que eran todos -¿hace falta recordarlo? - fervientes partidarios de la filosofía de la Ilustración) habrían tenido sin duda las mayores dificultades para reconocer una consecuencia lógica de sus "robinsonnades" (para usar el término de Marx) iniciales. Lo que caracteriza sobre todo al "liberalismo realmente existente" -ya sea el de una Margaret Thatcher, un Justin Trudeau o un Emmanuel Macron- es que, lejos de la idea de un "mercado libre es que, lejos de que la economía esté continuamente al servicio del hombre y de sus necesidades reales -como ingenuamente esperaba el valiente Adam Smith-, depende siempre de este último hacer todo lo posible para "mantenerse en la carrera" y adaptarse en cada momento de su vida (el liberalismo realmente aplicado es, en efecto, un darwinismo social) al movimiento supuestamente "autónomo" y "natural" de la economía y del "Progreso" (de ahí, de paso, la sensación de estar en el medio de la carretera, de estar en el medio del camino), De ahí el creciente sentimiento entre la gente común -Houellebecq es el gran testigo literario de ello- de una continua extensión del "dominio de la lucha" y de la "guerra de todos contra todos"). Esto explica, entre otras cosas, por qué la acumulación de capital no sólo es un proceso interminable (de ahí el estado de locura en el que la propia idea de "decrecimiento" sumerge a cualquier ideólogo liberal por definición). También se define como un proceso sin sujeto (o un "sujeto autómata", según la expresión utilizada por Marx en El Capital). Ahora bien, una vez admitido que una sociedad liberal "realmente existente" sólo puede existir "revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, lo que significa las relaciones de producción, es decir, el conjunto de las relaciones sociales" (Marx), se deduce con la misma lógica -por utilizar la fórmula del historiador anarquista Miguel Amorós- que no puede seguir "produciendo lo insoportable" sin producir, en el mismo movimiento, "hombres capaces de soportarlo".
Que esa necesidad imperiosa de toda sociedad liberal (necesidad que sólo parece contradictoria si la juzgamos únicamente por las intenciones conscientes y explícitas de sus padres fundadores) de crear una "raza de hombres que no aspiren a la libertad" (es decir, formados desde su más tierna infancia -¡sabemos que ahora hay hasta canales de televisión para bebés en EEUU! - El hecho de que el "mejor de los mundos", el transhumanismo, y la eugenesia liberal que es su complemento lógico (piénsese, por ejemplo, en todos los debates -o más bien en la falta de debate- en torno a la GPA y su precondición inmediata, la "PMA para todos"), estén tomando cada vez más la forma cientificista del transhumanismo y la eugenesia liberal que es su complemento lógico, no debería sorprender a nadie, como señalé hace un momento. Siempre que no olvidemos, por supuesto, que esta fabricación estructuralmente indispensable -desde un punto de vista liberal- de un ser humano indefinidamente flexible (o "aumentado") que se actualiza constantemente según las exigencias siempre renovadas de la acumulación de capital, sigue basándose, en su mayor parte, en técnicas de formación de la mente humana, mucho más tradicionales y, hasta ahora al menos, visiblemente igual de eficaces. En primer lugar -esto es, por supuesto, lo más fácil de detectar- en una constante propaganda mediática que incluso adquiere, hoy en día, un aspecto francamente "norcoreano" (pensemos, entre otros, en el caso ejemplar de los spin doctors y fact checkers de France Info). En segundo lugar, sobre la omnipresente industria del marketing y la publicidad, cuya verdadera función, desde el principio, ha sido siempre producir y vender "tiempo disponible del cerebro humano" al mejor postor (sobre este tema, léase los luminosos análisis de Dany-Robert Dufour sobre el papel central desempeñado en Estados Unidos por Edward Bernstein en los años veinte), El luminoso análisis de Dany-Robert Dufour sobre el papel central desempeñado en los Estados Unidos en los años 20 por Edward Bernays, sobrino de Freud, inventor del marketing moderno y primer ideólogo liberal que teorizó de forma tan cínica y escalofriante la necesidad económica y política -para cualquier sociedad de mercado- de un lavado de cerebro diario del cerebro humano a través de la propaganda publicitaria). Y por último, pero no por ello menos importante, esta enseñanza oficial de la ignorancia que se ha convertido claramente -desde las grandes reformas educativas neoliberales aplicadas a partir de los años 80 (y la mayoría de las veces, por desgracia, por gobiernos de izquierdas y con la ayuda de padres de izquierdas)- en la principal razón de ser de lo que todavía se llama nostálgicamente la Escuela y la Universidad "republicanas". La enseñanza de la ignorancia se centra deliberadamente, como señalaba Guy Debord en 1988 en sus Comentarios a la Sociedad del Espectáculo, en la "disolución de la lógica" y la "desaparición del conocimiento histórico en general", y que ya subrayaba que había permitido, por primera vez en la historia del capitalismo moderno, educar a una generación totalmente "plegada a sus leyes" y que, por tanto, había aprendido teóricamente a dejar de pensar por sí misma. Y cuando conocemos el estado de muerte cerebral absoluta que caracteriza a la nueva extrema izquierda de Netflix en la actualidad (la de, por ejemplo, Alice Coffin, Grégory Doucet, Caroline de Haas o Geoffroy de Lagasnerie), no podemos sino sentirnos profundamente perturbados por la profética conclusión que Guy Debord no dudó en sacar en su momento, hace más de treinta años: "El individuo al que este pensamiento espectacular empobrecido ha marcado en profundidad", escribió, "se pone así desde el principio al servicio del orden establecido, mientras que su intención subjetiva puede haber sido completamente contraria a este resultado. Seguirá esencialmente el lenguaje del espectáculo, porque es el único con el que está familiarizado: el que le han enseñado a hablar. Sin duda querrá ser enemigo de su retórica; pero utilizará su sintaxis. Este es uno de los puntos más importantes del éxito logrado por el dominio espectacular. Cuando sabemos que hoy en día a los nuevos "estudiantes" de la UNEF les parece muy normal, siguiendo el modelo de sus clones neocalvinistas de Canadá y Estados Unidos, movilizarse en masa para exigir, entre otras cosas, la prohibición de una obra de la antigüedad griega (en este caso, Los suplicantes de Esquilo), Se podría pensar que el propio Debord probablemente había subestimado en gran medida el alcance de la catástrofe intelectual que anunciaba, así como las nuevas formas que adoptaría la "miseria estudiantil" (me refiero, por supuesto, al famoso folleto redactado en 1966, y por otra parte ya dirigido contra los aprendices de burócrata de la FENU en aquella época, por Mustapha Khayati y la Internacional Situacionista).
¿Qué libro de Jean-Claude Michéa nos aconsejaría leer primero, y qué otro libro nos aconsejaría leer, o no leer, urgentemente?
No estoy seguro de estar en la mejor posición para aconsejar cuál de mis libros debería "leerse primero". Sin embargo, me resulta más fácil responder a la otra parte de su pregunta. Porque si, como vengo escribiendo desde hace un cuarto de siglo, las desventuras de la izquierda contemporánea, es decir, de la izquierda post-Mitterrand, se explican ante todo por el hecho de que desde mediados de los años ochenta ha abrazado definitivamente la tesis liberal que Michel Foucault -buen admirador de la Revolución Francesa- formuló en 1977, Michel Foucault -buen admirador de Hayek y Gary Becker- afirmaba en 1977 que "todo lo que la tradición socialista ha producido en la historia es condenable", por lo que, en efecto, ante las terribles tormentas políticas, económicas y ecológicas que se ciernen en el horizonte, es urgente revivir cuanto antes -y mientras se esté a tiempo- el "tesoro perdido del socialismo" y la "vieja" crítica radical al modo de producción capitalista.
Una buena manera de empezar sería leer, o releer, a Guy Debord y sus Comentarios sobre la Sociedad del Espectáculo [6] (este es probablemente su libro más accesible) y, en general, todos sus escritos. Su crítica es ejemplar porque, además de la excepcional calidad de su escritura, intenta siempre captar la dinámica del nuevo mundo liberal en su coherencia global, y no en alguno de sus momentos aislados (¿qué permite, por ejemplo, reunir en la unidad de un mismo proyecto -a ojos de un gobierno liberal- la supresión del impuesto sobre el patrimonio y la "PMA para todos"?) En segundo lugar -y en la medida en que El Capital de Marx sigue siendo, en mi opinión, una de las herramientas teóricas más valiosas para comprender la lógica última del movimiento económico que lleva a las sociedades modernas al encuentro con el iceberg-, recomendaría por tanto Como el propio texto de Marx es bastante difícil de entender, recomendaría empezar por la obra del geógrafo británico David Harvey Para leer "El Capital" [7], que es una verdadera obra maestra de la pedagogía anglosajona (y que no duda, siempre que es necesario, en señalar los errores de Marx).
En cuanto a los últimos avances del sistema capitalista y de la civilización liberal, sólo puedo referirme a otros dos libros fundamentales, ambos procedentes de Alemania. Por un lado, el ensayo de Wolfgang Streeck Desde el tiempo comprado [8] demuestra de forma muy convincente que el sistema liberal global está entrando ya de forma irreversible en una fase posdemocrática y autoritaria bajo el peso de sus propias contradicciones internas (un trabajo escrito en 2013 pero que teorizaba por adelantado la esencia misma de lo que sería el macronismo). Y por otro lado, La gran devaluación [9], un magistral ensayo de economía política escrito por dos representantes de la Wertkritik (corriente intelectual inspirada en Marx y muy influyente en Alemania), Norbert Trenkle y Ernst Lohoff (sus vídeos pueden consultarse en la Red). Su texto no es realmente fácil de leer -de hecho, a menudo requiere varias lecturas-, pero es sin duda el análisis crítico más inteligente y esclarecedor que existe hoy en día sobre la dinámica suicida del capitalismo financiarizado (se basa, entre otras cosas, en un uso ingenioso del concepto de "capital ficticio" que Marx había empezado a introducir en el Libro III de El Capital, ¡el que, por desgracia, nadie tiene tiempo de leer!) Este ensayo fue publicado en 2012 y, hasta ahora, no se me ocurre una sola predicción suya que haya sido cuestionada por algún hecho empírico. El silencio mediático que acompañó a su publicación en Francia debería ser suficiente para demostrar su valor.
En su opinión, en la situación actual, individual y colectivamente, ¿qué es lo más útil que se puede hacer?
Esta cuestión es, por supuesto, crucial, aunque sólo sea por las dos razones siguientes. La primera es que la sociedad liberal -como ya anunció Karl Polanyi en 1944 en La gran transformación [10] (¡otro libro de lectura imprescindible para quien quiera entender el mundo en que vivimos!)- no puede seguir desarrollándose ad infinitum "sin aniquilar la sustancia humana y natural de la sociedad, sin destruir al hombre y sin transformar su entorno en un desierto". Y la segunda es que esto, desgraciadamente, no garantiza (a no ser que se crea en la idea de una marcha automática de la raza humana hacia un futuro cada vez más brillante) que este colapso más o menos inevitable del sistema liberal conduzca necesariamente a un mundo más humano, más libre y más igualitario -lo que Orwell llamaba una sociedad decente- y no a una combinación históricamente inédita de Brasil, Blade Runner y Mad Max. El hecho de que casi todos los movimientos de izquierda occidentales hayan renunciado globalmente -desde los trabajos pioneros de BHL y Michel Foucault- a cualquier crítica radical, y sobre todo coherente, de la dinámica global del capitalismo, y hayan centrado, en cambio, toda su energía militante en las llamadas cuestiones "societarias" -aunque estas últimas, obviamente, no tengan ninguna posibilidad de recibir una solución real cuando se descartan primero, A imagen y semejanza de las "neofeministas" de la izquierda parisina, cualquier cuestionamiento del modo de producción capitalista (que, como señaló Marx en el Manifiesto Comunista, ¡lleva en realidad a socavar todos los fundamentos del orden patriarcal! ) no da muchos motivos para el optimismo. A estas alturas, ni siquiera es posible descartar por completo la posibilidad de que en un futuro no muy lejano algunos países occidentales -empezando por Estados Unidos- entren en una era de verdaderas guerras civiles. O que la política cada vez más agresiva de Estados Unidos y sus aliados europeos hacia Irán, China o Rusia (que también se ve alimentada por la constante desinformación de los medios de comunicación) acabará desembocando en un conflicto militar, (sabiendo, además, que desde un punto de vista estrictamente capitalista, no hay mejor manera de reactivar una economía aletargada y de reunificar una nación desgarrada que una buena guerra preventiva contra un enemigo exterior previamente demonizado).
En estas condiciones, si todavía existe la más mínima posibilidad de invertir, aunque sólo sea a nivel local, el actual equilibrio de poder entre "los de arriba", es decir, los que controlan cada vez más el poder, la riqueza y la información, y "los de abajo" (estoy utilizando la terminología proudhoniana que utilizó inicialmente Podemos, antes de abandonar todo lo que hizo original y exitoso su programa populista inicial -el mismo análisis se aplicaría a Syriza en Grecia- bajo la creciente presión de sus nuevos miembros profesionales elegidos) y, en consecuencia, para preservar las últimas posibilidades de un mundo decente y ecológicamente habitable, seguramente sólo puede ser renovándose, como recordé antes, con una crítica sin concesiones a la dinámica del capital. Esto implica, por tanto, al menos dos cosas. Por un lado, y esto es por supuesto lo más importante, debemos aceptar finalmente volver a poner en primer plano la "vieja" cuestión social, que constituía originalmente el centro de gravedad de toda crítica socialista a la modernidad industrial y capitalista. Donde, en definitiva, la inimitable Alice Coffin -por considerar sólo este ejemplo caricaturesco, pero sin embargo muy revelador del estado de absoluta descomposición moral e intelectual de la izquierda burguesa parisina- pretende, por el contrario, bajo el lógico aplauso de su grupo EELV, que un asistente de cuidados, Al final, una señora de la limpieza o una cajera de supermercado estarían más cerca, desde el punto de vista moral y político, de una Hillary Clinton, una Marion Maréchal o una Angela Merkel que de cualquiera de sus colegas masculinos, que se supone que son, por el contrario, "atacantes" por naturaleza. Y, en segundo lugar, que renunciemos simultáneamente a la idea mistificadora que Nuit Debout y Occupy Wall Street han contribuido desgraciadamente a difundir a gran escala, según la cual esta "cuestión social" encontraría su verdad última en el conflicto que supuestamente opone al "1%" de los más ricos al "99%" de la población restante. Por supuesto, no se trata de negar el papel impulsor que juega este famoso "1%" en la orientación del sistema capitalista global (sería mucho más acertado, cuando conocemos la fortuna real de los "filántropos" de Silicon Valley, hablar del "0,1%"). Pero debe quedar claro, por otra parte, que este sistema capitalista no podría funcionar durante mucho tiempo, ni a fortiori reproducirse de forma "sostenible", sin el apoyo activo y cotidiano de estas nuevas clases medias urbanas encargadas de enmarcarlo a nivel económico, técnico y cultural (representan ahora entre el 20 y el 30% de la población total, siendo mayoritarias en la mayoría de las grandes metrópolis) y que André Gorz definió, para destacar su estatus sociológicamente contradictorio, como "agentes dominados de la dominación capitalista".
Sin embargo, este análisis debe aclararse en dos puntos. En primer lugar, no hace falta decir, a menos que se compartan las ilusiones de los jóvenes parisinos y lioneses de Nuit Debout, que las fracciones superiores de estas nuevas "clases medias" (corresponden a cerca del 10% de la población) pertenecen ya todas -por su nivel de renta o de diploma, su estilo de vida urbano y consumista y su aptitud permanente para trabajar "internacionalmente" (incluso en el marco muy ambiguo de las distintas "ONG")- a la clase dominante (es decir, a lo que todavía se llamaba, en mayo del 68, la burguesía). Y, en segundo lugar, que las fracciones "baja" y "media" de estas clases metropolitanas, si es que no pueden incluirse en la clase dirigente, siguen estando relativamente protegidas, al menos la mayor parte del tiempo, de los efectos más devastadores de la globalización liberal. Una situación que evidentemente no les predispone, por utilizar una expresión muy querida por usted, a proponer una crítica que vaya más allá de la "dictadura de los buenos sentimientos". Esto contrasta con las distintas clases trabajadoras (o los "primeros en trabajar" que la clase dominante está dispuesta a eximir de cualquier "teletrabajo") que, por el contrario, se concentran mayoritariamente en la Francia periférica (es decir, en las ciudades pequeñas y medianas, en las zonas rurales y en los territorios de ultramar), mientras que ellas mismas representan casi el 70% de la población.
Si tenemos en cuenta todos estos datos, podemos deducir fácilmente que esta teoría, por cierto muy "inclusiva", del "99%" tiene sobre todo la función de ocultar el hecho de que es precisamente en el seno de estas nuevas categorías sociales cuya expansión regular sigue en tiempo real el movimiento de desarrollo capitalista del mundo donde se recluta ahora la mayor parte del electorado, Es precisamente en el seno de estas nuevas categorías sociales, cuya expansión regular sigue en tiempo real el movimiento capitalista del valor mundial, donde se recluta ahora la mayoría de los electores, los representantes elegidos y los principales ejecutivos de la izquierda post-Mitterrand (fenómeno que se amplifica matemáticamente por la creciente propensión de las clases más modestas a refugiarse en el voto en blanco o en la abstención). Es fundamentalmente esta nueva situación sociológica -el hecho, en otras palabras, de que una gran metrópoli tenga hoy en día tanto más probabilidades de tener un alcalde de izquierdas o "ecologista" -¡cuanto más alto sea el precio del metro cuadrado! - lo que explica, en mi opinión, tanto el creciente descrédito del que es hoy objeto la izquierda moderna entre las clases trabajadoras como la correlativa crisis de identidad que ésta atraviesa desde hace varias décadas.
Por lo tanto, lo que me parece más "útil" a nivel colectivo -para responder a la primera parte de su pregunta- es sacar por fin, de una vez por todas, todas las consecuencias teóricas y prácticas de esta nueva situación histórica. Y de paso -puesto que no podemos esperar razonablemente romper con la lógica humana y ecológicamente destructiva del modo de producción capitalista sin poner simultáneamente en tela de juicio la hegemonía política e intelectual casi absoluta que los "agentes dominantes de la dominación capitalista" han ejercido sobre la izquierda desde los rugientes años de Delors/Lang/Mitterrand- comprometernos decididamente a hacer todo lo posible para que las próximas revueltas de las clases trabajadoras (para las que hay muchas razones para creer que las mismas causas producen los mismos efectos) vuelvan a encontrar en la izquierda los medios necesarios para alcanzar sus objetivos, que volverán a encontrar su cuna en la Francia periférica, la de las "rotondas Hay muchas razones para creer que las mismas causas que producen los mismos efectos, volverán a encontrar su cuna preferida en la Francia periférica, la de las "rotondas") lograrán finalmente preservar su preciosa e indispensable autonomía organizativa hasta el final y frustrar así todos los intentos de recuperación política y "académica" (pensemos, por ejemplo, en el tardío y grotesco reagrupamiento de Geoffroy de Lagasnerie en este movimiento de los Chalecos Amarillos, que era, sin embargo, la negación más absoluta de su propio neoliberalismo foucaultiano), del que serán inevitablemente objeto, incluso a través de las "redes sociales". Sabiendo, además, que el principal peligro que amenaza, desde el principio, a toda revuelta o revolución popular -la historia está, por desgracia, ahí para confirmarlo- es siempre el de verla progresivamente confiscada y desviada de su sentido inicial por las fracciones más agitadas y ávidas de poder de la élite social vigente y su ambicioso clero intelectual. Fue la lúcida conciencia de este patrón repetitivo lo que llevó a Orwell, fiel a la profética crítica de Bakunin a Marx y a lo que denunciaba como su futuro "gobierno de eruditos", a oponerse constantemente al "socialismo" moral y espontáneo de las clases populares y de la "gente corriente" -David Graeber llegó a hablar de su "comunalidad", David Graeber llegó incluso a hablar de su "comunismo de base", a ese "socialismo de los intelectuales" (o, como todavía lo llamaba, ese socialismo de clase media) en el que veía -sólo hay que releer 1984- tanto el punto de partida sociológico como la matriz intelectual de la perversión totalitaria del socialismo original. La Primera Internacional estaba también tan convencida de ello, a partir de las experiencias de julio de 1830 y junio de 1848, que su axioma político fundamental, claramente marcado por la influencia de Proudhon, era precisamente que la emancipación de los trabajadores sólo podía ser siempre "obra de los propios trabajadores", y no, como sostendría Lenin un poco más tarde, el producto de una conciencia política "introducida desde fuera" en la clase obrera por los intelectuales burgueses. Un axioma fundamentalmente populista al que el viejo Engels iba a devolver todo su filo filosófico inicial recordando a los dirigentes del SPD, en septiembre de 1890 (pues, en efecto, fue por esta época cuando realmente empezaron a aparecer a plena luz las consecuencias más negativas de la creciente influencia de la intelectualidad de la clase media en la orientación política del Partido Socialista Alemán), que era absolutamente vital "que los que se han formado en las universidades sepan aprender más de los obreros de lo que éstos tienen que aprender de ellos". De lo contrario, anunciaba en una carta escrita por la misma época, el movimiento socialista caería inevitablemente bajo el pulso de esos "literatos superinteligentes que quieren satisfacer a toda costa sus colosales delirios de grandeza" y cuya ilimitada voluntad de poder les lleva incluso a creer "que su formación universitaria -que en cualquier caso requiere una seria revisión crítica- les permite ser elevados al rango de funcionarios correspondientes de nuestro partido". Una descripción premonitoria, en definitiva, del destino que tendría toda la izquierda "ciudadana" occidental a partir de finales del siglo XX.
En cuanto a lo que sería más útil hacer, a nivel individual, para ir en la dirección de un programa de este tipo e introducir así un mínimo de coherencia entre la vida cotidiana y las ideas de cada uno, corresponde obviamente a cada uno juzgarlo. Lo único que puedo decirte, en lo que respecta a mi caso personal, es que cuando elegí romper con el modo de vida metropolitano para instalarme en un pueblo de las Landas (que, como la mayoría de los municipios de los alrededores, no tiene ni una sola tienda o cafetería desde hace mucho tiempo), tenía esencialmente dos cosas en mente. Por un lado, descubrir por fin con mis propios ojos esta Francia en la que vive la mayoría de las clases populares pero que, por estar alejada de las grandes ciudades y de sus suburbios cercanos, sigue siendo masivamente desconocida para el mundo intelectual, artístico y mediático dominante (sólo hay que recordar la lluvia de críticas "académicas", (Basta con recordar la lluvia de críticas "académicas", transmitidas inmediatamente con complacencia por Le Monde y Libération, que cayeron inmediatamente sobre Christophe Guilluy en cuanto empezó a introducir el concepto de "Francia periférica" y, al mismo tiempo, a cuestionar el dogma según el cual estos territorios "remotos" estarían poblados sobre todo por "pavillonnaires" y jubilados acomodados). Esto implicaba, por cierto, que para que ese descubrimiento se produjera realmente, yo no llegaría aquí como colono metropolitano. En otras palabras, en la clásica posición de alguien cuya característica estrechez de miras le hace casi siempre incapaz -como el primer Aymeric Caron que llegó- de percibir en las costumbres y modos de vida locales (ya sea, por ejemplo, como aquí en la región de Bas-Armagnac, la caza de palomas o de jabalíes, las corridas de toros y las carreras de las Landas, o la fiesta de la Madeleine y su tradicional bandolerismo) algo que no sean prácticas "de otra época" o incluso francamente "bárbaras". Y por otro lado, asegurar de una vez por todas -aunque sea tomando la decisión de dedicar mucho más tiempo al trabajo físico y manual al aire libre que a sentarse frente a la pantalla de un ordenador (¡algo que a la mayoría de los periodistas todavía les cuesta entender y aceptar! ) - que la máxima decreciente "menos es más" se corresponde bien con la promesa de una vida, sin duda menos fácil (pues, como nos recordaba Orwell, más autonomía significa necesariamente, por definición, más esfuerzo y responsabilidad) pero, sin duda, mil veces más enriquecedora y feliz que aquella a la que nos obliga la máxima "progresista" y liberal del "siempre más". Sin olvidar, porque una cosa es saberlo teóricamente y otra tenerlo delante en el día a día, que vivir entre gente que tiene que salir adelante, la mayoría de las veces, con menos de 800 euros al mes -siendo, por regla general, modelos de decencia común-, 800 al mes -siendo, por regla general, modelos de decencia común- te lleva necesariamente a mirar la realidad social de la sociedad liberal moderna de una manera muy diferente a la que es evidente cuando vives en París, Lyon o Burdeos y, por tanto, conoces el mundo de las clases trabajadoras esencialmente sólo a través del prisma distorsionador de los medios de comunicación y la industria académica. Como el hecho - ¡especialmente cuando tienes que cuidar un huerto muy grande! - vivir rodeado de jabalíes y corzos cuyo respeto por tus cultivos no es probablemente su principal preocupación, de zorros que rondan constantemente tus patos y gallinas, de estorninos dispuestos a hechizar en unos instantes, en cuanto vuelva la primavera, a todos tus cerezos, de babosas visiblemente atraídas por todas tus plantaciones (y no digamos de una multitud de otros insectos igual de voraces, ratas, tejones, topos o los avispones asiáticos) también te lleva muy rápidamente a superar esa visión del mundo directamente sacada de los estudios de Walt Disney que la juventud burguesa "antiespecista" de los grandes centros urbanos quisiera ahora ver impuesta de todas las formas posibles, incluida la violencia física, a los trabajadores más pobres y desamparados del mundo rural (que, al fin y al cabo, no es más que otra adaptación local del "colonialismo verde" que los "expertos internacionales" que mencioné al principio de esta entrevista están experimentando en el pequeño campesinado africano).
¿Se sorprenderá si le digo, una vez que le he recordado todo esto, que evidentemente no nos hemos arrepentido ni un solo segundo de la elección que hicimos cuando nos mudamos aquí, mi pareja y yo? Y que por nada del mundo -ahora estamos definitivamente convencidos de ello- aceptaríamos volver a vivir un solo instante en la frialdad artificial y deshumanizadora de un gran "polo metropolitano".
Notas :
[1] Christophe Guilluy, La France périphérique. Comentario sobre un sacrificio de las clases trabajadoras, Flammarion, "Champs actuel", 2015.
[2] Guillaume Blanc, L'Invention du colonialisme vert : pour en finir avec le mythe de l'Éden africain, Flammarion, 2020.
[3] Septiembre de 2020.
[4] Naomie Klein, La estrategia del shock: el auge de un capitalismo del desastre, traducido del inglés por Paul Gagné, Actes Sud, 2007. Existe una versión documental de este libro distribuida por Haut et court (2007).
[5] Vance Packard, Clandestine Persuasion (1958, Calmann-Levy), reimpreso en 1979.
[6] Guy Debord, Commentaires sur la société du spectacle (1988), Gallimard, "Folio essais" n° 645, 2018.
[7] David Harvey, Pour lire " Le Capital ", traducido del inglés por Nicolas Vieillescazes, La Ville brûle, " Mouvement réel ", 2012.
[8] Wolfgang Streeck, Del tiempo comprado: la crisis interminable del capitalismo democrático, traducido del alemán por Frédéric Joly, Gallimard "NRF-Essais", 2014.
[9] Norbert Trenkle y Ernst Lohoff, La gran devaluación. Why speculation and state debt are not the causes of the crisis, traducido del alemán por Paul Braun, Gérard Briche y Vincent Roulet, Post-Editions, 2014.
[10] Karl Polanyi, La gran transformación. Aux origines politiques et économiques de notre temps [1983], traducido del inglés por Maurice Angeno y Catherine Malamoud y prologado por Louis Dumont. Gallimard, "Tel" n° 362, 2009.
Traducido por Jorge Joya
Original: acontretemps.org/spip.php?article890
En el blog: libertamen.wordpress.com/2022/01/09/noticias-de-la-nada-entrevista-con