Fetichismo revolucionario – Ada Martí, Estudios 160, enero de 1937

Una crítica temprana a la moda de las imágenes revolucionarias en la Barcelona de la Guerra Civil. La autora fue miembro de las Juventudes Libertarias y una referente de la Federación Estudiantil de Conciencias Libres.

Desde hace un tiempo florecen -y se cultivan- en los quioscos, periódicos y similares, infinidad de insignias y medallones, algunos bastante caros, que llevan la efigie de héroes y precursores de la Revolución Española.

Lenin y Karl Marx, Sebastián Faure y Anselmo Lorenzo, se sientan felizmente junto a Macià, Companys, Ascaso y Durruti -¿y qué diría aquel valiente y modesto camarada si pudiera verlo? – y se ofrecen al público como imágenes religiosas en Semana Santa.

Parece que el instinto fetichista del pueblo español, acostumbrado desde la infancia al culto de los ídolos y dominado por una herencia de múltiples generaciones de autoridad religiosa, no puede aún prescindir de él. De hecho, se alzan en número irresistible contra quienes quieren aniquilarlo para siempre, destruyendo así la obra educativa y cultural de los que glorifican y degradando la sangre que derramaron generosamente en el combate. Han formado un nuevo culto a partir de las imágenes de nuestros hombres, una nueva religión, que sustituye a la que tanto daño ha hecho a la clase obrera y que nos ha costado y nos sigue costando, enormes esfuerzos desmantelar.

Y claro, los mercaderes de la Revolución han caído rendidos para aprovechar la ocasión que les presenta el ingenuo fetichismo de un pueblo que a pesar de su probada fortaleza, sigue siendo débil en algunos aspectos, y se han puesto a vender iconos de la misma manera que en su día lo hicieron con las imágenes de Santa Teodisfrasia, virgen y mártir, o de su Santidad Pío XI.

¡Cuidado con los nuevos ídolos! Puede ser que en el fondo, muy en el fondo, de nuestros corazones conservemos el dulce y agradecido recuerdo de quienes contribuyeron con la pluma o con la sangre al triunfo del proletariado; pero no debemos convertir nuestra casa en un museo o, mejor dicho, en un santuario de adolescentes de mal gusto, con las paredes cubiertas de dibujos y fotografías de gallardos héroes de las novelas o de la pantalla de cine.

Una revolución no se hace con idolatría sentimental, absurda o picaresca. El futuro no se hace con la mirada puesta en el pasado, por muy hermoso y glorioso que haya sido. Hay que avanzar, hacia la luz; y en el pasado siempre -¡siempre! – algo de sombra o niebla. Nadie deja atrás un pasado transparente…, y aunque así fuera, el tiempo lo envolvería en todo caso con su niebla gris… Pero dejemos de lado tales divagaciones y sigamos con el asunto que nos ocupa.

Hay que afrontar la realidad. El fetichismo, independientemente del carácter que se le quiera dar, sólo sirve para anquilosar la mentalidad y la energía de la gente, animándola a pensar que algún otro ser, sobrenatural o humano, la sacará del apuro. Por supuesto, alguien más podría intervenir, pero el pueblo se quedará colgado en cualquier caso.

A la larga, si persisten en una actitud tan lamentable y equivocada, esto será el fin de nuestros hombres. No tardaremos en ver a San Buenaventura Durruti, a San Francisco Ascaso o a Santa Aída Lafuente, por ejemplo, canonizados y en algún altar -o monumento público, que para mí, francamente, viene a ser lo mismo- hasta que una nueva revolución purificadora haga con ellos lo que nosotros hemos hecho con los antiguos y apolillados ídolos de la Iglesia católica.

No, una revolución no se hace así. Al menos, no es así como debe hacerse una. Para crear una nueva época, el primer elemento que se requiere es un espíritu nuevo, limpio, abierto a nuevas corrientes renovadoras, e iluminado por el sol, vivificado por la antorcha ardiente y luminosa de la cultura.

No se es revolucionario porque al final de la cama, en el lugar de Cristo o de una pinup escasamente vestida, se haya puesto un busto de Stalin o de Kropotkin; ni se es revolucionario porque se pertenezca a media docena de comités y ateneos libertarios; ni depende de los autores que haya en tus estanterías o, como quieren algunos, de la asistencia a innumerables mítines y de la lectura diaria de la prensa confederal de cabo a rabo. No. El revolucionario -y no menciono aquí a los partidos o las ideologías- nace, como el poeta. Que sea capaz de desarrollarse o no, que, como tantos jóvenes autores, languidezca y muera antes de alcanzar la plena madurez, es lo de menos. Se puede ser un revolucionario nacido de aristócratas o de burgueses. Lo más importante es que el espíritu esté ahí. Luego, las circunstancias determinarán si da o no frutos.

Es cierto que una revolución puede surgir -y generalmente lo hace- como resultado del hambre, o del contagio, o de factores ambientales. Pero para que siga existiendo en estado puro, primero necesita un ideal -si no, mirad lo que ocurrió en Rusia-; y segundo necesita vigor, para desarrollarse plenamente.

Si no nos cuidamos, en España pasará lo mismo. Hay demasiados revolucionarios de dos caras y más aún que se han hecho revolucionarios para satisfacer las exigencias de su estómago. Y eso es lo más peligroso, porque si seguimos así, nos llevará al fracaso, o lo que es aún peor, a caer de cabeza en una dictadura estatista.

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