- 1. Cuestión de definición
- 2. Sexualidad y homosexualidad
- 3. Un estudio de caso
- 4. En el centro de la cuestión
- 5. Homosexualidad y contrarrevolución
- 6. Progresos realizados
- 7. A modo de conclusión
1. Cuestión de definición
Empecemos por aclarar una cuestión de vocabulario. ¿Qué entendemos por la palabra homosexualidad? ¿Qué contenido debe darse a la palabra Revolución?
El primero de estos términos es pesado y feo. Fue fabricado a finales del siglo XIX por la sexología germánica. Designa el interés que un ser humano (hombre o mujer) tiene por una persona del mismo sexo (sólo trataré la homosexualidad masculina, conociendo poco la femenina).
) Dicho esto, seguimos sin saber nada. Pues esta inclinación puede manifestarse de todo tipo de formas: incorpórea, sublimada o furiosamente física. Entre los varones, puede dirigirse a los adolescentes, a los hombres hechos o incluso a los niños, a los maricas como a los atletas, a los andróginos delgados o a los hércules. Puede inclinarse por el sadismo o el masoquismo, puede ser aficionado al cuero o al caucho, puede ser tentado por un fetiche u otro, puede ser activo o pasivo o ambos, puede tener predilección por los hombres imberbes o con bigote, el límite de edad de su pareja puede ser más o menos elevado, si su preferencia es el tamaño del pene o la dureza de los músculos, si le gusta la desnudez o prefiere vestir de paisano o de uniforme, si practica la fidelidad en la pareja o el amor a primera vista por el primer hombre que conoce, o ambas cosas.
Pero estos matices son relativamente triviales. Mucho más importante es la diferencia entre el homosexual exclusivo y el bisexual.
¿Debe entonces la palabra homosexualidad englobar sólo a una minoría de individuos que, por azar de la vida, o por repetición pavloviana, o por el complejo de castración, se han acostumbrado a apartarse del sexo femenino? Es sin duda el veredicto de la moral burguesa y cristiana el que ha conferido su carácter extensivo y peyorativo a esta forma de amar. La palabra debería caer en desuso a medida que desaparezcan las leyes homófobas y los prejuicios contra ella, y finalmente la ira de una Iglesia que se obstina en vituperar esta inclinación a medida que muchos de sus sacerdotes -y con razón- se entregan a ella o tratan de defenderse de ella. Pero veremos más adelante que la sociedad burguesa, fundada en la familia, no cederá tan fácilmente uno de sus últimos baluartes.
Consideremos ahora la palabra Revolución. El término se ha utilizado en exceso. Incluso el fascismo se ha atrevido a llamarse «revolucionario». Cualquier tirano de un país subdesarrollado puede presumir de un «Consejo de la Revolución». Tanto el bloque del Este, que ejerce una dictadura despiadada sobre su proletariado y comete la impostura de llamar «socialismo» a su capitalismo de Estado, como los partidos llamados «comunistas», que se convierten en instrumentos serviles de un imperio totalitario, no pueden hacerse pasar por revolucionarios.
Pero la palabra Revolución no debe ser desterrada. Conserva un significado histórico preciso e irrefutable. Designa el levantamiento de las masas trabajadoras oprimidas y explotadas y su esfuerzo por liberarse, al mismo tiempo que marca la desalienación de cada individuo. De ahí la relación dialéctica que hay que establecer entre las palabras homosexualidad y revolución. Este folleto intentará hacerlo.
2. Sexualidad y homosexualidad
Para una comprensión clara y exacta del tema que ahora abordamos, es necesario tener en cuenta que la homosexualidad no es un fenómeno aparte, en cierto modo especializado, sino una simple variante de una inmensa propiedad de la naturaleza animal y humana: la sexualidad. Por lo tanto, sólo puede entenderse y describirse mediante una investigación global del funcionamiento sexual. En su relación con la Revolución, se trata menos de la homosexualidad que de la sexualidad en general, de lo que Freud designa como libido. El problema al que nos enfrentamos es, pues, el de la compatibilidad entre el libre ejercicio del instinto sexual y las contingencias y exigencias de la lucha revolucionaria. ¿Follar mucho sería perjudicial para la acción revolucionaria o, por el contrario, la exaltaría?
Nos encontramos así en el corazón de un viejo debate entre militantes revolucionarios. Algunos, como Robespierre, como Proudhon, como Lenin, basan la eficacia revolucionaria en la «virtud», en la continencia, y afirman que la emisión demasiado frecuente de esperma debilita, emascula la combatividad de los que impugnan el orden burgués. Si quisiéramos trazar una línea en la arena, podríamos multiplicar las citas irrisorias de estos feroces guardianes de las buenas costumbres, hasta el punto de suponer que no estaban muy dotados sexualmente o que reprimían sus apetitos carnales de forma aberrante.
Otros revolucionarios, en cambio, sostienen que el atractivo de la voluptuosidad no disminuye la energía del luchador revolucionario, sino que, por el contrario, el orgasmo va de la mano de la furia militante. Esta fue la visión que la juventud lujuriosa de mayo de 1968 expuso públicamente en los muros de la Sorbona.
Por supuesto, esto es hasta cierto punto una cuestión de casos individuales, ya que el potencial sexual varía de cero a infinito, y algunos individuos sobrecalentados se vacían más rápidamente que otros. También es una cuestión de proporción y medida. Ablandarse en las delicias de Capua del desenfreno no es, evidentemente, la mejor preparación para la confrontación revolucionaria. Por otra parte, una abstención demasiado larga de las relaciones físicas puede crear un estado de tensión nerviosa más o menos paralizante y, por tanto, poco propicio a la audacia militante. Aquí la Revolución y el deporte tienen puntos en común. Un boxeador, un atleta, después de una larga noche de amor, difícilmente es capaz de realizar uppercuts precisos o registros cronometrados. Por otro lado, un exceso de sobreentrenamiento casto puede convertir al campeón en un pelele. Los directivos lo saben muy bien. Que los gestores de la lucha social tomen una lección de esto.
La homosexualidad reproduce los mismos patrones. Nunca ha perjudicado la agresividad revolucionaria, digan lo que digan algunos hipócritas de la lucha de clases, siempre que no se pase de la raya, en la multiplicidad de coqueteos. Si es objeto de ciertas reticencias por parte de algunos autoproclamados «guías» del proletariado, es por una razón completamente diferente. Temen que la disidencia sexual, si se hace notoria, desacredite a sus activistas a ojos de los homófobos, o incluso les haga acreedores a chantajes y otros abusos. Pero aquí nos adentramos en otro terreno, el de los prejuicios, el del «tabú», que todavía hoy afecta a todos los homosexuales, a pesar de los progresos realizados.
3. Un ejemplo de ello
No puedo ocultar que en mi búsqueda «objetiva» de la relación que se puede establecer entre la homosexualidad y la Revolución, hay una parte de experiencia personal. Cuando entré en la lucha social, me encontré con que era a la vez homosexual y revolucionario, sin poder distinguir claramente entre la parte intelectual (lecturas, reflexiones) y la parte sensible (atracción física por la clase obrera, revuelta, rechazo de mi antiguo medio burgués).
El hecho es que durante muchos años me sentí cortado en dos, expresando mis nuevas convicciones militantes en voz alta y, a la fuerza, sintiéndome obligado a ocultar mis inclinaciones íntimas. Los extractos de varios escritos de la segunda parte de este Cuaderno, creo que relatan esta dicotomía con mucha precisión. Cruel, porque soy por naturaleza un amante de la franqueza y la extroversión. Apenas guardo un secreto. Incluso soy hablador. Callar, encerrarme es doloroso para mí. Con los compañeros con los que entablé amistad y confianza, tuve que morderme el labio con demasiada frecuencia para no aventurarme en una discusión sobre la sexualidad, y menos aún para defender, aunque fuera de forma impersonal, una versión poco ortodoxa del amor.
Tuve que esperar hasta mayo del 68, cuando ya tenía más de sesenta años, para liberarme de este pesado y cotidiano secreto. Y sólo más tarde descubrí por casualidad que cierto compañero de lucha revolucionaria cuando yo me inicié en el movimiento sólo se entregaba al sexo con chicos, con sus propios alumnos si era profesor, con jóvenes «adolescentes» si retozaba eróticamente con ellos los fines de semana de la revista Arcadie.
Además, mi llegada a las ideas revolucionarias había sido, en mayor o menor medida, producto de mi homosexualidad, que me había convertido, desde muy temprana edad, en un liberto, un asocial, un rebelde. En mis ensayos autobiográficos, he relatado que mis convicciones no procedían tanto de los libros y periódicos revolucionarios, aunque había absorbido enormes cantidades de ellos, como del contacto físico, vestimentario, fraternal, por no decir espiritual, con las condiciones de vida de la clase proletaria. Aprendí y descubrí mucho más en tal o cual tienda de bicicletas, con su clientela de loubards, en tal o cual sala de boxeo y lucha libre del barrio de Ménilmontant. Intercambiaba conversaciones más libres y enriquecedoras en la humeante trastienda de tal o cual pequeño «restaurante» de clase trabajadora, poblado por solteros empedernidos, que en los lujosos pisos de los pocos ex alumnos que me había obligado a seguir frecuentando.
Encontré en los gritos de rebeldía de Max Stirner, cuando mucho más tarde conocí El único y su propiedad, fantasías homosexuales cercanas a lo que había sido el mío.
Hay que señalar, para no omitir nada de mi trayectoria vital, que en ningún momento, de ninguna manera, la intensidad, la multiplicidad, el frenesí de mis aventuras homosexuales prevalecieron sobre mi intensa actividad militante con vistas a cambiar el mundo, ni ensombrecieron mi determinación y obstinación revolucionarias. Digo esto, no para presumir, sino porque es la estricta verdad. Además, esta concentración en lo que era esencial para mí no me impedía, por supuesto, beber con avidez de otras fuentes, embriagarme con la música, la poesía, las artes plásticas, los paisajes y los viajes, diversiones beneficiosas que relajan la mente y la hacen más capaz y mejor dispuesta para proseguir la lucha militante.
Debo añadir, por último, para desengañar a los malintencionados que cuestionan mi sinceridad revolucionaria -simplemente porque las galas de los jóvenes obreros me fascinan-, que otros jóvenes, no menos atractivos, no han influido en absoluto en mi orientación social. Así pues, los encantos de los jóvenes soldados no me hicieron militarista sino, por el contrario, antimilitarista. Del mismo modo, la virilidad y el aprovechamiento de los jóvenes nazis, a los que ciertamente no era insensible, no me convirtieron en un fascista, sino en un antifascista intratable.
El efecto que me produjeron los jóvenes trabajadores no fue simplemente que los quisiera, sino que me abrieron la perspectiva ilimitada de la lucha de clases.
No fue sólo el contacto con la juventud trabajadora lo que me convirtió en un rebelde. Como homosexual, fui objeto de humillaciones e insultos indelebles. Algunos ejemplos: un eminente profesor de filosofía, gran amigo del genio bisexual Gérard Philippe, fue llevado ante el tribunal penal de Aix-en-Provence. Indignado, escribí al fiscal que los verdaderos culpables de este asunto eran quienes promulgaban leyes antisexuales. El acusado fue condenado a dos años de prisión. Luego me escribió con tristeza que mi carta, leída en la vista, había contribuido a aumentar la condena.
Resulta que me encontraba no muy lejos de la entrada de los astilleros de La Ciotat cuando de repente presencié una carga policial contra unos manifestantes que habían acudido con sus hijos a protestar por el despido que acababan de recibir por su actividad sindical. Me ordenaron despejar la carretera y me empujaron los policías, a los que llamaba «guardias». Por esta palabra, fui llevado ante el tribunal correccional de Marsella y uno de los argousins, enviado a propósito por el comisario de policía de Ciotaden, hizo pasar a los magistrados un papel en el que se me acusaba de conducir a «pequeños jóvenes», cosa que había hecho, pero con total inocencia. Esta «infracción» me valió una fuerte multa.
En otra ocasión, fui convocado, con mi secretaria, por el alcalde de La Ciotat. Se enfadaron conmigo por haber aconsejado a los miembros del sindicato de agricultores, al que yo pertenecía en aquel momento, que fueran al ayuntamiento como delegación para quejarse de las promesas incumplidas sobre el suministro de agua a los agricultores. El alcalde se dirigió a mi colega en estos términos: «Señor Guérin, que haga usted el amor con un marinero, un paracaidista o un legionario, pues al ayuntamiento le da igual, pero que nos moleste con historias sobre el agua, ¡no! «Mi pobre secretaria estaba, como se dice, en sus pequeños zapatos. En cuanto a mí, apreté los puños con rabia.
La madre de un joven náutico al que había enviado una carta de simpatía fraternal pensó que debía llamar por teléfono a mi colaborador: «Dígale al señor Guérin que no comemos ese pan».
La mutilación de los homófobos no tiene límites. Genera, sí, revuelta.
La revuelta es la principal escuela de la Revolución.
4. En el centro de la cuestión
Siempre he albergado un santo horror por lo perverso, lo cínico, lo provocativo en materia sexual. La lectura del Marqués de Sade, a pesar de su audacia, tan adelantada a su tiempo, nunca ha dejado de repugnarme, en la medida en que tiende a degradar, humillar y rebajar al hombre, y por tanto a mancillar la sexualidad, como la homosexualidad. La película que Pasolini hizo sobre ella me resultó insoportable y tuve que huir de la sala de proyección. Asimismo, abandoné en medio de la función una obra de Sartre, en la que tres náufragos, en un infierno imaginario, hablan de las canalladas que han cometido durante sus vidas terrenales.
Por otra parte, vibré al unísono con el genial Fourier, cuando ennobleció y sacralizó todos los actos carnales, incluidos los que calificó de «ambiguos», porque eran, según él, parte integrante del concepto de Armonía. Y de paso maldije el reciente libro de un joven escritor que trata de desprestigiar al autor de El nuevo mundo del amor intentando hacerle quedar como un vulgar libertino.
Ahora llego al corazón de mi tema. En mi opinión, el prejuicio homófobo, con sus horribles rasgos, no sólo será contrarrestado por lo que yo llamaría medios «reformistas», por la persuasión, por las concesiones al adversario hetero, sino que sólo podrá ser extirpado definitivamente de la conciencia, como el prejuicio racial, por una revolución social antiautoritaria. De hecho, la burguesía, a pesar de la máscara liberal que lleva, necesita los valores domésticos como la familia, piedra angular del orden social, para perpetuar su dominación, La glorificación del vínculo matrimonial, el culto a la procreación y el apoyo de las iglesias, obstinadas opositoras al amor libre y a la homosexualidad (como en las invectivas del Papa y de ciertos obispos). La burguesía en su conjunto nunca levantará completamente la prohibición de la disidencia sexual. Por lo tanto, será necesario un barrido gigantesco para completar la liberación del hombre en general (palabra genérica que incluye a ambos sexos). La sociedad burguesa es culpable de haber llevado al exceso la diferenciación entre lo masculino y lo femenino. Se ha complacido en reducir a las mujeres al rango de muñecas, coquetas, objetos sexuales, chicas pin-up, al tiempo que ha acentuado los rasgos antagónicos, «machistas», vanidosos, groseros y tiránicos de los varones.
El profundo cambio moral que se está produciendo hoy en día, el auge de los movimientos feministas y homosexuales, afortunadamente ya está reduciendo la brecha entre los dos sexos, masculinizando a las mujeres y feminizando a los hombres, acercándolos incluso en la forma de vestir y de comportarse. Sin embargo, este progreso sigue limitado a ciertos estratos sociales y a ciertas zonas geográficas. Pero aún estamos lejos de una simbiosis que, al parecer, sólo la Revolución Social, por su función igualadora y reconciliadora, podría lograr.
La tragedia es que la decadencia del socialismo auténtico, la prosperidad temporal de sus desviaciones socialdemócratas y post-estalinistas, y el repetido fracaso de los intentos de subversión social han quitado mucha credibilidad a la perspectiva del «Grand Soir».
Además, la reciente emancipación, la comercialización de la homosexualidad, la búsqueda superficial del placer por el placer han producido toda una generación de efebos «gay», fundamentalmente apolíticos, aficionados a los artilugios estimulantes, frívolos e inconsistentes, incapaces de cualquier reflexión profunda, incultos, sólo buenos para un «flirteo» cotidiano, mimados por una prensa especializada y la multiplicidad de lugares de encuentro, anuncios clasificados libidinosos, en una palabra, a cien lugares de distancia de cualquier lucha de clases, aunque su cartera esté desnuda. En una reciente disputa entre periodistas de esta índole, los menos contaminados por esta recuperación capitalista de la homosexualidad fueron llamados insultantemente «izquierdistas» por sus oponentes.
Otra causa de la desconfianza de esta juventud hacia cualquier opción revolucionaria es el hecho dramático de que, en los países seudorrevolucionarios del Este y en Cuba, los homosexuales son perseguidos y penalizados más severamente que en los países capitalistas. La razón es que el homosexual, lo sepa y lo quiera o no, es potencialmente un asocial, y por tanto un virtual subversivo. Y, como estos regímenes totalitarios se han consolidado resucitando los valores tradicionales de la familia, el chico-amante es visto como un peligro social. Durante breves estancias en Rumanía y Cuba, pude comprobar el tipo de terror homófobo en el que languidece una juventud ardiente, a la que nada le gustaría más que probar la fruta prohibida.
La persecución de los homosexuales en los llamados países socialistas no es prueba de que la homosexualidad y la revolución sean incompatibles. Porque, precisamente, estos países, en los que prevalece una especie de capitalismo de Estado, basado en el omnipresente terror policial, son socialistas sólo en su etiqueta groseramente engañosa. Los auténticos libertarios respetan la libertad de los homosexuales como todas las demás formas de libertad, pues de lo contrario se estarían negando a sí mismos. En los primeros años de la Revolución Rusa, cuando todavía era, en cierta medida, una emanación del proletariado, el homosexual tenía derecho a estar allí.
Mucho antes, en 1793, Chaumette, el fiscal de la Comuna de París, expresión a su vez de la vanguardia popular, no rehuyó el gusto por los chicos y ningún sans-culotte se inmiscuyó en su vida privada. Saint-Just y Camille Desmoulins no sólo eran heterosexuales, y la lealtad que el primero mostró a Robespierre, hasta el punto de aceptar ser guillotinado con él, parece haber sido una forma de homosexualidad sublimada.
En mi juventud, me servía el periódico l’En-dehors, órgano del anarquista individualista E. Armand, y la homosexualidad de éste era una forma de sublimación. Armand, y la homosexualidad se consideraba allí una forma lícita de amor libre.
Desde hace unos años, la prensa de vanguardia, antaño más que reticente, abre sus columnas a homosexuales y lesbianas; además, su intermitente hospitalidad no es del todo desinteresada, ya que ha descubierto la manera de reclutar en las filas de la disidencia sexual.
Por supuesto, no se considera esencial tener inclinaciones homosexuales para ser un revolucionario, al igual que no se espera que un revolucionario sea homosexual.
5. Homosexualidad y contrarrevolución
Sería infrainformar al lector ocultar la otra cara de la moneda. Muchos homosexuales de las clases privilegiadas profesan opiniones contrarrevolucionarias. De este modo, se aseguran de que sus escapadas eróticas sean toleradas e incluso protegidas por las autoridades. Lograron escapar de la persecución homofóbica debido a su estatus social o reputación cultural. Su riqueza les permite abastecerse de carne fresca sin riesgo ni dolor. Además, no hay que echarles demasiado en cara que la edad o un físico mediocre les impidan conquistas masculinas gratuitas.
Pero qué desagradable es la conducta de esos grandes modistos, de esos coreógrafos, de esos cineastas, de esos hosteleros de lujo, de esos veteranos de la aeronáutica, de esas joyas del París nocturno que se rodean de un serrallo de chicos, mientras contribuyen a las arcas electorales de los partidos de derechas. Con demasiada frecuencia tienden a tratar como ganado -o incluso a hacer desaparecer- a los chicos guapos que han sido las delicias de sus noches. Si uno de ellos se mete en problemas, en un intento de competir con sus grandes fortunas, no harán el menor movimiento para sacarle de apuros, y se les oirá refunfuñar por haber tenido relaciones demasiado comprometidas para su posición social.
Escritores confesos, ocultos o reprimidos, como el poeta Robert de Montesquiou-Fezensac (modelo del barón de Charlus), Pierre Loti, Abel Hermant, Jacques de Lacretelle, Marcel Jouhandeau, Henri de Montherlant, Julien Green, Roger Peyrefitte, Políticos como los ex ministros Abel Bonnard, Louis Jacquinot, Roger Frey, mariscales como Lyautey y de Lattre de Tassigny, filósofos como Gabriel Marcel, historiadores como Pierre Gaxotte y Philippe Erlanger eran, o son, homosexuales de derechas.
Aunque un poco más abiertos políticamente: Marcel Proust, Jean Cocteau, François Mauriac.
Es condenable, además, el uso del poder para obligar a los efebos a realizar prácticas homosexuales. Los historiadores latinos han glosado al emperador Heliogábalo que, haciendo que sus emisarios reclutaran al mejor macho «montado» del Imperio, sin obtener siempre la erección esperada, ordenó su muerte y la confiscación de los suntuosos regalos con los que lo había colmado.
Los abusos fueron imaginados en el cautiverio por el cerebro frustrado del Marqués de Sade y puestos en imágenes en la última película de Pier-Paolo Pasolini, que es tan fiel al original como repulsiva.
En cuanto a «Luis», el rey Luis II de Baviera, no está claro si ejercía su absolutismo sobre los apuestos jóvenes novios a los que hacía bailar desnudos delante de él o si tenía sentimientos fraternales hacia ellos, transgrediendo así las barreras de clase. Para su biógrafo más reciente, Jean des Cars, los rumores que se difundieron eran contradictorios. Según algunos, el soberano siempre se preocupaba por la salud de sus sirvientes y sentía «gran felicidad» en la intimidad de los campesinos, leñadores y montañeses que participaban en sus extravagancias eróticas. Según otros, mandó azotar y marcar a los sirvientes colocados como espías por el primer ministro bávaro. Hizo llevar a un lacayo castigado en un burro y construyó una mini-Bastilla para torturar a la gente. En la hipótesis más favorable, este déspota no combinó homosexualidad y Revolución.
Vale la pena señalar que muchos homófobos intolerantes y agresivos no son más que homosexuales que han reprimido dolorosamente sus inclinaciones naturales, y que envidian sordamente a quienes han decidido darles rienda suelta. Sabemos, por el testimonio de sus propias esposas, que André Breton, el papa del surrealismo, y Wilhelm Reich, el psicoanalista marxista, fomentaban todas las libertades sexuales, a excepción de una homosexualidad que ellos mismos prohibían.
Por último, hay homosexuales que, a medida que envejecen y se hacen mayores, cómodamente casados y colmados de honores académicos y políticos, intentan olvidar las travesuras de su salvaje juventud (mientras siguen persiguiendo chicos a escondidas). Uno de ellos, al enterarse de que iba a escribir mis Memorias, fue conducido apresuradamente al otro extremo de Francia, para asegurarse de no aparecer en la galería de mis recuerdos eróticos. Más tarde, me denunciaría por haber evocado con emoción cómplice las preferencias amorosas de mi padre, en ausencia de las suyas.
Un cuentacuentos que está de vuelta disimula y transpone su envidia a los chicos -que le hace estremecerse de santo horror- mostrándose con Lolita y Lolita de nuevo.
Su gesticulación había hecho que el despiadado Sennep caricaturizara a Léon Blum. Pero, ¿le hubiera gustado que le recordaran que en el Normale Sup había tenido problemas por su mal comportamiento homosexual y que, mucho más tarde, languideciendo en su cama, con un pijama malva con lunares dorados, recibía cariñosamente a los jóvenes neófitos? En cualquier caso, el prestigioso disfrutador de la S.F.I.O. no se preocupó de hacer la Revolución, ni de ayudar a los homosexuales a liberarse.
Jean Lacouture, cuando cuenta a su manera la vida de los grandes hombres, Blum y Mauriac, borra cuidadosamente lo que hacía de estos mestizos del amor seres plenamente humanos. La hipocresía cubre lo vergonzoso de la homosexualidad con una niebla persistente.
Pero, ¿no somos despiadados, quizás incluso injustos, con estos cobardes, el objeto indulgente y despreocupado? ¿No podrían los que atacamos invocar circunstancias atenuantes, la edad, el entorno social, familiar y profesional, la necesidad de un compañero y la paternidad, la pesadez de un tabú milenario que los aplasta y nos aplasta? ¿No tienen derecho, como todos los humanos, a un cierto margen de tolerancia, a una gama de bisexualidad discreta? ¿No son las relaciones heterosexuales, con demasiada frecuencia, incompatibles con la publicidad de los amores infantiles? ¿No es la actual sociedad burguesa, con sus prejuicios y mentiras, la que los hace tan cobardes? Sin duda.
Pero, ¿no deberían admitirse a sí mismos que, al acobardarse en un tímido silencio, están reforzando y multiplicando por diez el tabú del que también son víctimas, en la medida en que los castra, los encoge, los aliena? Un tabú que, para el legítimo acceso a la felicidad de los malditos, debería más bien romperse. Aunque sólo sea para devolver a nuestros hermanos perseguidos, los homosexuales de pleno derecho, la alegría de vivir, el orgullo de ser, ¿no deberíamos mostrarnos duros, muy duros con los egoístas, los inconscientes que aún se dejan intimidar por el «qué dirán»?
6. Progresos realizados
Un mejor conocimiento de los contemporáneos famosos, bien porque no gritan sus inclinaciones íntimas a los cuatro vientos, bien porque las asumen públicamente, ha rehabilitado a los homosexuales anónimos de hoy, porque los gustos que comparten tantas celebridades inmunizan a los menos favorecidos. Tal es el caso de Marcel Proust, André Gide, Roger Martin du Gard, Henri de Montherlant, Marcel Jouhandeau, René Crevel, Aragon, François Mauriac, el elegante Papa Juan XXIII, los filósofos Michel Foucault y Roland Barthes, y más recientemente Jean-Louis Bory, Yves Navarre, Dominique Fernandez (por no hablar de Marcel Carné y Jean Marais).
Aún más eficaz es la herencia cultural del pasado. Una forma de amar alabada por Sócrates, Platón, Plutarco, Virgilio, por el caballero anónimo que compró el nombre del pequeño actor William Shakespeare para firmar sus inmortales sonetos uranianos y su prodigiosa cosecha teatral, por los genios de las artes plásticas Miguel Ángel y Leonardo da Vinci, de los compositores Tchaikovsky, Maurice Ravel y Francis Poulenc, del pintor Géricault, de Paul Verlaine y Arthur Rimbaud, del gran poeta estadounidense Walt Whitman, y así sucesivamente, reafirman al humilde niño-amante en lo que había creído que era su singularidad.
La revolución de mayo del 68 completó el proceso de dar a la homosexualidad el derecho a ser citada, validado incluso en el patio de la Sorbona. Las extensiones de esta mutación histórica pueden verse hasta el día de hoy. El difunto Front homosexuel d’action révolutionnaire (F.H.A.R.) y, más recientemente, el G.L.H.P.Q. (Grupo de Liberación Política Homosexual y Diario) han sellado el acercamiento entre la homosexualidad y la Revolución.
Pero debemos cuidarnos de cantar victoria demasiado fuerte y demasiado rápido. Hay otros peligros que acechan al movimiento homosexual: su excesiva comercialización, sus excesos en el ámbito público, a veces incluso sus inútiles provocaciones, la formación de un vasto gueto, con ritos sectarios, que va en contra de la descompartimentación social y la universalidad bisexual.
En el ámbito médico, los prejuicios antigay se han reavivado por la propagación de una nueva plaga, el SIDA, que se dice que ataca principalmente a los homosexuales y a ciertos drogadictos. Se dice que el contagio es el resultado de las relaciones sexuales con múltiples parejas o del uso de jeringuillas por parte de los heroinómanos. (¿Por qué esta multiplicidad de parejas homosexuales? Una de las razones es que, a pesar del aumento del libertinaje en las relaciones heterosexuales y del tabú de las relaciones homosexuales, sería más conveniente «levantar» a un chico que a una chica). En uno de cada dos casos, la enfermedad parece ser mortal, a más o menos largo plazo. La enfermedad, que se cree que es de origen vírico, sigue siendo poco conocida.
Aunque no hubiera motivos para atribuir intenciones malignas o segundas intenciones homófobas a las advertencias lanzadas por la profesión médica y los medios de comunicación, el hecho es que podrían tener efectos disuasorios sobre la plena libertad de amor reclamada y conquistada por los jóvenes homosexuales.
Como podemos ver en los Estados Unidos hoy en día, una reacción brutal podría seguir a la permisividad actual. Y tanto más fácilmente cuanto que esta regresión iría acompañada políticamente de un retorno en vigor de la extrema derecha.
En Francia, la odiosa enmienda Mirguet, que pretendía hacer ver la homosexualidad como un «mal social», podría -¿quién sabe? – podría resurgir del palco parlamentario.
No dejemos de estar en guardia.
7. En conclusión
Concluyamos resumiendo. La homosexualidad y la revolución, aunque no son en absoluto incompatibles, parten de premisas totalmente diferentes. La primera es una versión natural pero particular, minoritaria, aunque numéricamente no despreciable, de la función sexual, variable según las latitudes y según los casos, exclusiva o parcial, permanente u ocasional. La segunda es el producto de la injusticia social universal, de la opresión del hombre por el hombre. Amenaza y desafía los privilegios de todo tipo, el orden establecido en su conjunto. Por ello, está expuesta a la resistencia armada de los acomodados, que no puede superar sin recurrir, en cierta medida, al uso de la violencia. Una violencia que, de hecho, sólo sería una contraviolencia, y que, si se demostrara, en ciertos casos, inevitable, tendría como objetivo abolir la violencia para siempre.
Los beneficios que obtienen las víctimas de la homofobia sólo pueden ser limitados y frágiles en cualquier caso. Por otro lado, el aplastamiento de la tiranía de clase abriría el camino a la liberación total del ser humano, incluida la del homosexual.
Por lo tanto, se trata de garantizar la mayor convergencia posible entre ambos. El revolucionario proletario debe, pues, convencerse, o ser convencido, de que la emancipación del homosexual, aunque no se vea directamente implicado en ella, le concierne en el mismo grado que la de la mujer y la del hombre de color, entre otras. Por su parte, el homosexual debe comprender que su liberación sólo puede ser total e irreversible si se realiza en el marco de la revolución social, en una palabra, si el género humano logra no sólo liberalizar la moral, sino, mucho más, cambiar la vida.
Para ser creíble y eficaz, esta convergencia implica una revisión fundamental de la propia noción de revolución social. El capitalismo de Estado de Oriente es tan rechazable como el capitalismo privado de Occidente. Sólo un verdadero comunismo libertario, antiautoritario y antiestatal sería capaz de promover la liberación definitiva y concomitante del homosexual y del individuo explotado o alienado por el capitalismo.
Traducido por Jorge Joya
Original: fr.theanarchistlibrary.org/library/daniel-guerin-homosexualite-et-revo