¿Clasicismo laboral?
Es una extraña enfermedad que padece casi toda la llamada intelectualidad avanzada. El marxismo y el sindicalismo son formas incurables de ello. Muchos anarquistas lo sufren. Consiste en una deformación más o menos grave de las facultades de percepción y de pensamiento, una deformación que hace que todo lo que es clase trabajadora le parezca bello, bueno y útil, tanto como todo lo que no lo es es feo, malo, inútil, cuando no perjudicial. El triste imbécil, encorvado, alcohólico, tabaquista y tuberculoso, que constituye la masa de los ciudadanos buenos y honestos, se convierte por arte de magia en el obrero, cuyo trabajo "augusto" da vida y progreso a la humanidad, cuyo esfuerzo magnánimo le reserva un futuro espléndido... Cuidado con señalar al obrerista que dicho proletario es, al fin y al cabo, el más seguro partidario del abominable régimen del Capital y de la Autoridad, al que apoya y sanciona mediante el servicio militar, el voto y el trabajo diario. Inmediatamente le llamarán individuo atrasado, con prejuicios burgueses y que no entiende nada de... ¡sociología!
Las causas de este estado de ánimo, aunque bastante numerosas, son fáciles de determinar. En primer lugar, hay que situar la idea del trabajo como "gesto augusto", ya que sostiene la vida; siendo el trabajo noble en su esencia, dicen las mentes simplistas, noble es el trabajador. ¡Eso es! Sólo olvidaron una cosa: que la nobleza de una actividad es un concepto completamente convencional y relativo; que el trabajo, teóricamente tan bello, es en la práctica ordinaria feo, embrutecedor, desmoralizador; y que un gesto, cualquiera que sea, no puede estar marcado por la belleza cuando quien lo realiza es una pobre bestia humana atormentada por el miedo y el hambre...
Y este estado de ánimo es sin duda una de las causas de la moda del sindicalismo, contra la que los anarquistas intentan reaccionar. Entusiasmados por el rápido crecimiento de las asociaciones obreras -siempre revolucionarias en su origen (al igual que todas las organizaciones jóvenes sin nada que perder, todo por ganar)- los cerebros absolutos vieron en el nuevo movimiento la panacea universal. El sindicalismo respondía a todo, podía hacer todo, prometía todo. Para algunos, iba a mejorar el estado social mediante reformas sabias y prudentes sin aspavientos. Para otros, era la primera célula de la futura sociedad, que establecería una buena mañana durante una huelga general. Pero no fue así. Nos dimos cuenta -al menos los que no estaban cegados por la ilusión- de que los sindicatos se volvieron robustos y sabios, y perdieron sus ganas de poner el mundo patas arriba. Que muchas veces acabaron hundiéndose en el legalismo y formando parte de la maquinaria de la vieja sociedad contra la que luchaban; que otras veces sólo consiguieron fundar clases de trabajadores aventajados, tan conservadores como los tan odiados burgueses. Finalmente, algunos alborotadores vinieron a decir que no bastaba, para modificar el entorno, con agrupar a los imbéciles, y que aunque estuvieran poderosamente organizados no podrían crear nada que estuviera por encima de su mentalidad...
En cambio, en los círculos más cultos, entre escritores y artistas, se acordó admirar el prolo. Surgió una literatura en la que se describían los sufrimientos de los pobres en términos indignados. Los "mártires del trabajo" tenían sus cantantes. Y poco a poco se fue imaginando un tipo de trabajador que apenas se correspondía con la realidad. Este es el admirable minero de Constantin Meunier, el apuesto trabajador de poderoso torso y mirada orgullosa, que se ve en los grabados socialistas dirigiéndose alegremente hacia un gran sol púrpura...
A esto se sumó una ideología bastante complicada, con sus teóricos y humoristas. Innumerables panfletos, montones de periódicos, cantidades de carteles multicolores proclamaban a la aterrorizada burguesía -¡cómo no! - la inminencia de la Revolución, la clase obrera consciente que va a crear mañana -mañana sin falta- la ciudad bendita donde, bajo la égida de un Comité vigilante, todos disfrutarán en paz de la felicidad confederal.
Esperamos, esperamos, nos preparamos. Se derriban tres veces dos postes de luz; se discuten las minucias de la inevitable agitación, y algunos oradores inexpresivos nos dicen que harán la Revolución así y así. Y nadie piensa que la espera es un desperdicio de vida y que quizás sería mejor empezar por hacer un poco de luz de día en la aterradora noche del cerebro.
Los anarquistas no son activistas de los derechos de los trabajadores. Les parece infantil poner en la cúspide al trabajador cuya lamentable inconsciencia es la causa del dolor universal, quizás más que la absurda rapacidad de los privilegiados.
Para el observador imparcial no es difícil ver que, lejos de ser la actividad benéfica ensalzada por los poetas, el trabajo en el ambiente actual es repulsivo. Similar es la diferencia entre el sueño y la realidad en lo que respecta a los proletarios...
... Así pasamos entre la plebe sembrando al azar la semilla de las buenas revueltas. Y las minorías en las que aún hay fuerza, vengan a nosotros, engrosen las filas de los amantes y luchadores de la vida.
Le Rétif (alias Victor Serge), en L'anarchie N°259, 24 de marzo de 1910.
[Victor Serge (1870 - 1947) seudónimo de Viktor Lvovitch Kibaltchitch, anarquista y luego marxista antiestalinista, escritor revolucionario, periodista, ensayista, poeta y traductor ruso. ]
Traducido por Jorge Joya
Original: www.socialisme-libertaire.fr