Pyotr Alexeyevich Kropotkin,
Derecho y autoridad (1892).
I
"Cuando la ignorancia está en las sociedades y el desorden en las mentes, las leyes se vuelven numerosas. Los hombres lo esperan todo de la legislación, y siendo cada nueva ley un nuevo malentendido, se inclinan a pedirle incesantemente lo que sólo puede provenir de ellos mismos, de su educación, del estado de su moral." - No es un revolucionario el que dice esto, ni siquiera un reformista. Es un jurisconsulto, Dalloz, el autor de la colección de leyes francesas conocida como el Répertoire de la Législation. Y sin embargo, estas líneas, aunque escritas por un hombre que fue él mismo un legislador y un admirador de las leyes, representan perfectamente el estado anormal de nuestras sociedades.
En los estados actuales, una nueva ley se considera un remedio para todos los males. En lugar de cambiar lo que es malo, se empieza por pedir una ley que lo cambie. Si la carretera entre dos pueblos es intransitable, el agricultor dice que debería haber una ley sobre las carreteras. El alcaide del pueblo ha insultado a alguien, aprovechando el tópico de quienes le rodean con su respeto: - "Debería haber una ley", dice el insultado, "que prescribiera que los alcaides del pueblo fueran un poco más educados". ¿El comercio y la agricultura no funcionan? - Es una ley de protección lo que necesitamos!" Así razonan el labrador, el ganadero, el especulador del trigo, y ni siquiera el trapero que no pide una ley para su pequeño negocio. Si el patrón baja el sueldo o aumenta la jornada laboral: "¡Necesitamos una ley para acabar con esto! - gritan los diputados en ciernes, en lugar de decirles a los trabajadores que hay otra forma mucho más eficaz de "poner orden": devolverle al patrón lo que ha despojado a generaciones de trabajadores. En resumen, ¡una ley en todas partes! Una ley sobre los alquileres, una ley sobre las modas, una ley sobre los perros rabiosos, una ley sobre la virtud, una ley que oponga un dique a todos los vicios, a todos los males que no son más que el resultado de la indolencia y la cobardía humanas.
Todos estamos tan pervertidos por una educación que, desde la primera infancia, trata de matar en nosotros el espíritu de rebeldía y desarrolla el espíritu de sumisión a la autoridad; estamos tan pervertidos por esta existencia bajo el imperio de la ley que lo rige todo: nuestro nacimiento, nuestra educación, nuestro desarrollo, nuestro amor, nuestras amistades, que, de seguir así, perderemos toda iniciativa, todo hábito de razonar por nosotros mismos. Nuestras sociedades ya no parecen entender que se puede vivir de otra manera que no sea bajo el régimen de la ley, elaborado por un gobierno representativo y aplicado por un puñado de gobernantes; e incluso cuando logran emanciparse de este yugo, su primera preocupación es reconstituirlo inmediatamente. El "Primer Año de la Libertad" nunca duró más de un día, pues tras proclamarlo, al día siguiente volvían a estar bajo el yugo de la Ley, de la Autoridad.
En efecto, desde hace miles de años quienes nos gobiernan repiten una y otra vez: ¡Respeto a la ley, obediencia a la autoridad! Los padres y las madres educan a sus hijos con este sentimiento. La escuela los refuerza, demuestra su necesidad inculcando a los niños trozos de falsa ciencia, hábilmente emparejados: de la obediencia a la ley hace un culto; casa el dios y la ley de los maestros en una misma divinidad. El héroe de la historia que fabrica es el que obedece la ley, el que la protege contra los rebeldes.
Más tarde, cuando el niño entra en la vida pública, la sociedad y la literatura, golpeando cada día, cada momento, como la gota de agua que se clava en la piedra, siguen inculcándonos el mismo prejuicio. Los libros de historia, de ciencias políticas y de economía social están llenos de este respeto a la ley; incluso se han puesto en juego las ciencias físicas, y al introducir en estas ciencias de la observación un lenguaje falso, tomado de la teología y del autoritarismo, consiguen hábilmente nublar nuestra inteligencia, siempre para mantener el respeto a la ley. El periódico hace lo mismo: no hay un artículo en los periódicos que no predique la obediencia a la ley, aunque en la tercera página constaten cada día la imbecilidad de la ley y muestren cómo es arrastrada por todo el fango, por todo el fango, por los encargados de mantenerla. La servidumbre a la ley se ha convertido en una virtud, y dudo que haya habido un solo revolucionario que no haya empezado en su juventud defendiendo la ley contra lo que generalmente se llama abusos, consecuencia inevitable de la propia ley.
El arte está en coro con la llamada ciencia. El héroe del escultor, del pintor y del músico cubre la Ley con su escudo y, con los ojos encendidos y las fosas nasales abiertas, está dispuesto a golpear con su espada a quien se atreva a tocarla. Se le erigen templos, se le nombran sumos sacerdotes, que los revolucionarios dudan en tocar, y si la propia Revolución viene a barrer una institución antigua, es todavía por una ley que intenta consagrar su obra.
Esta colección de reglas de conducta, que nos legó la esclavitud, la servidumbre, el feudalismo y la realeza, y que llamamos Ley, ha sustituido a aquellos monstruos de piedra ante los que se inmolaban las víctimas humanas, y que el hombre esclavizado no se atrevía ni a tocar, para no ser muerto por la ira del cielo.
Es desde el advenimiento de la burguesía, - desde la gran revolución francesa, - que este culto se ha establecido con mayor éxito. Bajo el antiguo régimen, cuando se estaba obligado a obedecer al buen gusto del rey y de sus servidores, se hablaba poco de leyes, salvo por Montesquieu, Rousseau, Voltaire, para oponerse al capricho real. Pero durante y después de la revolución, los abogados, que llegaron al poder, hicieron todo lo posible para consolidar este principio, sobre el que iban a establecer su reinado. La burguesía lo aceptó desde el principio como su ancla de salvación, para poner un dique al torrente popular. El sacerdocio se apresuró a santificarlo, para salvar la barca que se hundía en las olas del torrente. Finalmente, el pueblo lo aceptó como un progreso frente a la arbitrariedad y la violencia del pasado.
Hay que trasladarse imaginariamente al siglo XVIII para entenderlo. Hay que haber sangrado el corazón ante el relato de las atrocidades cometidas en aquella época por los nobles todopoderosos sobre los hombres y mujeres del pueblo, para comprender qué influencia mágica debían ejercer, hace un siglo, estas palabras: "Igualdad ante la ley, obediencia a la ley, sin distinción de nacimiento ni de fortuna" en la mente del plebeyo. Él, que hasta entonces había sido tratado más cruelmente que un animal, él que nunca había tenido ningún derecho y nunca había obtenido justicia contra los actos más repugnantes del noble, a no ser que se vengara matándolo y siendo ahorcado, - se vio reconocido por esta máxima, al menos en teoría, al menos en lo que se refiere a sus derechos personales, como igual a su señor. Sea cual sea esta ley, prometía alcanzar al señor y al manante por igual, proclamaba la igualdad, ante el juez, del pobre y del rico.
Esta promesa era una mentira, como sabemos hoy: pero en aquellos días era un paso adelante, un tributo a la justicia, como "la hipocresía es un tributo a la verdad". Por eso, cuando los salvadores de la burguesía amenazada, los Robespierres y los Danton, basándose en los escritos de los filósofos de la burguesía, los Rousseaus y los Voltaires, proclamaron el "respeto a la ley igual para todos", el pueblo, cuyo ímpetu revolucionario se estaba agotando ya ante un enemigo cada vez más sólidamente organizado, aceptó el compromiso. Doblaron el cuello bajo el yugo de la Ley, para salvarse de la arbitrariedad del señor.
Desde entonces, la burguesía no ha dejado de explotar esta máxima que, junto con ese otro principio, el gobierno representativo, resume la filosofía del siglo de la burguesía, el siglo XIX. Lo ha predicado en las escuelas, lo ha propagado en sus escritos, ha creado su ciencia y sus artes con este objetivo, lo ha metido por todas partes, como la devota inglesa que mete sus libros religiosos por debajo de la puerta. Y lo ha hecho tan bien, que hoy vemos ocurrir este hecho execrable: el mismo día del despertar del espíritu rebelde, los hombres, queriendo ser libres, comienzan por pedir a sus amos que estén dispuestos a protegerlos modificando las leyes creadas por estos mismos amos.
- Pero los tiempos y las mentes han cambiado en el último siglo. En todas partes se encuentran rebeldes que ya no quieren obedecer la ley, sin saber de dónde viene, cuál es su utilidad, de dónde viene la obligación de obedecerla y el respeto con el que está rodeada. La revolución que se avecina es una revolución y no un mero motín, por el hecho mismo de que los revoltosos de nuestros días someten a su crítica todas las bases de la sociedad, hasta ahora veneradas, y sobre todo, ese fetiche, - la Ley.
Analizan su origen y encuentran en él o bien un dios, -producto de los terrores del salvaje, estúpido, mezquino y malvado como los sacerdotes que afirman su origen sobrenatural-, o bien sangre, conquista a hierro y fuego. Estudian su carácter y encuentran en él el rasgo distintivo de la inmovilidad, que sustituye al desarrollo continuo de la humanidad, la tendencia a inmovilizar lo que debería desarrollarse y cambiar cada día. Preguntan cómo se mantiene la ley, y ven las atrocidades del bizantinismo y las crueldades de la Inquisición, las torturas de la Edad Media, la carne viva cortada en tiras por el látigo del verdugo, las cadenas, el garrote, el hacha al servicio de la ley; el oscuro subsuelo de las cárceles, el sufrimiento, el llanto y las maldiciones. Hoy - todavía el hacha, la cuerda, el perseguidor, y las prisiones; Por un lado, la estupefacción del prisionero, reducido al estado de una bestia enjaulada, la degradación de su ser moral, y, por otro lado, el juez despojado de todos los sentimientos que componen la mejor parte de la naturaleza humana, viviendo como un visionario en un mundo de ficciones jurídicas, aplicando con placer la guillotina, sangrienta o seca, sin que él, este loco fríamente perverso, sospeche el abismo de degradación en el que ha caído en relación con aquellos a los que condena.
Vemos a una raza de legisladores que legislan sin saber sobre lo que legislan, hoy aprobando una ley de saneamiento de las ciudades, sin tener la más mínima noción de higiene, mañana regulando el armamento de las tropas, sin conocer siquiera un fusil, haciendo leyes sobre la enseñanza y la educación sin haber sabido nunca dar ningún tipo de enseñanza ni una educación honesta a sus hijos, legislando indiscriminadamente, pero sin olvidar nunca la multa que le caerá al descalzo, la cárcel, las galeras que le caerán a hombres mil veces menos inmorales que ellos mismos, ¡estos legisladores! - Vemos, finalmente, al carcelero marchando hacia la pérdida de todo sentimiento humano, al gendarme entrenado como perro rastreador, al delator despreciándose a sí mismo, a la denuncia transformada en virtud, a la corrupción erigida en sistema; todos los vicios, todos los lados malos de la naturaleza humana, favorecidos y cultivados para el triunfo de la Ley.
Lo vemos, y por eso, en lugar de repetir ingenuamente la vieja fórmula: "Respeto a la Ley", gritamos: "¡Desprecio a la Ley y a sus atributos! Esta palabra cobarde: "¡Obediencia a la ley!" la sustituimos por: "¡Revuelta contra todas las leyes! Sólo comparemos las fechorías hechas en nombre de cada ley con el bien que ha producido, sopesemos lo bueno y lo malo, y veremos si tenemos razón.
II
La ley es un producto relativamente moderno, ya que la humanidad ha vivido durante siglos y siglos sin ninguna ley escrita, ni siquiera simplemente grabada en símbolos, en piedras, a la entrada de los templos. En aquella época, las relaciones de los hombres entre sí estaban reguladas por simples costumbres, por hábitos, por usos, que la repetición constante hacía venerables y que cada uno adquiría desde su infancia, a medida que aprendía a procurarse su alimento mediante la caza, la cría de ganado o la agricultura.
Todas las sociedades humanas han pasado por esta fase primitiva, e incluso hoy una gran parte de la humanidad no tiene leyes escritas. Tienen hábitos sociales, y esto es suficiente para mantener buenas relaciones entre los miembros del pueblo, la tribu o la comunidad. Incluso entre nosotros, gente civilizada, cuando salimos de nuestras grandes ciudades y nos adentramos en el campo, seguimos viendo que las relaciones mutuas de los habitantes se regulan, no según la ley escrita de los legisladores, sino según antiguas costumbres, generalmente aceptadas. Los campesinos de Rusia, Italia, España, e incluso de buena parte de Francia e Inglaterra, no tienen idea de la ley escrita. Éste sólo se inmiscuye en sus vidas para regular sus relaciones con el Estado; en cuanto a sus relaciones entre ellos, a veces muy complicadas, se limitan a regularlas según las antiguas costumbres. En el pasado, este era el caso de toda la humanidad.
Cuando analizamos las costumbres de los pueblos primitivos, observamos dos tendencias muy marcadas.
Como el hombre no vive solo, desarrolla sentimientos y hábitos útiles para la conservación de la sociedad y la propagación de la raza. Sin los sentimientos sociables, sin las prácticas de solidaridad, la vida en común habría sido absolutamente imposible. No es la ley la que los establece, son anteriores a todas las leyes. Se encuentran en todos los animales que viven en sociedad. Se desarrollan por sí mismos, por la propia fuerza de las cosas, como esos hábitos que el hombre ha llamado instintos en los animales: provienen de una evolución útil, necesaria incluso para mantener la sociedad en la lucha por la existencia que debe sostener. Los salvajes acaban por dejar de comerse unos a otros, porque consideran mucho más ventajoso dedicarse a algún tipo de cultivo, que procurarse una vez al año el placer de alimentarse con la carne de un pariente viejo. En las tribus absolutamente independientes, que no conocen ni leyes ni jefes, y cuyas costumbres nos han sido descritas por muchos viajeros, los miembros de una misma tribu dejan de apuñalarse en cada disputa, porque el hábito de vivir en sociedad ha desarrollado en ellos un cierto sentimiento de fraternidad y solidaridad; prefieren acudir a los demás para resolver sus diferencias. La hospitalidad de los pueblos primitivos, el respeto por la vida humana, el sentimiento de reciprocidad, la compasión por los débiles, la valentía, incluso la abnegación en beneficio de los demás, que se aprende a practicar primero con los hijos y los amigos, y más tarde con los miembros de la comunidad, todas estas cualidades se desarrollan en el hombre antes que las leyes, independientemente de cualquier religión, como en todos los animales sociables. Estos sentimientos y prácticas son el resultado inevitable de vivir en sociedad. Sin ser inherentes al hombre (como dicen los sacerdotes y los metafísicos), estas cualidades son consecuencia de la vida en común.
Pero junto a estas costumbres, necesarias para la vida de las sociedades y para la conservación de la raza, se producen en las asociaciones humanas otros deseos, otras pasiones y, en consecuencia, otros hábitos, otras costumbres. El deseo de dominar a los demás e imponerles la propia voluntad; el deseo de apoderarse de los productos del trabajo de una tribu vecina; el deseo de someter a otros hombres, para rodearse de goces sin producir nada uno mismo, mientras los esclavos producen las necesidades y proporcionan a su amo todos los placeres y voluptuosidades, - estos deseos personales y egoístas, producen otra corriente de hábitos y costumbres. El sacerdote, por un lado, ese charlatán que explota la superstición y, habiéndose liberado del miedo al diablo, la propaga entre los demás; el guerrero, por otro lado, ese rodomont que insta a la invasión y al saqueo de su vecino, sólo para volver cargado de botín y seguido de esclavos, - ambos, de la mano, logran imponer a las sociedades primitivas costumbres que les son ventajosas, y que tienden a perpetuar su dominio sobre las masas. Aprovechando la indolencia, el miedo, la inercia de las masas, y gracias a la repetición constante de los mismos actos, consiguen establecer las bases de su dominación.
Para ello, primero explotan el espíritu de rutina que está tan desarrollado en el hombre y que alcanza un grado tan llamativo en los niños, los pueblos salvajes, así como en los animales. El hombre, especialmente cuando es supersticioso, siempre tiene miedo de cambiar algo que existe; generalmente venera lo que es antiguo. - Nuestros padres lo hicieron así; vivieron tan bien como pudieron, te educaron, no fueron infelices, ¡haz lo mismo!" dicen los viejos a los jóvenes, en cuanto quieren cambiar algo. Lo desconocido les asusta, prefieren aferrarse al pasado, aunque ese pasado represente miseria, opresión y esclavitud. Incluso puede decirse que cuanto más infeliz es un hombre, más teme cambiar algo, por miedo a ser aún más infeliz; sólo cuando un rayo de esperanza y un poco de bienestar penetran en su triste cabaña, comienza a querer algo mejor, a criticar su antiguo modo de vida, a desear un cambio. Mientras esta esperanza no haya penetrado en él, mientras no se haya liberado de la tutela de quienes utilizan sus supersticiones y sus miedos, prefiere seguir en la misma situación. Si los jóvenes quieren cambiar algo, los viejos gritan contra los innovadores; un salvaje así prefiere que lo maten antes que transgredir la costumbre de su país, porque desde pequeño le han dicho que la menor infracción de las costumbres establecidas le acarrearía la desgracia, causaría la ruina de toda la tribu. Y aún hoy, ¡cuántos políticos, economistas y supuestos revolucionarios actúan bajo la misma impresión, aferrándose a un pasado que se va! ¡Cuántos no tienen otra preocupación que la de buscar precedentes! ¡Cuántos innovadores ardientes son meros copistas de revoluciones anteriores!
Este espíritu de rutina, que tiene su origen en la superstición, la indolencia y la cobardía, ha sido siempre la fuerza de los opresores; en las sociedades humanas primitivas fue hábilmente explotado por los sacerdotes y los jefes militares, perpetuando las costumbres que les eran ventajosas sólo a ellos, y que lograron imponer a las tribus.
Mientras este espíritu de autoconservación, hábilmente explotado, fuera suficiente para asegurar la intromisión de los jefes en la libertad de los individuos; mientras las únicas desigualdades entre los hombres fueran las naturales, y mientras aún no se multiplicaran por diez y por cien por la concentración del poder y de la riqueza, no había necesidad de la ley y del formidable aparato de los tribunales y de las penas siempre crecientes para hacerla cumplir.
Pero cuando la sociedad comenzó a dividirse cada vez más en dos clases hostiles, una que buscaba establecer su dominio y la otra que se esforzaba por evadirlo, comenzó la lucha. El vencedor de hoy se apresura a inmovilizar el hecho consumado, busca hacerlo indiscutible, transformarlo en una institución santa y venerable, por todo lo que los vencidos pueden respetar. La ley hace su aparición, sancionada por el sacerdote y teniendo a su servicio el club del guerrero. Trabaja para inmovilizar las costumbres que son ventajosas para la minoría dominante, y la autoridad militar se encarga de garantizar la obediencia. Al mismo tiempo, el guerrero encuentra en esta nueva función un nuevo instrumento para asegurar su poder; ya no tiene a su servicio una simple fuerza brutal: es el defensor de la Ley.
Pero si la Ley fuera una mera colección de prescripciones ventajosas sólo para los dominadores, tendría dificultades para ser aceptada y obedecida. Pues bien, el legislador confunde en un mismo código las dos corrientes de costumbres que acabamos de mencionar: las máximas que representan los principios de moralidad y solidaridad desarrollados por la vida en común, y las órdenes que deben consagrar para siempre la desigualdad. Las costumbres que son absolutamente necesarias para la existencia misma de la sociedad se mezclan hábilmente en el Código con las prácticas impuestas por los dominadores, y reclaman el mismo respeto de la multitud. - No mates!", dice el Código, y "¡Paga los diezmos al sacerdote!", se apresura a añadir. "¡No robes!" dice el Código e inmediatamente después: "¡Al que no pague el impuesto se le cortará el brazo!
Esta es la Ley, y este doble carácter se ha conservado hasta nuestros días. Su origen es el deseo de los gobernantes de inmovilizar las costumbres que habían impuesto en su propio beneficio. Su carácter es la hábil mezcla de costumbres útiles para la sociedad -costumbres que no necesitan de leyes para ser respetadas- con aquellas otras que sólo son ventajosas para los dominadores, que son perjudiciales para las masas, y que se mantienen sólo por el miedo a la tortura.
No más que el capital individual, nacido del fraude y la violencia y desarrollado bajo los auspicios de la autoridad, el Derecho no tiene, por tanto, ningún título al respeto de los hombres. Nacido de la violencia y la superstición, establecido en interés del sacerdote, el conquistador y el rico explotador, debe ser abolido en su totalidad el día que el pueblo quiera romper sus cadenas.
Estaremos aún más convencidos de ello cuando analicemos en el próximo capítulo el desarrollo posterior del Derecho bajo los auspicios de la religión, la autoridad y el actual régimen parlamentario.
III
Hemos visto cómo el Derecho nació de los usos y costumbres establecidos, y cómo representó desde el principio una hábil mezcla de costumbres sociables, necesarias para la conservación del género humano, con otras costumbres, impuestas por quienes se aprovecharon de las supersticiones populares para consolidar su derecho del más fuerte. Este doble carácter de la Ley determina su posterior desarrollo en pueblos cada vez más educados. Pero, mientras el núcleo de las costumbres sociables inscritas en la Ley no sufre más que una muy ligera y lenta modificación en el curso de los siglos, - es la otra parte de las leyes la que se desarrolla, todo en beneficio de las clases dominantes, todo en detrimento de las clases oprimidas. Apenas si, de vez en cuando, las clases dominantes se dejan arrancar de alguna ley que representa, o parece representar, una cierta garantía para los desheredados. Pero entonces esta ley no hace más que derogar una ley anterior, hecha en beneficio de las clases dominantes. "Las mejores leyes", dijo Burkle, "son las que derogan las leyes anteriores. Pero, ¡qué terribles esfuerzos se han gastado, qué torrentes de sangre no se han derramado cada vez que se ha tratado de derogar una de esas instituciones que sirven para mantener al pueblo encadenado! Para abolir los últimos vestigios de la servidumbre y los derechos feudales y romper el poder de la camarilla real, Francia tuvo que pasar por cuatro años de revolución y veinte años de guerras. Derogar cualquiera de las leyes inicuas que nos legó el pasado requiere décadas de lucha, y en su mayoría sólo desaparecen en períodos revolucionarios.
Los socialistas ya han contado muchas veces la historia de la génesis del Capital. Han contado cómo nació de las guerras y el botín, de la esclavitud, la servidumbre, el fraude y la explotación moderna. Mostraron cómo se alimentaba de la sangre del trabajador y cómo fue conquistando el mundo entero. Todavía tienen que hacer la misma historia, relativa a la génesis y desarrollo de la Ley. Afortunadamente, el espíritu popular, tomando la delantera, como siempre, a los hombres del gabinete, ya está haciendo la filosofía de esta historia y está marcando los hitos esenciales.
Hecho para garantizar los frutos del saqueo, la monopolización y la explotación, el Derecho ha seguido las mismas fases de desarrollo que el Capital: hermanos gemelos, han caminado de la mano, alimentándose mutuamente de los sufrimientos y las miserias de la humanidad. Su historia ha sido casi la misma en todos los países de Europa. Sólo difieren los detalles: la sustancia sigue siendo la misma; y echar un vistazo al desarrollo de la Ley en Francia, o en Alemania, es conocer en sus rasgos esenciales sus fases de desarrollo en la mayoría de las naciones europeas.
En sus orígenes, la Ley era el pacto o contrato nacional. En el Campo de Mayo, las legiones y el pueblo se pusieron de acuerdo; el Campo de Mayo de las primitivas Comunas de Suiza sigue siendo un recuerdo de aquella época, a pesar de todas las alteraciones que ha sufrido por la injerencia de la civilización burguesa y centralizadora. Por supuesto, este contrato no siempre se celebró libremente; los fuertes y los ricos impusieron su voluntad incluso entonces. Pero al menos encontraron un obstáculo a sus intentos de invasión en la masa popular, que a menudo también hizo sentir su fuerza.
Pero a medida que la Iglesia, por un lado, y el señor, por otro, consiguieron esclavizar al pueblo, el derecho a legislar se escapó de las manos de la nación y pasó a manos de los privilegiados. La Iglesia amplía sus poderes. Apoyada en la riqueza que se acumula en sus arcas, se inmiscuye cada vez más en la vida privada y, con el pretexto de salvar almas, se apodera del trabajo de sus siervos, cobra impuestos a todas las clases, extiende su jurisdicción; multiplica los delitos y las penas y se enriquece en proporción a los delitos cometidos, ya que es a sus arcas a donde va a parar el producto de las multas. Las leyes ya no tienen nada que ver con los intereses nacionales: "se diría que proceden de un consejo de fanáticos religiosos y no de legisladores", - observó un historiador del derecho francés.
Al mismo tiempo, como el señor, por su parte, extiende sus poderes sobre los labradores de los campos y los artesanos de las ciudades, es él quien se convierte también en juez y legislador. En el siglo X, existen monumentos de derecho público, pero sólo son tratados que regulan las obligaciones, los deberes y los tributos de los siervos y vasallos del señor. Los legisladores de entonces eran un puñado de bandoleros, que se multiplicaban y organizaban para el bandolerismo que ejercían contra un pueblo que se había vuelto cada vez más pacífico al dedicarse a la agricultura. Explotan en su beneficio el sentimiento de justicia inherente al pueblo; se hacen pasar por justicieros, haciendo de la propia aplicación de los principios de justicia una fuente de ingresos, y fomentando las leyes que servirán para mantener su dominio.
Más tarde, estas leyes, recogidas y clasificadas por los legistas, sirven de base a nuestros códigos modernos. Y seguiremos hablando de respetar estos códigos: ¡el legado del cura y del barón!
La primera revolución, la revolución de las comunas, sólo consiguió abolir una parte de estas leyes; pues los estatutos de las comunas liberadas no son, en su mayor parte, más que un compromiso entre la legislación señorial o episcopal y las nuevas relaciones creadas en el seno de la comuna libre. Y sin embargo, ¡qué diferencia entre estas leyes y nuestras leyes actuales! La Comuna no se permitió encarcelar y guillotinar a los ciudadanos por una razón de Estado: se limitó a expulsar a quien hubiera conspirado con los enemigos de la Comuna y a arrasar su casa. Para la mayoría de los llamados "delitos y faltas", se limitaba a imponer multas; incluso vemos, en las Comunas del siglo XII, este principio, tan justo, pero olvidado hoy, de que es toda la Comuna la que responde por las faltas cometidas por cada uno de sus miembros. Las sociedades de la época, considerando el crimen como un accidente, o como una desgracia (esta es todavía la concepción del campesino ruso), y no admitiendo el principio de la venganza personal, predicado por la Biblia, entendían que la culpa de cada fechoría recae sobre toda la sociedad. Fue necesaria toda la influencia de la Iglesia bizantina, que importó a Occidente la refinada crueldad de los déspotas orientales, para introducir en las costumbres de galos y germanos la pena de muerte y las horribles torturas que más tarde se infligieron a los considerados criminales; Fue necesaria toda la influencia del código civil romano -producto de la podredumbre de la Roma imperial- para introducir estas nociones de propiedad ilimitada de la tierra que derrocaron las costumbres comunales de los pueblos primitivos. Al mismo tiempo, como el señor, por su parte, amplió sus poderes sobre los labradores de los campos y los artesanos de las ciudades, también se convirtió en juez y legislador. En el siglo X, existen monumentos de derecho público, pero sólo son tratados que regulan las obligaciones, los deberes y los tributos de los siervos y vasallos del señor. Los legisladores de entonces eran un puñado de bandoleros, que se multiplicaban y organizaban para el bandolerismo que ejercían contra un pueblo que se había vuelto cada vez más pacífico al dedicarse a la agricultura. Explotan en su beneficio el sentimiento de justicia inherente al pueblo; se hacen pasar por justicieros, haciendo de la propia aplicación de los principios de justicia una fuente de ingresos, y fomentando las leyes que servirán para mantener su dominio.
Más tarde, estas leyes, recogidas y clasificadas por los legistas, sirven de base a nuestros códigos modernos. Y seguiremos hablando de respetar estos códigos: ¡el legado del cura y del barón!
La primera revolución, la de los municipios, sólo consiguió abolir una parte de estas leyes, ya que los estatutos de los municipios liberados no eran, en su mayoría, más que un compromiso entre la legislación señorial o episcopal y las nuevas relaciones creadas en el seno del municipio libre. Y sin embargo, ¡qué diferencia entre estas leyes y nuestras leyes actuales! La Comuna no se permitió encarcelar y guillotinar a los ciudadanos por una razón de Estado: se limitó a expulsar a la persona que había conspirado con los enemigos de la Comuna, y a arrasar su casa. Para la mayoría de los llamados "delitos y faltas", se limitaba a imponer multas; incluso vemos, en las Comunas del siglo XII, este principio, tan justo, pero olvidado hoy, de que es toda la Comuna la que responde por las faltas cometidas por cada uno de sus miembros. Las sociedades de la época, considerando el crimen como un accidente, o como una desgracia (esta es todavía la concepción del campesino ruso), y no admitiendo el principio de la venganza personal, predicado por la Biblia, entendían que la culpa de cada fechoría recae sobre toda la sociedad. Fue necesaria toda la influencia de la Iglesia bizantina, que importó a Occidente la refinada crueldad de los déspotas orientales, para introducir en las costumbres de galos y germanos la pena de muerte y las horribles torturas que más tarde se infligieron a los considerados criminales; Fue necesaria toda la influencia del código civil romano -producto de la podredumbre de la Roma imperial- para introducir estas nociones de propiedad ilimitada de la tierra, que anularon las costumbres comunales de los pueblos primitivos.
Es bien sabido que los municipios libres no pudieron mantenerse por sí mismos; fueron presa de la realeza. Y a medida que la realeza adquiría nueva fuerza, el derecho a legislar pasaba cada vez más a manos de una camarilla de cortesanos. El llamamiento a la nación se hace sólo para sancionar los impuestos exigidos por el rey. Parlamentos, convocados a intervalos de dos siglos, según el buen gusto y los caprichos de la Corte, "Consejos extraordinarios", "sesiones de notables", donde los ministros apenas escuchan las "quejas" de los súbditos del rey, - estos son los legisladores. - Y más tarde aún, cuando los poderes se concentran en una sola persona que dice: "Yo soy el Estado", es "en el secreto de los Consejos del Príncipe", según el capricho de un ministro o de un rey imbécil, que se hacen los edictos, que los súbditos están obligados a obedecer bajo pena de muerte. Se abolieron todas las garantías judiciales; la nación fue servida por el poder real y un puñado de cortesanos; los castigos más terribles: la rueda, la hoguera, el desollamiento, las torturas de todo tipo, -productos de la fantasía enfermiza de monjes y locos que buscaban sus delicias en los sufrimientos de los torturados- fueron los avances que hicieron su aparición en aquella época.
A la gran revolución le corresponde el honor de haber iniciado la demolición de este andamiaje de leyes que nos legaron el feudalismo y la realeza. Pero, habiendo demolido algunas partes del viejo edificio, la Revolución puso el poder de legislar en manos de la burguesía, que a su vez comenzó a levantar todo un nuevo andamiaje de leyes destinadas a mantener y perpetuar su dominio sobre las masas. En sus parlamentos legisla hasta donde alcanza la vista, y las montañas de papeles se acumulan con una rapidez espantosa. Pero, ¿en qué consisten realmente todas estas leyes? La mayoría de ellas tienen un solo objetivo: proteger la propiedad individual, es decir, la riqueza adquirida mediante la explotación del hombre por el hombre, abrir nuevos campos de explotación al capital, sancionar las nuevas formas que la explotación adopta constantemente a medida que el capital monopoliza nuevas ramas de la vida humana: ferrocarriles, telégrafos, luz eléctrica, industria química, expresión del pensamiento humano a través de la literatura y la ciencia, etc., etc. El resto de las leyes, en el fondo, tienen siempre la misma finalidad, es decir, el mantenimiento de la maquinaria gubernamental que sirve para asegurar al Capital la explotación y el acaparamiento de la riqueza producida. El poder judicial, la policía, el ejército, la educación pública, las finanzas, todos sirven al mismo dios: el capital; todos tienen un solo objetivo: proteger y facilitar la explotación del trabajador por el capitalista. Analice todas las leyes hechas en los últimos cien años, y no encontrará otra cosa. La protección de las personas, que se representa como la verdadera misión del Derecho, sólo ocupa en ellas un lugar casi imperceptible; pues en nuestras sociedades actuales, los ataques a las personas, dictados directamente por el odio y la brutalidad, tienden a desaparecer. Si hoy se mata a alguien, es para saquearlo y rara vez por venganza personal. Y si este tipo de delitos disminuye siempre, no se debe ciertamente a la legislación: se debe al desarrollo humanitario de nuestras sociedades, a nuestros hábitos cada vez más sociables, y no a las prescripciones de nuestras leyes. Si mañana se derogaran todas las leyes relativas a la protección de las personas, si mañana se dejaran de perseguir las agresiones a las personas, el número de agresiones dictadas por la venganza personal o la brutalidad no aumentaría ni un céntimo.
Se puede objetar que en los últimos cincuenta años se han aprobado muchas leyes liberales. Pero analicemos estas leyes, y veremos que todas estas leyes liberales no son más que la derogación de leyes que nos legó la barbarie de los siglos anteriores. Todas las leyes liberales, todo el programa radical, se puede resumir en estas palabras: abolición de las leyes que se han convertido en inconvenientes para la propia burguesía, y vuelta a las libertades de las comunas del siglo XII, extendidas a todos los ciudadanos. La abolición de la pena de muerte, el jurado para todos los "delitos" (el jurado, más liberal que hoy, existía en el siglo XII), la magistratura elegida, el derecho de impugnación de los funcionarios, la abolición de los ejércitos permanentes, la libertad de enseñanza, etc., todo lo cual se nos dice que es una invención del liberalismo moderno, no es más que un retorno a las libertades que existían antes de que la Iglesia y el Rey extendieran su mano sobre todas las manifestaciones de la vida humana.
La protección de la explotación, directamente a través de las leyes de propiedad, e indirectamente a través del mantenimiento del Estado, es por tanto la esencia y el objeto de nuestros códigos modernos y la preocupación de nuestra costosa maquinaria legislativa. Sin embargo, ya es hora de que dejemos de hablar de ellos de boquilla y nos demos cuenta de lo que realmente son. La ley, que en un principio se presentaba como un conjunto de costumbres útiles para la preservación de la sociedad, es ahora un mero instrumento para la continua explotación y dominación de los ricos ociosos sobre las masas trabajadoras. Su misión civilizadora es hoy nula; sólo tiene una misión: el mantenimiento de la explotación.
Esto es lo que nos dice la historia del desarrollo de la Ley. ¿Es esta la razón por la que estamos llamados a respetarla? Desde luego que no. No más que el Capital, producto del bandolerismo, tiene derecho a nuestro respeto. Y el primer deber de los revolucionarios del siglo XX será quemar todas las leyes existentes, al igual que quemarán los títulos de propiedad.
IV
Si estudiamos los millones de leyes que rigen a la humanidad, podemos ver fácilmente que se pueden subdividir en tres categorías: protección de la propiedad, protección de las personas, protección del gobierno. Y, analizando estas tres categorías, llegamos a esta conclusión lógica y necesaria respecto a cada una de ellas: la inutilidad y nocividad de la Ley.
Para la protección de la propiedad, los socialistas saben lo que es. Las leyes de propiedad no están hechas para garantizar al individuo o a la sociedad el disfrute de los productos de su trabajo. Se hacen, por el contrario, para robar al productor una parte de lo que produce, y para asegurar para unos pocos la parte de los productos que han robado, ya sea a los productores o a la sociedad en su conjunto. Cuando la ley establece los derechos de tal o cual persona a una casa, por ejemplo, establece su derecho, no a una choza que haya construido él mismo, o a una choza que haya levantado con la ayuda de unos cuantos amigos. Por el contrario, establece sus derechos sobre una casa que no es el producto de su trabajo, en primer lugar, porque la hizo construir por otros, a quienes no pagó el valor total de su trabajo, y en segundo lugar - porque esta casa representa un valor social que no podría producir por sí mismo: la ley establece sus derechos sobre una parte de lo que pertenece a todos y a nadie en particular. La misma casa, construida en medio de Siberia, no tendría el valor que tiene en una gran ciudad, y este valor proviene, como sabemos, del trabajo de toda una cincuentena de generaciones que han construido la ciudad, que la han embellecido, la han dotado de agua y gas, de hermosos bulevares, de universidades, teatros y tiendas, de ferrocarriles y carreteras que irradian en todas direcciones. Al reconocer los derechos de tal o cual persona a una casa en París, en Londres, en Rouen, la ley se apropia -injustamente- de una cierta parte del producto del trabajo de toda la humanidad. Y precisamente porque esta apropiación es una injusticia clamorosa (todas las demás formas de propiedad tienen el mismo carácter), se ha necesitado todo un arsenal de leyes y todo un ejército de soldados, policías y jueces, para mantenerla contra el sentido común y el sentimiento de justicia inherente a la humanidad.
Pues bien, la mitad de nuestras leyes, -los códigos civiles de todos los países-, no tienen otro objetivo que mantener esta apropiación, este monopolio, en beneficio de unos pocos, contra toda la humanidad. Tres cuartas partes de los casos juzgados por los tribunales no son más que disputas entre monopolistas: dos ladrones que se disputan el botín. Y buena parte de nuestras leyes penales siguen teniendo la misma finalidad, ya que pretenden mantener al trabajador en una posición subordinada a la del patrón, para asegurar la explotación de éste.
En cuanto a garantizar al productor los productos de su trabajo, ni siquiera hay leyes que se ocupen de ello. Esto es tan sencillo y tan natural, tan propio de los usos y costumbres de la humanidad, que la Ley ni siquiera ha pensado en ello. El robo abierto, con las armas en la mano, ya no es una característica de nuestro siglo: tampoco un trabajador llega a disputar con otro los productos de su trabajo; si hay un malentendido entre ellos, lo aclaran sin recurrir a la Ley, acudiendo a un tercero, y si alguien viene a exigir a otro una determinada parte de lo que ha producido, es sólo el propietario quien viene a tomar su parte. En cuanto a la humanidad en general, respeta en todas partes el derecho de cada persona a lo que ha producido, sin necesidad de leyes especiales.
Todas estas leyes sobre la propiedad, que constituyen los grandes volúmenes de los códigos y la alegría de nuestros juristas, no teniendo, pues, otra finalidad que la de proteger la apropiación injusta de los productos del trabajo de la humanidad por parte de ciertos monopolistas, no tienen ninguna razón de ser, y los socialistas-revolucionarios están decididos a hacerlas desaparecer el día de la Revolución. Podemos, en efecto, con toda justicia, hacer un auto-da-fé completo de todas las leyes que están relacionadas con los llamados "derechos de propiedad", de todos los títulos de propiedad, de todos los archivos, - en fin, de todo lo que tiene que ver con esta institución, que pronto será considerada una mancha humillante en la historia de la humanidad, de la misma manera que la esclavitud y la servidumbre en los siglos pasados.
Lo que acabamos de decir sobre las leyes de propiedad se aplica plenamente a esta segunda categoría de leyes, las leyes para mantener el gobierno, o leyes constitucionales.
Sigue siendo todo un arsenal de leyes, decretos, ordenanzas, avisos, etc., que sirven para proteger las diversas formas de gobierno representativo (por delegación o por usurpación), bajo las que todavía luchan las sociedades humanas. Sabemos muy bien, -los anarquistas lo han demostrado muchas veces con su incesante crítica a las distintas formas de gobierno-, que la misión de todos los gobiernos monárquicos, constitucionales y republicanos, es proteger y mantener por la fuerza los privilegios de las clases poseedoras: aristocracia, sacerdocio y burguesía. Un buen tercio de nuestras leyes, -las leyes "fundamentales", las leyes sobre los impuestos, sobre las aduanas, sobre la organización de los ministerios y sus cancillerías, sobre el ejército, la policía, la iglesia, etc., -y hay varias decenas de miles de ellas en cada país-, no tienen otra finalidad que mantener, revestir y desarrollar la maquinaria gubernamental, que a su vez sirve casi por completo para proteger los privilegios de las clases poseedoras. Si se analizan todas estas leyes, si se observan en acción día a día, se verá que no hay una sola buena que se pueda cumplir, empezando por las que entregan los municipios, atados de pies y manos, al párroco, al gran burgués local y al subprefecto, y terminando con esta famosa constitución (la decimonovena o vigésima desde 1789), que nos da una Cámara de imbéciles y corredores de bolsa que preparan la dictadura de algún aventurero, cuando no el gobierno de una cabeza de repollo coronada.
En resumen, con respecto a estas leyes, no puede haber ninguna duda. No sólo los anarquistas, sino también los burgueses más o menos revolucionarios, están de acuerdo en esto, en que el único uso que se puede hacer de todas las leyes relativas a la organización del gobierno, - es encender una hoguera con ellas.
Queda la tercera y más importante categoría de leyes, ya que es a la que se le atribuyen más prejuicios: las leyes relativas a la protección de las personas, el castigo y la prevención de los "delitos". De hecho, esta categoría es la más importante, porque si la ley se tiene en alta estima, es porque se cree que dichas leyes son absolutamente esenciales para mantener la seguridad en nuestras sociedades. Son estas leyes las que se han desarrollado en torno al núcleo de costumbres útiles para las sociedades humanas y que han sido aprovechadas por los dominadores para santificar su dominio. La autoridad de los jefes de las tribus, de las familias ricas de las comunas y del rey se basaba en las funciones de juez que ejercían; e incluso hoy en día, siempre que se habla de la necesidad del gobierno, está implícita su función de juez supremo. - Sin gobierno, los hombres se degollarían unos a otros", dice el razonador del pueblo. - El objetivo final de todo gobierno es dar doce jurados honestos a cada acusado", dijo Burke.
Pues bien, a pesar de todos los prejuicios que existen sobre este tema, ya es hora de que los anarquistas digan en voz alta que esta categoría de leyes es tan inútil y tan dañina como las anteriores.
En primer lugar, en lo que respecta a los llamados "delitos", los atentados contra las personas, se sabe que dos tercios y a menudo incluso tres cuartos de todos los "delitos" están inspirados en el deseo de apoderarse de la riqueza que pertenece a alguien. Esta inmensa categoría de los llamados "delitos y faltas" desaparecerá cuando la propiedad deje de existir.
- Pero", se nos dirá, "siempre habrá brutos que atenten contra la vida de los ciudadanos, que apuñalen en cada riña, que se venguen de la menor ofensa con el asesinato, si no hay leyes que los contengan y castigos que los contengan. - Este es el estribillo que escuchamos cada vez que cuestionamos el derecho de la sociedad a castigar.
Sin embargo, una cosa está bien establecida hoy en día: la severidad de los castigos no reduce el número de "delitos". Colgad, descuartizad, si queréis, a los asesinos, el número de asesinatos no disminuirá ni uno. Por otro lado, suprime la pena de muerte y no habrá ni un solo asesinato más. Los estadísticos y los forenses saben que nunca una disminución de la severidad del código penal ha llevado a un aumento de los atentados contra la vida de los ciudadanos. Por otro lado, que la cosecha sea buena, que el pan sea barato, que el tiempo sea bueno, - y el número de asesinatos disminuirá inmediatamente. Está demostrado por las estadísticas que el número de delitos siempre aumenta y disminuye en proporción al precio de los alimentos y al buen o mal tiempo. No es que todos los asesinatos estén inspirados por el hambre. En absoluto; pero cuando la cosecha es buena y los alimentos son asequibles, los hombres, más alegres y menos desgraciados que de costumbre, no ceden a las pasiones oscuras ni clavan un cuchillo en el pecho de uno de sus semejantes por razones fútiles.
Además, también se sabe que el miedo al castigo nunca ha detenido a un solo asesino. El que va a matar a su prójimo por venganza o por miseria no piensa demasiado en las consecuencias, y no hay asesino que no esté firmemente convencido de que se librará de ser procesado.
Además, que cada uno razone por sí mismo sobre este tema, que analice los delitos y las penas, sus motivos y sus consecuencias, y si sabe razonar sin dejarse influir por ideas preconcebidas, llegará necesariamente a esta conclusión:
"Sin hablar de una sociedad en la que el hombre recibirá una mejor educación, en la que el desarrollo de todas sus facultades y la posibilidad de disfrutar de ellas le darán tantos goces que no buscará perderlos con el asesinato, -sin hablar de la sociedad futura, incluso en nuestra sociedad, incluso con esos tristes productos de la miseria que vemos hoy en los cabarets de las grandes ciudades, - el día en que no se infligiera ningún castigo a los asesinos, el número de asesinatos no aumentaría ni un solo caso; es muy probable que disminuya, por el contrario, por todos los casos que se deben hoy a los reincidentes, anquilosados en las cárceles. "
Siempre se nos habla de los beneficios de la ley y de los efectos saludables del castigo, pero ¿hemos intentado alguna vez equilibrar los beneficios que atribuimos a la ley y al castigo con el efecto degradante de estos castigos para la humanidad? Sólo sumemos todas las malas pasiones despertadas en la humanidad por los atroces castigos que en su día se infligieron en nuestras calles. ¿Quién, pues, ha alimentado y desarrollado los instintos de crueldad en el hombre (instintos desconocidos para los animales, habiéndose convertido el hombre en el animal más cruel de la tierra), sino el rey, el juez y el sacerdote armados con la ley, que hicieron arrancar la carne en pedazos, verter brea caliente en las heridas, dislocar los miembros, aplastar los huesos, serrar a los hombres en dos, para mantener su autoridad? Calculemos sólo el torrente de depravación vertido en las sociedades humanas por la denuncia, favorecida por los jueces y pagada con el dinero ganado por el gobierno, con el pretexto de ayudar a descubrir los delitos. Vayamos a la cárcel y estudiemos allí en qué se convierte el hombre, privado de libertad, encerrado con otros depravados penetrados por toda la corrupción y los vicios que rezuman nuestras prisiones actuales; y recordemos solamente que cuanto más las reformamos, más detestables son, siendo todas nuestras penitenciarías modernas y modélicas cien veces más abominables que las mazmorras de la Edad Media. Consideremos finalmente qué corrupción, qué depravación de espíritu se mantiene en la humanidad por esta idea de obediencia -la esencia de la ley-, de castigo, de autoridad con derecho a castigar, a juzgar, al margen de la conciencia; por estas funciones de verdugos, de carceleros, de denunciantes, en fin, de todos estos atributos de la Ley y de la Autoridad. Considera todo esto, y ciertamente estarás de acuerdo con nosotros cuando decimos que la Ley y la Pena son abominaciones que deben dejar de existir.
Por otra parte, los pueblos no políticos, y por tanto menos imbuidos de prejuicios autoritarios, han comprendido perfectamente que el llamado "criminal" es simplemente un desgraciado; que no se trata de hacer que lo azoten, lo encadenen o lo maten en el cadalso o en la cárcel, sino que hay que aliviarlo con los cuidados más fraternales, con un trato igualitario, con la práctica de la vida entre personas honestas. Y esperamos que en la próxima revolución estalle este grito:
"Quememos las guillotinas, demolamos las cárceles, ahuyentemos al juez, al policía, al delator -la raza más asquerosa si alguna vez hubo una en la tierra-, tratemos como hermanos a los que han sido llevados por la pasión a hacer daño a sus semejantes, y sobre todo privemos a los grandes criminales, esos innobles productos de la ociosidad burguesa, de la posibilidad de desplegar sus vicios en formas seductoras; - Y estemos seguros de que tendremos muy pocos delitos que denunciar en nuestra sociedad. Porque lo que mantiene el crimen (además de la ociosidad) es la Ley y la Autoridad: la ley de la propiedad, la ley del gobierno, la ley de las penas y los delitos, y la Autoridad que se encarga de hacer estas leyes y de hacerlas cumplir."
¡No más leyes, no más jueces! La Libertad, la Igualdad y la práctica de la Solidaridad son el único dique eficaz que podemos poner contra los instintos antisociales de algunos de nosotros.
Piotr Kropotkin
[Folleto publicado en 6ª edición, en 1892, en siete mil ejemplares, de acuerdo con el deseo de nuestro camarada Lucien Massé, peluquero en Ars en Ré, que al morir, había legado a la REVOLT la suma necesaria para esta publicación. Publications des Temps Nouveaux n°65].
Traducido por Joya
Original:www.socialisme-libertaire.fr/2017/06/la-loi-et-l-autorite.html