Nota: La idea de que los anarquistas están en contra de la autoridad es rechazada por Bakunin. Con palabras muy sencillas y claras, afirma que los anarquistas están dispuestos a someterse a la autoridad de las leyes naturales, y a aceptar libremente la autoridad de los expertos como recomendaciones muy válidas. En definitiva, según Bakunin, "no hay una autoridad fija y constante, sino un intercambio continuo de autoridad y subordinación mutua, transitoria y sobre todo voluntaria".
Dios y el Estado fue compuesto entre febrero y marzo de 1871 y fue publicado en 1882 en una traducción francesa de Élisée Reclus, con una introducción de Carlo Cafiero. El título original elegido por Bakunin fue Sofismas históricos de la escuela doctrinaria de los comunistas alemanes.
"¿Qué es la autoridad? ¿Es el poder inevitable de las leyes naturales que se manifiestan en la secuencia y en la sucesión fatal de los fenómenos del mundo físico y social? De hecho, contra estas leyes, la revuelta no sólo está prohibida, sino que es imposible. Podemos ignorarlas o no conocerlas todavía, pero no podemos desobedecerlas, porque constituyen la base y las condiciones mismas de nuestra existencia; nos envuelven, nos penetran y regulan todos nuestros movimientos, nuestros pensamientos y nuestras acciones; de modo que, incluso cuando creemos que las desobedecemos, no hacemos más que manifestar su omnipotencia.
Sí, somos absolutamente esclavos de estas leyes. Pero esta esclavitud no tiene nada de humillante, o más bien ni siquiera es una esclavitud. Porque la esclavitud presupone un amo externo, un legislador que está fuera de la persona a la que manda, mientras que estas leyes no están fuera de nosotros: son inherentes a nosotros, constituyen todo nuestro ser, tanto corporal como intelectual y moral: vivimos, respiramos, actuamos, pensamos, queremos sólo a través de ellas. Fuera de ellos, no somos nada, no somos. ¿De dónde sacaríamos entonces el poder y la voluntad de rebelarnos contra ellos?
Con respecto a las leyes naturales, sólo hay una libertad posible para el hombre, y es la de reconocerlas y aplicarlas cada vez más, de acuerdo con el objetivo de emancipación o humanización, tanto colectiva como individual, que persigue, a la organización de su existencia material y social. Estas leyes, una vez reconocidas, ejercen una autoridad que nunca es discutida por la masa de los hombres. Hay que ser, por ejemplo, un loco o un teólogo, o al menos un metafísico, un jurista o un economista burgués, para rebelarse contra esta ley según la cual dos por dos son cuatro. Hay que tener fe para imaginar que uno no se quemará en el fuego ni se ahogará en el agua, a no ser que se recurra a algún subterfugio que siga basándose en alguna otra ley natural. Pero estas revueltas, o más bien estos intentos o locas imaginaciones de una revuelta imposible, son sólo una rara excepción, pues, en general, puede decirse que la masa de los hombres, en su vida cotidiana, se deja gobernar por el sentido común, es decir, por la suma de las leyes naturales generalmente reconocidas, de manera más o menos absoluta.
La desgracia es que un gran número de leyes naturales, ya adoptadas como tales por la ciencia, permanecen desconocidas para las masas populares, gracias al cuidado de esos gobiernos tutelares que existen, como sabemos, sólo para el bien del pueblo. Otro inconveniente es que la mayor parte de las leyes naturales inherentes al desarrollo de la sociedad humana, y que son tan necesarias, invariables y fatales como las leyes que rigen el mundo físico, no han sido debidamente establecidas y reconocidas por la propia ciencia.
Una vez que hayan sido reconocidos primero por la ciencia, y una vez que desde la ciencia, por medio de un amplio sistema de educación e instrucción popular, hayan pasado a la conciencia de todo el mundo, la cuestión de la libertad estará perfectamente resuelta. Los autoritarios más recalcitrantes deben reconocer que entonces no habrá necesidad de organización política, de dirección o de legislación, tres cosas que, ya sea que emanen de la voluntad del soberano o del voto de un parlamento elegido por sufragio universal, y aunque estuvieran en conformidad con el sistema de leyes naturales -lo que nunca ocurre ni puede ocurrir-, son siempre igualmente fatales y contrarias a la libertad de las masas, porque les imponen un sistema de leyes externas, y por lo tanto despóticas.
La libertad del hombre consiste únicamente en esto, en que obedece las leyes naturales porque las ha reconocido como tales, y no porque le hayan sido impuestas externamente por alguna voluntad ajena, divina o humana, colectiva o individual.
Supongamos una academia de eruditos, compuesta por los más ilustres representantes de la ciencia; supongamos que esta academia está encargada de la legislación y organización de la sociedad, y que, inspirada únicamente por el más puro amor a la verdad, le dicta leyes absolutamente conformes con los más recientes descubrimientos de la ciencia. Pues bien, afirmo que esta legislación y esta organización serán una monstruosidad, y ello por dos razones. La primera es que la ciencia humana es siempre necesariamente imperfecta, y que comparando lo que ha descubierto con lo que le queda por descubrir, se puede decir que todavía está en su cuna. De modo que si quisiéramos obligar a la vida práctica de los hombres, tanto colectiva como individualmente, a ajustarse estrictamente, exclusivamente, a los últimos datos de la ciencia, estaríamos condenando tanto a la sociedad como a los individuos a sufrir un martirio en un lecho de Procusto, que pronto acabaría por dislocarlos y asfixiarlos, ya que la vida sigue siendo siempre infinitamente más amplia que la ciencia.
La segunda razón es la siguiente: una sociedad que obedece a la legislación que emana de una academia científica, no porque ella misma haya comprendido su carácter racional, en cuyo caso la existencia de la academia se volvería inútil, sino porque esta legislación, que emana de esta academia, se le impone en nombre de una ciencia que venera sin comprenderla, tal sociedad sería una sociedad no de hombres sino de brutos. Sería una segunda edición de aquella pobre república del Paraguay que se dejó gobernar durante tanto tiempo por la Compañía de Jesús. Una sociedad así pronto descendería al grado más bajo de idiotez.
Pero todavía hay una tercera razón que hace imposible un gobierno así. Es que una academia científica dotada de una soberanía tan absoluta, por así decirlo, y aunque estuviera compuesta por los hombres más ilustres, terminaría infaliblemente y pronto por corromperse, tanto moral como intelectualmente. Esto es ya hoy, con los pocos privilegios que les quedan, la historia de todas las academias. El mayor genio científico, desde el momento en que se convierte en un académico, en un funcionario, en un científico patentado, inevitablemente se hunde y se duerme. Pierde su espontaneidad, su audacia revolucionaria y esa energía incómoda y salvaje que caracteriza la naturaleza de los más grandes genios, siempre llamados a destruir los mundos obsoletos y a sentar las bases de otros nuevos. Sin duda gana en cortesía, en sabiduría utilitaria y práctica, lo que pierde en poder de pensamiento. Corrompe, en una palabra.
La naturaleza del privilegio y de todas las posiciones privilegiadas es matar las mentes y los corazones de los hombres. El hombre privilegiado política o económicamente es un hombre depravado intelectual y moralmente. Se trata de una ley social que no admite excepciones y que se aplica tanto a naciones enteras como a clases, empresas e individuos. Es la ley de la igualdad, la condición suprema de la libertad y la humanidad. El objetivo principal de este libro es precisamente desarrollarlo y demostrar su verdad en todas las manifestaciones de la vida humana.
Un organismo científico al que se le encomendara el gobierno de la sociedad pronto dejaría de ocuparse de la ciencia en absoluto, para dedicarse a un negocio totalmente distinto; y este negocio, el negocio de todos los poderes establecidos, consistiría en perpetuarse haciendo que la sociedad confiada a su cuidado fuera cada vez más estúpida y, en consecuencia, más necesitada de su gobierno y dirección.
Pero lo que es cierto para las academias científicas lo es también para todas las asambleas constituyentes y legislativas, incluso cuando son elegidas por sufragio universal. Es cierto que el sufragio universal puede renovar la composición de estas asambleas, pero ello no impide que en pocos años se forme un cuerpo de políticos, privilegiados de hecho, no de derecho, que, al dedicarse exclusivamente a la dirección de los asuntos públicos de un país, acaban formando una especie de aristocracia u oligarquía política. Véanse los Estados Unidos de América y Suiza. Así pues, ni legislación externa ni autoridad, siendo la una inseparable de la otra, y tendiendo ambas a la esclavización de la sociedad y al embrutecimiento de los propios legisladores.
¿Se deduce que rechazo toda autoridad? Lejos de mí. Cuando se trata de botas, me remito a la autoridad del zapatero; cuando se trata de una casa, un canal o un ferrocarril, consulto la autoridad del arquitecto o del ingeniero. Para tal o cual ciencia especial, me dirijo a tal o cual erudito. Pero no me dejo imponer por el zapatero, el arquitecto o el científico. Les escucho libremente y con todo el respeto que merecen su inteligencia, su carácter y sus conocimientos, pero reservándome mi incuestionable derecho de crítica y control. No me contento con consultar a una sola autoridad especializada, sino que consulto a varias; comparo sus opiniones y elijo la que me parece más correcta. Pero no reconozco ninguna autoridad infalible, ni siquiera en asuntos muy especiales; en consecuencia, independientemente del respeto que pueda tener por la honestidad y la sinceridad de tal o cual individuo, no tengo una fe absoluta en nadie. Tal fe sería fatal para mi razón, para mi libertad y para el éxito mismo de mis empresas; me convertiría inmediatamente en un estúpido esclavo y en un instrumento de la voluntad y los intereses de otros.
Si me inclino ante la autoridad de los especialistas y si me declaro dispuesto a seguir, hasta cierto punto y durante el tiempo que me parezca necesario, sus indicaciones e incluso su dirección, es porque esta autoridad no me la impone nadie, ni los hombres ni Dios. De lo contrario, los rechazaría con horror y mandaría al diablo sus consejos, su orientación y sus conocimientos, con la certeza de que me harían pagar con la pérdida de mi libertad y mi dignidad humanas los trozos de verdad, envueltos en muchas mentiras, que pudieran darme.
Me inclino ante la autoridad de hombres especiales porque me lo impone mi propia razón. Soy consciente de que sólo puedo abarcar en todos sus detalles y desarrollos positivos una parte muy pequeña de la ciencia humana. La mayor inteligencia no sería suficiente para abarcar el conjunto. De ahí, tanto para la ciencia como para la industria, la necesidad de la división y asociación del trabajo. Recibo y doy, así es la vida humana. Cada uno es una autoridad directora y cada uno es dirigido a su vez. Así pues, no hay una autoridad fija y constante, sino un intercambio continuo de autoridad y subordinación mutua, temporal y sobre todo voluntaria.
Esta misma razón me prohíbe reconocer una autoridad fija, constante y universal, porque no existe un hombre universal, un hombre que sea capaz de abarcar en esa riqueza de detalles, sin la cual no es posible la aplicación de la ciencia a la vida, todas las ciencias, todas las ramas de la vida social. Y, si tal universalidad pudiera encontrarse en un solo hombre, y éste quisiera valerse de ella para imponernos su autoridad, tendríamos que expulsar a ese hombre de la sociedad, porque su autoridad reduciría inevitablemente a todos los demás a la esclavitud y la imbecilidad. No creo que la sociedad deba maltratar a los hombres de genio como lo ha hecho hasta ahora. Pero tampoco creo que deba engordarlos demasiado, ni concederles, sobre todo, privilegios o derechos exclusivos; y esto por tres razones: primero, porque a menudo confundiría a un charlatán con un hombre de genio; segundo, porque, con este sistema de privilegios, podría convertir incluso a un verdadero hombre de genio en un charlatán, desmoralizarlo y atontarlo; y tercero, porque se daría a sí mismo un déspota.
Permítanme resumirlo. Reconocemos, pues, la autoridad absoluta de la ciencia porque ésta no tiene otro objeto que la reproducción mental, reflejada y lo más sistemática posible, de las leyes naturales que son inherentes tanto a la vida material como a la intelectual y moral del mundo físico y del mundo social, constituyendo estos dos mundos, de hecho, un solo y mismo mundo natural. Aparte de esta autoridad, que sólo es legítima por ser racional y acorde con la libertad humana, declaramos que todas las demás autoridades son falsas, arbitrarias, despóticas y perjudiciales.
Reconocemos la autoridad absoluta de la ciencia, pero rechazamos la infalibilidad y universalidad de sus representantes. En nuestra Iglesia -permítanme usar por un momento esta expresión, que detesto-, la Iglesia y el Estado son mis dos manías, en nuestra Iglesia, como en la protestante, tenemos una cabeza, un Cristo invisible, la Ciencia; y como los protestantes, y aún más consecuente que los protestantes, no queremos sufrir ni un papa, ni concilios, ni cónclaves de cardenales infalibles, ni obispos, ni siquiera sacerdotes. Nuestro Cristo se diferencia del Cristo protestante y cristiano en que éste es un ser personal, el nuestro impersonal; el Cristo cristiano, ya realizado en el pasado eterno, se presenta como un ser perfecto, mientras que la realización y la perfección de nuestro Cristo de la Ciencia están siempre en el futuro, lo que equivale a decir que nunca se realizarán. Al reconocer la autoridad absoluta de la ciencia absoluta únicamente, no nos comprometemos con nada.
Por esta palabra, ciencia absoluta, entiendo la ciencia verdaderamente universal que reproduciría idealmente, en toda su extensión y en todos sus infinitos detalles, el universo, el sistema o la coordinación de todas las leyes naturales que se manifiestan en el desarrollo incesante de los mundos. Es evidente que esta ciencia, objeto sublime de todos los esfuerzos de la mente humana, nunca se realizará en su absoluta plenitud. Nuestro Cristo permanecerá, por tanto, eternamente inacabado, lo que debe reducir en gran medida el orgullo de sus patentes representantes entre nosotros. Contra este Dios hijo, en cuyo nombre pretenden imponer su insolente y pedante autoridad, apelaremos a Dios padre, que es el mundo real, la vida real, de la que él es sólo la expresión demasiado imperfecta, y de la que nosotros, los seres reales, que vivimos, trabajamos, luchamos, amamos, aspiramos, disfrutamos y sufrimos, somos los representantes inmediatos.
Pero al mismo tiempo que rechazamos la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de ciencia, nos inclinamos de buen grado ante la autoridad respetable, pero relativa y muy temporal, muy restringida, de los representantes de las ciencias especiales, no pidiendo nada mejor que consultarlos a su vez, y muy agradecidos por las preciosas indicaciones que estarán dispuestos a darnos, siempre que estén dispuestos a recibirlas de nosotros en cosas y ocasiones en las que tenemos más conocimientos que ellos; Y, en general, no pedimos nada mejor que hombres de gran conocimiento, experiencia, mente y, especialmente, corazón, ejerzan sobre nosotros una influencia natural y legítima, libremente aceptada, y nunca impuesta en nombre de ninguna autoridad oficial, celestial o terrenal. Aceptamos todas las autoridades naturales, y todas las influencias de hecho, ninguna de derecho; porque cualquier autoridad o influencia de derecho, y como tal impuesta oficialmente, se convertiría de inmediato en opresión y en mentira, y nos impondría infaliblemente, como creo haber demostrado suficientemente, la esclavitud y el absurdo.
En una palabra, rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiada, patentada, oficial y legal, aunque provenga del sufragio universal, convencidos de que sólo puede obrar siempre en beneficio de una minoría dominante y explotadora, contra los intereses de la inmensa mayoría esclavizada. Este es el sentido en el que somos realmente anarquistas.
Mijail Aleksandrovich Bakunin
FUENTE: Panarchy
Traducido por Jorge Joya
Original: www.socialisme-libertaire.fr/2016/05/qu-est-ce-que-l-autorite.html