La ley suprema del Estado es la conservación del propio Estado; y como todos los Estados, desde que existen en la tierra, están condenados a una lucha perpetua: luchan contra sus propias poblaciones, a las que oprimen y arruinan, luchan contra todos los Estados extranjeros, cada uno de los cuales es poderoso sólo a condición de que el otro sea débil; y como sólo pueden preservarse en esta lucha aumentando cada día su poder, tanto en el interior, contra sus propios súbditos, como en el exterior, contra las potencias vecinas, - se deduce que la ley suprema del Estado es el aumento de su poder a costa de la libertad interior y de la justicia exterior.
Esta es la única moral, el único fin del Estado en su franca realidad. Adora a Dios mismo sólo en la medida en que es su Dios exclusivo, la sanción de su poder y de lo que llama su derecho, es decir, su derecho a ser de todos modos y a extenderse siempre a expensas de todos los demás Estados. Todo lo que sirve a este fin es meritorio, legítimo, virtuoso. Cualquier cosa que la perjudique es un delito. La moral del Estado es, pues, el derrocamiento de la justicia humana, de la moral humana. Esta moral trascendente, extrahumana y, por tanto, antihumana del Estado no es el resultado de la corrupción de los hombres que desempeñan sus funciones. Se podría decir más bien que la corrupción de estos hombres es la consecuencia natural y necesaria de la institución de los Estados. Esta moral no es más que el desarrollo del principio fundamental del Estado, la expresión inevitable de una necesidad inherente al Estado. El Estado no es otra cosa que la negación de la humanidad; es una colectividad restringida que quiere ocupar su lugar y quiere imponerse en él como fin supremo, al que todo debe servir, todo debe someterse. Esto era natural y fácil en la antigüedad, cuando la idea misma de humanidad era desconocida, cuando cada pueblo adoraba a sus dioses exclusivamente nacionales, lo que le daba el derecho de vida y muerte sobre todas las demás naciones. Los derechos humanos sólo existen para los ciudadanos del Estado. Todo lo que estaba fuera del estado era objeto de pillaje, matanza y esclavitud.
Esto ya no es así hoy en día. La idea de humanidad es cada vez más poderosa en el mundo civilizado, e incluso, gracias a la creciente extensión y rapidez de las comunicaciones y a la influencia aún más material que moral de la civilización sobre los pueblos bárbaros, comienza ya a penetrar en estos últimos. Esta idea es el poder invisible del siglo, con el que los poderes del momento, los Estados, deben contar. No pueden someterse a ella de buena fe, porque esa sumisión por su parte equivaldría a un suicidio, ya que el triunfo de la humanidad sólo puede lograrse mediante la destrucción de los Estados. Pero tampoco pueden negarlo, ni rebelarse abiertamente contra él, porque, al haberse vuelto demasiado poderoso hoy, podría matarlos. En esta dolorosa alternativa, sólo tienen una opción: la hipocresía. Se dan el aire de respetarla, hablan y actúan sólo en su nombre, y la violan cada día. No debemos culparles por ello. No pueden actuar de otra manera, su posición se ha convertido en tal que ya no pueden preservarse si no es mintiendo. La diplomacia no tiene otra misión.
¿Y qué vemos? Siempre que un Estado desea declarar la guerra a otro, comienza por emitir un manifiesto, dirigido no sólo a sus propios súbditos, sino al mundo entero, en el que, poniendo toda la ley de su parte, se esfuerza por demostrar que sólo respira humanidad y amor a la paz, y que, imbuido de estos sentimientos generosos y pacíficos, ha sufrido durante mucho tiempo en silencio, pero que la creciente iniquidad de su enemigo le obliga por fin a sacar la espada de la vaina. Al mismo tiempo, jura que, desdeñando toda conquista material y sin buscar el aumento de su territorio, pondrá fin a esta guerra tan pronto como se restablezca la justicia. Su antagonista responde con un manifiesto similar, en el que naturalmente todo el derecho, la justicia, la humanidad y los sentimientos generosos se encuentran en su propio bando. Estos dos manifiestos opuestos están escritos con la misma elocuencia, respiran la misma indignación virtuosa, y uno es tan sincero como el otro: es decir, ambos mienten descaradamente, y sólo los tontos se dejan engañar.
Los hombres sabios, todos los que tienen alguna experiencia en política, ni siquiera se molestan en leerlos; pero sí intentan, en cambio, desentrañar los intereses que llevan a los dos adversarios a esta guerra, y sopesar sus respectivas fuerzas para adivinar el resultado. Esto demuestra que las consideraciones morales no son un factor.
El derecho de gentes, los tratados que regulan las relaciones de los Estados, están privados de toda sanción moral. Son, en cada período determinado de la historia, la expresión material del equilibrio resultante del antagonismo mutuo de los Estados. Mientras haya Estados, no habrá paz. Sólo habrá treguas de duración variable, armisticios concluidos por esos eternos beligerantes, los Estados, y en cuanto un Estado se sienta lo suficientemente fuerte como para romper este equilibrio en su propio beneficio, no dejará de hacerlo. Toda la historia está ahí para demostrarlo.
Mijail Bakunin,
Extracto de "Los osos de Berna y el oso de San Petersburgo", mayo de 1870
FUENTE: Biblioteca Anarquista
Traducido por Jorge Joya
Original: www.socialisme-libertaire.fr/2020/05/les-etats-c-est-la-guerre-permane