Mijaíl Bakunin: Ciencia y anarquía (extracto de Dios y el Estado, 1882).

Nota de la página web de Panarchy: Pasajes muy penetrantes sobre la naturaleza y el papel de la ciencia que no han perdido nada de su actualidad, sobre todo en una época, como la actual, de debacle total de los "estudiosos" de las ciencias sociales y de pérdida de humildad de los "estudiosos" de las ciencias naturales. Dios y el Estado fue compuesto entre febrero y marzo de 1871 y fue publicado en 1882 en una traducción francesa de Élisée Reclus, con una introducción de Carlo Cafiero. El título original elegido por Bakunin fue Sofismas históricos de la escuela doctrinaria de los comunistas alemanes.

LA CIENCIA COMO ABSTRACCIÓN

La idea general es siempre una abstracción y, por ese mismo hecho, en cierto modo, una negación de la vida real. He observado esta propiedad del pensamiento humano, y por consiguiente también de la ciencia, de poder captar y nombrar en los hechos reales sólo su significado general, sus relaciones generales, sus leyes generales; en una palabra, lo que es permanente, en sus continuas transformaciones, pero nunca su lado material, individual, y, por así decirlo, palpitante de realidad y de vida, pero por ello mismo fugaz y esquivo. La ciencia comprende el pensamiento de la realidad, no la realidad misma, el pensamiento de la vida, no la vida. Este es su límite, el único límite verdaderamente infranqueable para ella, porque se basa en la naturaleza misma del pensamiento humano, que es el único órgano de la ciencia.

En esta naturaleza se fundan los derechos incuestionables y la gran misión de la ciencia, pero también su impotencia vital e incluso su mala acción, siempre que, a través de sus representantes oficiales y patentados, se arroga el derecho de gobernar la vida. La misión de la ciencia es ésta: al constatar las relaciones generales de las cosas, tanto transitorias como reales, al reconocer las leyes generales inherentes al desarrollo de los fenómenos tanto en el mundo físico como en el social, fija, por así decirlo, los hitos inmutables de la marcha progresiva de la humanidad, al indicar a los hombres las condiciones generales cuya observación rigurosa es necesaria y cuya ignorancia u olvido serán siempre fatales. En una palabra, la ciencia es la brújula de la vida; pero no es la vida. La ciencia es inmutable, impersonal, general, abstracta, insensible, como las leyes de las que no es más que la reproducción ideal, reflejada o mental, es decir, cerebral (para recordar que la propia ciencia no es más que un producto material de un órgano material de la organización material del hombre, el cerebro). La vida es fugaz y transitoria, pero también palpita con realidad e individualidad, con sensibilidad, sufrimiento, alegría, aspiraciones, necesidades y pasiones. Sólo ella crea espontáneamente las cosas y todos los seres reales. La ciencia no crea nada, sólo observa y reconoce las creaciones de la vida. Y cada vez que los hombres de ciencia, saliendo de su mundo abstracto, se inmiscuyen en la creación viva del mundo real, todo lo que proponen o crean es pobre, ridículamente abstracto, desprovisto de sangre y de vida, nacido muerto, como el homúnculo creado por Wagner, no el músico del futuro que es él mismo una especie de creador abstracto, sino el pedante discípulo del inmortal Doctor Fausto de Goethe. De ello se deduce que la única misión de la ciencia es iluminar la vida, no gobernarla.

CONTRA EL GOBIERNO DE LA CIENCIA

El gobierno de la ciencia y de los hombres de ciencia, ya se llamen positivistas, discípulos de Auguste Comte, o incluso discípulos de la Escuela doctrinaria del comunismo alemán, sólo puede ser impotente, ridículo, inhumano, cruel, opresor, explotador, malvado. Se puede decir de los hombres de ciencia, como tales, lo que he dicho de los teólogos y metafísicos: no tienen ni sentido ni corazón para los seres vivos individuales. Ni siquiera se les puede reprochar esto, pues es la consecuencia natural de su profesión. Como hombres de ciencia sólo pueden interesarse por las generalidades y las leyes.

La ciencia, que sólo se ocupa de lo expresable y constante, es decir, de generalidades más o menos desarrolladas y determinadas, pierde aquí su latín y deja caer su bandera frente a la vida, que es la única que está en contacto con el lado vivo y sensible, pero inasible e indecible, de las cosas. Este es el verdadero y posiblemente el único límite de la ciencia, un límite verdaderamente infranqueable. Un naturalista, por ejemplo, que es él mismo un ser real y vivo, disecciona un conejo; este conejo es también un ser real, y fue, al menos hace unas horas, una individualidad viva. Después de diseccionarlo, el naturalista lo describe: pues bien, el conejo que se desprende de su descripción es un conejo en general, parecido a todos los conejos, privado de toda individualidad, y que, en consecuencia, nunca tendrá la fuerza de existir, seguirá siendo eternamente un ser inerte y no vivo, ni siquiera corpóreo, sino una abstracción, la sombra fija de un ser vivo. La ciencia sólo se ocupa de esas sombras. La realidad viviente escapa a ella, y sólo se entrega a la vida, que, siendo ella misma fugaz y transitoria, puede apoderarse y se apodera de todo lo que vive, es decir, de todo lo que pasa o huye. El ejemplo del conejo, sacrificado a la ciencia, nos conmueve poco, porque normalmente nos interesa muy poco la vida individual de los conejos. No es así con la vida individual de los hombres que la ciencia y los hombres de ciencia, acostumbrados a vivir entre abstracciones, es decir, a sacrificar siempre las realidades fugaces y vivas a sus constantes sombras, serían igualmente capaces, si se les permitiera hacerlo, de inmolarlas o al menos subordinarlas al beneficio de sus generalidades abstractas.

La individualidad humana, al igual que la de las cosas más inertes, es igualmente esquiva y, por así decirlo, inexistente para la ciencia. De ahí que los individuos vivos deban guardarse y protegerse de ella, para no ser inmolados por ella, como el conejo, en beneficio de alguna abstracción; así como deben guardarse al mismo tiempo de la teología, de la política y de la jurisprudencia, todas las cuales, participando igualmente de este carácter abstractivo de la ciencia, tienen la fatal tendencia a sacrificar a los individuos en beneficio de la misma abstracción, llamada por cada una de ellas sólo con nombres diferentes, la primera llamándola verdad divina, la segunda bien público y la tercera justicia.

LA DIFERENCIA ENTRE LA CIENCIA Y LA VIDA

La ciencia puede aplicarse a la vida, pero nunca encarnarse en ella. Porque la vida es la acción inmediata y viva, el movimiento espontáneo y fatal de las individualidades vivas. La ciencia es sólo la abstracción, siempre incompleta e imperfecta, de este movimiento. Si se impusiera como doctrina absoluta, como autoridad gubernamental, la empobrecería, la distorsionaría y la paralizaría. La ciencia no puede surgir de las abstracciones; ese es su reino. Pero las abstracciones, y sus representantes inmediatos, de cualquier tipo, sacerdotes, políticos, juristas, economistas y eruditos, deben dejar de gobernar a las masas del pueblo. Todo el progreso del futuro está aquí. Es la vida y el movimiento de la vida, la acción individual y social de los hombres devueltos a su completa libertad. Es la extinción absoluta del propio principio de autoridad. ¿Y cómo? Por la propaganda más popular de la ciencia libre. De este modo, la masa social ya no tendrá fuera de sí una supuesta verdad absoluta que la dirija y gobierne, representada por individuos muy interesados en mantenerla exclusivamente en sus manos, porque les da poder, y con el poder la riqueza, el poder de vivir del trabajo de la masa popular. Pero esta masa tendrá en sí misma una verdad, siempre relativa, pero real, una luz interior que iluminará sus movimientos espontáneos y que hará inútil toda autoridad y toda dirección exterior.

Por supuesto, los eruditos no son exclusivamente hombres de ciencia y también son más o menos hombres de vida. Sin embargo, no debemos confiar demasiado en esto, y si podemos estar bastante seguros de que ningún científico se atreverá hoy en día a tratar a un hombre como trata a un conejo, siempre es de temer que el cuerpo de científicos, si se les deja a su aire, someta a hombres reales y vivos a experimentos científicos que pueden ser menos crueles, pero que no serían menos desastrosos para sus víctimas humanas. Si los científicos no pueden experimentar en los cuerpos de los hombres individuales, no pedirán nada mejor que experimentar en el cuerpo social, y esto es lo que hay que impedir absolutamente.

En su organización actual, monopolizando la ciencia y permaneciendo como tal al margen de la vida social, los científicos forman una casta aparte que ofrece muchas analogías con la casta sacerdotal. La abstracción científica es su Dios, las individualidades vivas y reales son sus víctimas, y ellos son sus patentes sacrificadores.

CIENCIA Y ARTE

La ciencia no puede salir del ámbito de las abstracciones. En este sentido, es infinitamente inferior al arte, que también sólo tiene que tratar tipos generales y situaciones generales, pero que, por un artificio propio, sabe encarnarlos en formas que, aunque no sean vivas en el sentido de la vida real, provocan sin embargo en nuestra imaginación el sentimiento o el recuerdo de esta vida; Individualiza, por así decirlo, los tipos y situaciones que concibe, y, a través de estas individualidades sin carne ni hueso, y, como tales, permanentes o inmortales, que tiene el poder de crear, nos recuerda las individualidades vivas y reales que aparecen y desaparecen ante nuestros ojos. El arte es, pues, en cierto modo, el retorno de la abstracción a la vida. La ciencia, por el contrario, es la inmolación perpetua de la vida fugaz y transitoria, pero real, en el altar de las abstracciones eternas.

CIENCIA E INDIVIDUALIDAD

La ciencia es tan poco capaz de captar la individualidad de un hombre como la de un conejo. Es decir, es tan indiferente lo uno como lo otro. No es que ignore el principio de individualidad. Lo concibe perfectamente como un principio, pero no como un hecho. Sabe muy bien que todas las especies animales, incluida la humana, no tienen una existencia real sino en un número indefinido de individuos que nacen y mueren, dando paso a nuevos individuos igualmente transitorios. Sabe que a medida que nos elevamos de la especie animal a la especie superior, el principio de individualidad se vuelve más determinado, y los individuos aparecen más completos y libres. Sabe, por último, que el hombre, el último y más perfecto animal de esta tierra, presenta la individualidad más completa y la más digna de consideración, por su capacidad de concebir y concretar, de personificar, por así decirlo, en sí mismo, y en su existencia tanto social como privada, la ley universal. Sabe, cuando no está viciado por el doctrinarismo teológico o metafísico, político o jurídico, o incluso por un orgullo estrechamente científico, y cuando no es sordo a los instintos y aspiraciones espontáneas de la vida, sabe, y ésta es su última palabra, que el respeto al hombre es la ley suprema de la humanidad y que el gran, el verdadero objetivo de la historia, el único legítimo, es la humanización y la emancipación, la libertad real, la prosperidad real, la felicidad de cada individuo real que vive en sociedad. Porque, al final, a menos que volvamos a caer en la ficción liberticida del bien público representado por el Estado, una ficción siempre basada en el sacrificio sistemático de las masas populares, debemos reconocer que la libertad y la prosperidad colectivas sólo son reales cuando representan la suma de las libertades y las prosperidades individuales.

LA IMPERSONALIDAD Y LA GENERALIDAD DE LA CIENCIA

La ciencia sabe todo esto, pero no va ni puede ir más allá. Siendo la abstracción su propia naturaleza, puede concebir el principio de la individualidad real y viva, pero no puede tener nada que ver con los individuos reales y vivos. Se ocupa de los individuos en general, pero no de Pedro y Santiago, ni de este o aquel otro individuo, que no existen, que no pueden existir para ella. Sus individuos siguen siendo sólo abstracciones.

Y sin embargo, no son estas individualidades abstractas, son los individuos reales, vivos y transitorios los que hacen la historia. Las abstracciones no tienen piernas para caminar, sólo caminan cuando son llevadas por hombres vivos. Para estos seres reales, compuestos, no sólo en idea, sino en realidad de carne y hueso, la ciencia no tiene corazón. Los considera, a lo sumo, carne de desarrollo intelectual y social. ¿Qué hacen las condiciones particulares y el destino fortuito de Pedro y Santiago? Haría el ridículo, abdicaría y se anularía a sí misma, si quisiera tratar con ellos de otra manera que no fuera un ejemplo fortuito en apoyo de sus eternas teorías. Y sería ridículo culparla por ello, ya que no es su misión. No puede captar lo concreto; sólo puede moverse en abstracciones. Su misión es ocuparse de la situación y de las condiciones generales de existencia y desarrollo del género humano en general, o de una raza, pueblo, clase o categoría de individuos en particular, de las causas generales de su prosperidad o decadencia y de los medios generales para hacerlos progresar en todos los sentidos. Siempre que cumpla con esta tarea de forma amplia y racional, habrá cumplido con todo su deber, y sería realmente ridículo e injusto pedirle más.

Pero sería igualmente ridículo, sería desastroso, confiarle una tarea que es incapaz de cumplir. Dado que su propia naturaleza la obliga a ignorar la existencia y el destino de Pedro y Santiago, nunca debe permitirse, ni a nadie en su nombre, gobernar a Pedro y Santiago. Ya que podría tratarlos como a los conejos. O mejor dicho, seguiría ignorándolos; pero sus representantes patentes, que no son en absoluto abstractos, sino por el contrario muy vivos, con intereses muy reales, cediendo a la influencia perniciosa que el privilegio ejerce fatalmente sobre los hombres, acabarán desollándolos en nombre de la ciencia, como hasta ahora lo han hecho los sacerdotes, los políticos de todo color y los abogados en nombre de Dios, del Estado y del derecho legal.

Lo que estoy predicando, entonces, es en cierta medida la rebelión de la vida contra la ciencia, o más bien contra el gobierno de la ciencia. No para destruir la ciencia -¡Dios no lo quiera! Eso sería un crimen de lesa humanidad, pero para devolverlo a su lugar, para que nunca más pueda salir de él. Hasta ahora, toda la historia de la humanidad ha sido una perpetua y sangrienta inmolación de millones de pobres seres humanos en honor de alguna despiadada abstracción: dioses, patria, poder estatal, honor nacional, derechos históricos, derechos legales, libertad política, bien público. Este ha sido el movimiento natural, espontáneo y fatal de las sociedades humanas hasta ahora. No podemos hacer nada al respecto, debemos aceptarlo, en lo que respecta al pasado, como aceptamos todas las muertes naturales. Debemos creer que ésta era la única forma posible de educar a la raza humana. Porque no hay que engañarse: aun sacando partido de las maquiavélicas artimañas de las clases dirigentes, hay que reconocer que ninguna minoría habría sido lo suficientemente poderosa como para imponer todos esos horribles sacrificios a las masas humanas si no hubiera existido en las propias masas un movimiento vertiginoso y espontáneo que las impulsara constantemente a sacrificarse a una de esas abstracciones devoradoras que, como los vampiros de la historia, se han alimentado siempre de sangre humana.

Que a los teólogos, políticos y juristas les parezca muy bonito es comprensible. Como sacerdotes de estas abstracciones, sólo viven del continuo sacrificio de las masas populares. Que la metafísica también dé su consentimiento tampoco debe sorprendernos.

No tiene otra misión que legitimar y racionalizar en lo posible lo inicuo y absurdo. Pero que la propia ciencia positiva haya mostrado hasta ahora las mismas tendencias es algo que debemos constatar y deplorar. Sólo ha podido hacerlo por dos razones: En primer lugar, porque, constituida fuera de la vida popular, está representada por un cuerpo privilegiado; en segundo lugar, porque hasta ahora se ha postulado como la meta absoluta y final de todo desarrollo humano; mientras que mediante una crítica juiciosa, que es capaz de ejercer y que finalmente se verá obligada a ejercer contra sí misma, debería haberse dado cuenta de que ella misma no es más que un medio necesario para la realización de un objetivo mucho más elevado, el de la humanización completa de la situación real de todos los individuos reales que nacen, viven y mueren en la tierra.

De nuevo, la única misión de la ciencia es iluminar el camino. Pero sólo la vida, liberada de todos los grilletes gubernamentales y doctrinarios y devuelta a la plenitud de su acción espontánea, puede crear.

¿Cómo se puede resolver esta antinomia?

Por un lado, la ciencia es indispensable para la organización racional de la sociedad; por otro, incapaz de interesarse por lo real y lo vivo, no debe interferir en la organización real o práctica de la sociedad. Esta contradicción sólo puede resolverse de una manera: mediante la liquidación de la ciencia como un ser moral que existe fuera de la vida social, y representada, como tal, por un cuerpo de científicos patentados; mediante su difusión entre las masas populares. La ciencia, llamada en adelante a representar la conciencia colectiva de la sociedad, debe convertirse realmente en propiedad de todos. De este modo, sin perder nada de su carácter universal, al que no puede renunciar so pena de dejar de ser ciencia, y sin dejar de ocuparse exclusivamente de las causas generales, de las condiciones generales y de las relaciones generales de los individuos y de las cosas, se fundirá de hecho con la vida inmediata y real de todos los individuos humanos. Será un movimiento análogo al que hizo decir a los protestantes, al principio de la Reforma religiosa, que ya no había necesidad de sacerdotes, pues cada hombre se convertiría en adelante en su propio sacerdote, habiendo logrado cada hombre, gracias a la intervención invisible y única de Nuestro Señor Jesucristo, tragarse por fin a su buen Dios. Pero aquí no se trata de Nuestro Señor Jesucristo, ni del buen Dios, ni de la libertad política, ni del derecho jurídico, cosas todas ellas reveladas teológica o metafísicamente, y todas igualmente indigestas, como sabemos. El mundo de las abstracciones científicas no se revela; es inherente al mundo real, del que no es más que la expresión y representación general o abstracta. Mientras forme una región separada, representada especialmente por el cuerpo de eruditos, este mundo ideal amenaza con ocupar el lugar del buen Dios en relación con el mundo real, reservando para sus representantes patentados el oficio de sacerdotes. Por eso hay que disolver la organización social separada de la ciencia por la educación general, igual para todos, para que las masas, dejando de ser rebaños conducidos y esquilados por pastores privilegiados, puedan en adelante tomar en sus manos su destino histórico.¡

Mijail Aleksandrovich Bakunin

FUENTE: Panarchy

Traducido por Jorge Joya

Original: www.socialisme-libertaire.fr/2016/09/la-science-et-l-anarchie.html