Decrecimiento: Sobre los límites

En el mundo artificial del capitalismo y de la tecnociencia, basado en el exceso, la desmesura, el gigantismo y el afán de superación, se nos invita constantemente a superar nuestros límites físicos, intelectuales, profesionales y sociales. La propia noción de límites se ha vuelto impensable.

La publicidad, con sus mensajes a menudo manipuladores y sus superlativos (híper, mega, etc.), es un verdadero residuo cultural cuya función principal es difundir la ideología dominante. Al intentar persuadirnos de que lo superfluo es absolutamente necesario, la publicidad excita implacablemente el deseo y fomenta la compra impulsiva (¡una casa actual contiene 10.000 objetos frente a unos pocos cientos en el siglo XIX!) Los dictados de la moda, que combinan competición y mercancía, imponen el ideal del cuerpo "perfecto" y de la eterna juventud, un cuerpo sometido a técnicas cada vez más exigentes y normativas, un cuerpo deportivo "trabajado", medicalizado, higienizado, drogado y robotizado. 

La comunicación publicitaria no sólo transmite dominación, poder y agresividad, sino también la idea de infinito y eternidad. Al mismo tiempo, lo "ilimitado" se ha convertido en un argumento de marketing esencial para los operadores de telefonía móvil. Incluso la sexualidad está sujeta a una obligación de resultados. Superarse a sí mismo crea así una ilusión de omnipotencia. El principio de maximización de la existencia, el uso intensivo de los signos y los objetos, la explotación sistemática de todas las potencialidades de disfrute. Está prohibido no ceder constantemente a los propios deseos. Sólo que olvidando que cuando un individuo es incapaz de ponerse límites a sí mismo, de interiorizar las prohibiciones que toda vida colectiva implica, necesariamente las busca en el mundo real (conductas de riesgo, drogadicción, suicidio).

Halagando a la Francia que madruga, al mundo de los que ganan, la clase dirigente nos dice que aceptemos tal o cual reto, que trabajemos más para ganar más, que mejoremos constantemente la excelencia en todos los campos, que alcancemos el "máximo nivel" para vencer a la competencia, que nos hagamos con los mercados, que nos ofrezcamos todos los signos del éxito social. La obligación de ser fuerte, la imposibilidad de perder, el miedo a ser un hombre "acabado", hasta el punto de ser consumido por la obsesión del éxito.

Los bancos animan a la gente a pedir préstamos, con los dramáticos efectos del sobreendeudamiento. Las agencias de crédito al consumo prosperan a costa de los pobres, con demandas que tienen graves consecuencias. Sin embargo, a través del proceso de expansión capitalista que constituye el crédito, el crecimiento no sólo se hace posible, sino que es imperativo.

El consumo desenfrenado se eleva al rango de deber cívico, incluso al de único ideal de la civilización occidental, hasta tal punto que la obesidad se ha convertido en la caricatura de una sociedad enferma de "más y más". El consumo es la nueva deidad. "No hay ninguna otra actividad religiosa, política o moral para la que se prepare al individuo de forma tan completa, culta y costosa", escribe Baudrillard. Debe convertirse en un impulso, en un reflejo; y el reflejo es lo contrario de la reflexión. El experto en marketing estadounidense Victor Lebow escribió en la década de 1950: "Nuestra economía extraordinariamente productiva quiere que hagamos del consumo nuestra forma de vida, que convirtamos la compra y el uso de bienes y servicios en rituales. Debemos consumir, desgastar, sustituir y desechar a un ritmo cada vez mayor. 

Muchos sistemas educativos se basan en un fuerte espíritu competitivo. Sin duda, Japón se distingue por su sistema elitista, en el que la escuela se vive como una auténtica carrera de obstáculos, con una selección permanente a través de oposiciones que a menudo conduce al agotamiento de los estudiantes.

Tenemos prisa... por apresurarnos. El tiempo cíclico de la naturaleza ha sido sustituido por la aceleración de la historia, el reloj del tiempo, el vértigo de la velocidad. Y el tiempo que se gana yendo más rápido se utiliza para llegar más lejos. Propagandista del crecimiento, Éric Le Boucher afirma (Le Monde, 26 de mayo de 2006): "Estamos en un mundo en el que no basta con cambiar, hay que cambiar constantemente y cada vez más rápido. ¿Para ir a dónde, de hecho?

Tirar el limón después de usarlo

Los cambios en la organización del trabajo que se están produciendo desde principios de los años 90, cuyo único objetivo es aumentar la rentabilidad y los márgenes de beneficio en un contexto de competencia despiadada, consisten en exigir cada vez más al trabajador, que no es más que una extensión de la máquina. Evaluación del rendimiento individual, controles sistemáticos, gestión por objetivos, trabajo justo a tiempo, flexibilidad, ritmo infernal, misiones imposibles, exposición a grandes molestias: con el pretexto de desarrollar los "recursos" (competencias, talentos, habilidades) o de eliminar el exceso de costes y el despilfarro, el rigor genera desgaste prematuro, sufrimiento en el trabajo, a veces incluso suicidio. Intensificación del trabajo debido a la reducción y a la falta de recursos, duración de los desplazamientos diarios, horarios escalonados, trabajo nocturno, supresión de las pausas informales, miedo al despido, miedo latente al error, situaciones de emergencia, acoso moral y posiblemente sexual. La multiplicidad de estos factores contribuye a que se produzcan situaciones de extrema fatiga, al riesgo de accidentes, a desestabilizar a los empleados que se ven empujados a una espiral descendente por las exigencias cada vez mayores de eficiencia, y a rechazar sus propios límites.

El capitalismo condenado al crecimiento

Treinta y cuatro años antes de ser nombrado para dirigir una "comisión sobre los frenos al crecimiento", J. Attali escribió: "Existe un mito, hábilmente mantenido por los economistas liberales, según el cual el crecimiento reduce las desigualdades. Este argumento, que permite posponer cualquier exigencia redistributiva hasta "más adelante", es una estafa intelectual sin fundamento". ¡Buena observación, Tartufo! Como es incapaz de repartir la riqueza, si quiere escapar de una revuelta de los pobres, el capitalismo se ve obligado a crecer sin parar. El capital sólo puede vivir en movimiento y expansión. De ahí las fusiones, adquisiciones, reorganizaciones y coaliciones de empresas. Sólo así podrá superar sus contradicciones internas. En un contexto competitivo llevado al extremo por la necesidad de multiplicar el dinero, una empresa que estabiliza su producción firma su sentencia de muerte. ¡Crecer o desaparecer!

El crecimiento ilimitado es imposible en un mundo limitado, y la mayoría de los recursos se están agotando. El despilfarro imprudente de los escasos recursos pone en cuestión la viabilidad de un sistema capitalista que ha destruido su propia base material. Esta es la situación a la que nos ha llevado la negación de los límites de la escala de una civilización basada en la economía de mercado y la exigencia de satisfacer los deseos infinitos de una población creciente. Este crecimiento -y la incesante industrialización del mundo- sólo ha parecido sostenible porque hemos hecho recaer la carga y el precio sobre las generaciones futuras. El crecimiento económico -un "programa históricamente suicida"- es en realidad la ideología de un mundo sin límites, cuya función es evitar el doloroso cuestionamiento de la organización de la sociedad y de nuestro modo de vida. Y los defensores del desarrollo sostenible creen que pueden evitar enfrentarse a los límites físicos del planeta mediante el "capitalismo cognitivo", la "sociedad digital" y la "economía inmaterial", todos ellos mitos formidables. 

El miedo a la muerte

Cada vez es más evidente -como han demostrado numerosos estudios- que el "bienestar" está desconectado del "más". ¿Y si esas pseudo-riquezas sólo sirven para rellenar insatisfacciones, para banalizar falsos placeres, para enmascarar el autodesprecio porque fomentan la erosión de las facultades creativas y nos privan de los medios de subsistencia? Y si esta bulimia de bienes materiales sólo sirviera para distraernos de una vida anodina, de un aburrimiento mortal, de un fracaso existencial. ¿Y si incluso este juego con los límites, esta voluntad de poder, expresara la precipitación de una sociedad para resolver problemas que no puede resolver, un rechazo a la conciencia de nuestra finitud, una respuesta a la angustia de la muerte? ¿No es la negación existencial un gesto de supervivencia individual?

Porque la sociedad hiperconsumista no sólo pretende negar la realidad de la enfermedad, de la vejez: el deterioro, la decrepitud, la disminución de las posibilidades, la pérdida de energía, de resistencia, de memoria, de concentración -en definitiva, la fragilidad de la vida-, sino que también pretende ocultar la muerte confinando a los ancianos en guetos, en pabellones.

Esta negación de los límites se encuentra también en los delirantes proyectos de la tecnociencia (fabricación artificial de nubes, instalación de espejos en el espacio). Esto es una ilusión, ya que la tecnología, que se supone que resuelve los problemas de los que a menudo es fuente, no anula los límites; sólo los desplaza. También se encuentra en la conquista del espacio, la exploración de lo infinitamente grande, o en las acciones sobre los seres vivos aplicadas a los humanos, las plantas o los animales: procreación (AMP), anticoncepción, esterilización, selección (DPI), corrección (terapia génica), reproducción (clonación), modificación (OGM). Y, por supuesto, en el transhumanismo, es decir, en el intento de crear un ser híbrido mitad hombre y mitad máquina, librándose así de una humanidad plagada de sus debilidades. La superación de la humanidad por la ciber-humanidad: un proyecto de sometimiento definitivo. Como una "mano invisible", todo problema filosófico acabaría encontrando su solución en el progreso material y tecnológico. "El fenómeno más interesante es que hoy la ciencia desempeña el papel que tuvo la religión en el pasado, en el sentido de que la ciencia es ahora la portadora de las esperanzas escatológicas de la humanidad", escribió el matemático R. Thom en Paraboles et catastrophes (Flammarion).

Alain Gras explica en Le choix du feu que las energías naturales imponían límites, obligando a tener en cuenta elementos ajenos a nuestro control (el viento porque es inestable, la madera porque se reproduce lentamente, etc.); el "fuego" de la energía fósil desbloquea este cerrojo, y en consecuencia disipa la noción de restricción, y por tanto la función de vigilancia. Ahora todo es posible; ya no hay señales de alarma.

Medir por encima de todo

Sumidas en la ansiosa inquietud que caracteriza nuestro modo de vida superficial, las "sociedades modernas" han alimentado el rechazo y el odio a la tradición y al pasado, el empeño en destruir las raíces, y han relegado la nostalgia al rango de sentimiento reaccionario, para hundirse en la ilusión del movimiento perpetuo. Como si cualquier estructura no tuviera otra razón de ser que su propia expansión (aumento de la población, ampliación de las ciudades, aumento del volumen de negocio...). Como si -como observa J.-C. Michéa- la idea de que cualquier límite al poder del individuo sobre la naturaleza y sobre sí mismo tuviera que ser transgredido por principio. Al subestimar o negar la dependencia de todas las formas de organización económica de las condiciones naturales, al olvidar que no negociamos con las leyes de la física ni con las de la vida, llegamos a los límites de la biosfera. La fantasía de una humanidad liberada de la materialidad de su condición, el sueño prometeico del dominio absoluto de la naturaleza, deben archivarse en los archivos de la historia. Desde la advertencia de Paul Valéry, sabemos que toda civilización es mortal. Nunca debimos perder de vista que todo nace, vive... y muere.

Imaginar un futuro que no sea más que la extrapolación de tendencias anteriores sería abrazar una concepción fatalista de la historia. Si queremos que el proyecto de emancipación no se reduzca al de la supervivencia, conviene aceptar nuestra finitud, nuestra vulnerabilidad, invertir las prioridades en la elección de las infraestructuras, en la ordenación del territorio, cuestionar los hábitos culturales (velocidad, rendimiento, gadget, desechable...). Elige la sabiduría, la moderación, la medida, que según Esquilo es el bien supremo. Pasar de una sociedad inigualitaria, despilfarradora y depredadora a una sociedad ahorradora y solidaria significa tomar conciencia de la saturación del espacio físico (cada vez más productos en las estanterías de los hipermercados), pero también del espacio mental (cada vez más información sin interés, Significa limitar el consumo a la capacidad de regeneración de la biosfera, reubicar las actividades, ralentizar los ritmos y simplificar los procesos de funcionamiento. Este es el significado profundo del "decrecimiento", que nos invita a desintoxicarnos, a despojarnos. El caracol", explica Ivan Illich, "construye la delicada arquitectura de su concha añadiendo una tras otra espirales cada vez más amplias, y luego se detiene bruscamente y comienza a enrollarse. Esto se debe a que una sola bobina más ancha haría que la carcasa fuera dieciséis veces más grande. En lugar de contribuir al bienestar del animal, lo sobrecargaría. ¿Y si nos inspiráramos en los gasterópodos para la arquitectura y el urbanismo? 

C. Castoriadis escribió (Le Monde diplomatique, agosto de 1998): "La sociedad capitalista es una sociedad que se dirige al abismo, en todos los sentidos, porque no sabe limitarse. Y una sociedad verdaderamente libre, una sociedad autónoma, debe saber limitarse, saber que hay cosas que no se pueden hacer o que ni siquiera se deben intentar hacer o que no se deben desear. Por su parte, José Ardillo escribe: "La proyección de una sociedad futura emancipada no puede eludir la cuestión de los límites materiales, sin los cuales cualquier utopía quedaría ligada a la superstición progresista." Un "decrecimiento libertario", lejos del universo mórbido y mortífero del capitalismo industrial, ofrece una perspectiva deseable de progreso social y de realización humana. Pero para vivir mejor respetando los límites que nos impone la naturaleza, no podemos sustraernos -hay que subrayarlo- a una doble revolución, ecológica y social. 

Traducida por Jorge Joya

Original: www.monde-libertaire.fr/?page=archives&numarchive=15207