El anarquismo no es sólo una forma de pensar en la dominación, sino una forma de vivir contra la dominación.
He aquí un texto de Christian Ferrer, cuya intervención aprecié en el encuentro internacional anarquista de Barcelona en 1993 (1) y que me parece que se aleja del lenguaje de madera que tantos de nuestros amigos, los "anarquistas creyentes", siguen difundiendo a través de sus publicaciones periódicas. Haría falta un poco de coraje y un poco de sencillez para que los libertarios salieran de sus peleas y torres de marfil para intentar tomar otros caminos que los de un pensamiento y unas prácticas todavía ancladas en viejos reflejos ideológicos... Textos como el de Ferrer pueden ayudarnos a ello. Disfrute de su lectura. Mimmo Pucciarelli Hay ideas políticas que se han ganado su nombre, sobre todo cuando su historia ha acumulado con el tiempo ataques gubernamentales y connotaciones de pánico. El anarquismo es uno de ellos. Extremas y excéntricas, las ideas anarquistas promovían un pensamiento del "exterior", una ideología refractaria a los símbolos políticos de su tiempo. A partir de esta forma anómica, los anarquistas elaboraron y difundieron una serie de ideas insospechadas que dieron forma al imaginario antijerárquico, antagónico a la dominación del hombre por el hombre. No es de extrañar que una "leyenda negra" acompañe la historia del pensamiento libertario: utopismo, nihilismo asocial, quimera política, líderes de disturbios violentos, maximalistas intratables. Las impugnaciones no fueron raras pero, aunque diversas y dichas con buena o mala fe, no son menos triviales, porque la cualidad "absoluta" o "purista" de las reivindicaciones anarquistas no las hace necesariamente inalcanzables sino que, por el contrario, las convierte en un pensamiento exigente que nunca ha facilitado las negociaciones políticas o éticas. De ahí también el hecho de que el anarquismo nunca haya inspirado la indiferencia del público.
Audacia imaginativa
Es difícil ofrecer al hombre de finales del siglo XX -el siglo del aprendizaje de la sumisión al imaginario jerárquico, en formas despiadadas o sofisticadas- un panorama de lo que significó la invención anarquista. No deja de ser sorprendente que se imaginara una sociedad sin jerarquías y que se establecieran formas de vida e instituciones regidas por costumbres y valores libertarios en ámbitos como el anarcosindicalismo y el anarcoindividualismo, los grupos de afinidad y el amor libre, la enseñanza del antiautoritarismo en las escuelas racionalistas y la difusión de una mística de la libertad en los rincones más inhóspitos del mundo. Si observamos los actos históricos de los anarquistas, penetrados por una moral exigente y tenaz, por la invención imaginativa de actos de resistencia, por el humor paródico de carácter anticlerical, por las innovaciones en el campo pedagógico, encontraremos una reserva de conocimientos refractarios, producto de una maceración histórica hoy olvidada o incomprendida por las culturas de la izquierda. De hecho, la supervivencia del anarquismo es, por un lado, casi milagrosa, dada la magnitud de la hostilidad que tuvo que superar y las derrotas que tuvo que soportar; su perseverancia es, por otro lado, comprensible: no ha aparecido hasta ahora ningún antídoto teórico y existencial mejor contra la sociedad de dominación
Hijo de la modernidad
A lo largo de la Modernidad, el anarquismo se extendió de la misma manera que las antiguas herejías, como una emergencia espiritual que empujaba los ideales emancipadores más allá de los límites simbólicos y materiales permitidos por las instituciones a las que se había concedido el monopolio de la regulación de la libertad. Tal vez porque los anarquistas fueron los más fieles realizadores del ideal jacobino, así como las correas de transmisión del antiguo impulso milenario, pudieron hacer del lema Liberté, Égalité, Fraternité el trípode de una mística desmesurada.
En este sentido, el anarquismo perpetúa un linaje disidente: en el siglo XIX, fue la reencarnación del espacio de insolencia política ocupado por las rebeliones campesinas de Europa central, las sectas radicales inglesas o los sans-culottes en siglos anteriores. En los acontecimientos animados por el movimiento anarquista se encarnaron las energías utópicas que permitieron hacer circular el llamamiento a una sociedad antípoda, aunque los padres fundadores de La Idea no trazaran ningún contorno de futuro realmente planificado.
En el siglo XIX tres doctrinas -el liberalismo, el marxismo y el anarquismo- se constituyeron en las cumbres del tenso triángulo de las filosofías políticas emancipadoras. El siglo XX se alimentó de sus máximas, esperanzas y sistemas teóricos, además de ponerlos a prueba y agotarlos. Según diferentes modelos, tanto Stuart Mill como Marx y Bakunin se dejaron llevar por la pasión por excelencia del siglo XIX: la pasión por la libertad. Hay canales subterráneos entre las tres ideas que las unen al mismo lecho ilustrado del río moderno. Pero también hay abismos que separan las ideas libertarias del marxismo: el énfasis de los anarquistas en la correlación moral entre medios y fines, su escepticismo sobre el papel del "partido de vanguardia" y del Estado en los procesos revolucionarios, y la firme creencia de los anarquistas en la autonomía individual y en los criterios personales -sin excluir ni afectos ni deseos- a la hora de tomar decisiones. Del liberalismo, los anarquistas nunca pudieron aceptar la visión de la libertad política y la justicia económica como polos irreconciliables. Los anarquistas prefirieron no elegir un desiderátum moral u otro y dejar que el impulso nutritivo y fundacional de sus ideas, la libertad absoluta, resolviera esta tensión dentro de un horizonte mental y organizativo más amplio.
El mito de la libertad
Para Bakunin (quizás la figura más emblemática de la historia del anarquismo) la libertad era un "mito", en el mismo sentido que para George Sorel la huelga general era un mito: una construcción simbólica capaz de contrarrestar las creencias estatales y religiosas; pero también un "entorno" omnipresente, el oxígeno espiritual de espacios ilimitados y novedosos para la acción humana. Bakunin -y después de él una larga lista de activistas anarquistas- subrayó que es abyecto aceptar que un superior nos conforme un modelo e insistió en que sólo la rebelión puede purificar el cuerpo social. En el rechazo a las palabras autorizadas y a las liturgias institucionales de Occidente, los anarquistas midieron la posibilidad de implantar los avances de una nueva sociedad, forjando una red de contrasociedades tanto desde dentro como desde fuera de la condición oprimida de la humanidad. Por lo tanto, el anarquismo no es sólo una forma de pensar en la dominación, sino fundamentalmente una forma de vivir contra la dominación. En su deseo de "dar la vuelta" al imaginario jerárquico, el anarquismo postuló los fundamentos tanto de una ciencia como de una experiencia de la libertad: la ciencia de la desobediencia como camino hacia la autoconciencia y la autoconciencia del yo, y la experiencia de vivir en la vida cotidiana como espíritus libres, pues la historia es para el anarquista el campo de pruebas de la libertad.
Desde que hizo de la libertad un mito y exigió libertades sin restricciones, el anarquismo pudo realizar la autopsia política de la modernidad. Así como Marx reveló el secreto de la explotación económica, Bakunin "descubrió" el secreto de la dominación: el poder jerárquico como constante histórica y garantía de todas las formas de iniquidad. La intuición teórica de los padres fundadores del anarquismo puso en su punto de mira la cuestión del poder: subrayaron que las desigualdades de poder preceden a las diferencias económicas. Por tanto, es en el ámbito político (2) -y no sólo en las actividades realizadas en los procesos industriales- donde podemos encontrar la clave para entender la oposición entre opresores y dominados. Su versión moderna más lograda, el Estado liberal o autocrático, fue el garante de la jerarquización. Hoy en día, esta garantía debería quizás identificarse también en otras instituciones. Pero para los anarquistas, un territorio gobernado por el palo o por las tiernas palabras no tiene ninguna importancia, porque la zona de sombra contra la que luchaban era la voluntad de someterse al poder del Estado, un principio de soberanía más que un aparato. Todas las invenciones culturales y políticas de carácter libertario se unen en una estrategia horizontal de contrapoder, una negación de la representación parlamentaria que reduce las artes lingüísticas y vitales de una comunidad a un juego donde, como por arte de magia, coinciden mayorías y minorías. Según Bakunin, las modalidades de dominación se adaptaron a los grandes cambios históricos, pero los significados imaginarios asociados a la jerarquía persistieron, incluso en las democracias; y estos mismos significados se convirtieron en prohibidos, en una condición de imposibilidad para pensar el secreto de la dominación. A lo largo del siglo XX, la cuestión de la "dignidad" económica fue llevada al espacio público y la opresión de género fue tematizada: todo ello ha adquirido ya una especie de carta de ciudadanía como cuestiones teóricas, políticas, sectoriales, académicas o mediáticas. Pero la jerarquía sigue siendo un tabú.
Camaradería humana
La idea de la camaradería humana sin estado ni jerarquías es un tabú político de la B Modernidad y de la B Historia (un tabú combatido, sin embargo, no sólo en ciertos momentos históricos emblemáticos sino también en prácticas cotidianas que suelen pasar desapercibidas para los antropólogos políticos obsesionados con las condiciones de gobernabilidad de un territorio o con la legitimidad de la forma-estado o con la fiscalización de sus actos).
La posibilidad de abolir el poder jerárquico: esto es lo impensable, lo inimaginable de la política; una imposibilidad asegurada por las técnicas de jerarquización que regulan hasta los más pequeños actos humanos, que presionan sobre las necesidades cotidianas, que fomentan el deseo de sumisión y que tal vez incluso consiguen arraigar en el inconsciente. Según Hobbes o Maquiavelo, no puede haber unidad entre el pueblo y su gobierno sin sumisión B voluntaria o involuntaria, legítima o ilegítima B, y no hay sumisión sin terror.
Fundar una política sobre la base de la camaradería comunitaria y no del miedo fue la respuesta anarquista a la visión desencarnada de estos pensadores políticos, y para ello era necesario anular o debilitar las instituciones autorreplicantes de la jerarquía para permitir una metamorfosis social no dirigida por el Estado. Esta afirmación sólo puede ser vista como una peligrosa anomalía por los santurrones y como un peligro por la policía.s et les moyens
El genio del anarquismo fue promover no sólo un ideal de redención humana en el futuro, sino también nuevas instituciones y formas de vida dentro de la sociedad contestataria que, al mismo tiempo, intentaban sustituirla (sindicatos, grupos de afinidad, escuelas libres, nuevos instrumentos pedagógicos, modos de autoorganización comunitaria y modos de autogestión de la producción). De ahí la obsesión del anarquismo por asegurar la correspondencia entre fines y medios.
La disciplina partidista, las élites ilustradas y las máquinas electorales son la negación del grupo doméstico constituido por las mentes vecinas, de la capacidad organizativa de la comunidad y de los atributos personales.
El marxismo no sabe aún cómo salir de sus viejas certezas autoritarias ni sacar ninguna lección libertaria de los 70 años de desastre soviético.
En el caso del liberalismo, las perspectivas de sus defensores se centran en la posibilidad del derecho en las instituciones políticas. Pero poder elegir a un amo a través de las urnas no mejora un sistema de dominación; asimismo, el control de las acciones de gobierno es una tarea defensiva que suele reforzar el imaginario jerárquico de las sociedades.
El problema de la "legitimidad" del gobierno, tan importante para los filósofos políticos liberales, es, para un pensamiento contrainstitucional como el anarquismo, un problema mal planteado. Bakunin sostenía en el siglo XIX que los parlamentos democráticos eran sociedades declamatorias. Y hablaba, entonces, de hombres que se tomaban en serio el arte del buen gobierno y el bien común, no de las mafias políticas actuales, encadenadas a las alianzas de poder de las que son inseparables. La preocupación por la institucionalización de las formas democráticas y la legitimidad de los gobiernos elegidos desprecia la sustancia secreta de la Razón de Estado.
La ampliación del concepto de ciudadanía y su institucionalización en el molde de la representación política fue la vía emancipadora opuesta a la elegida por los anarquistas. Si las virtualidades tumultuosas de la multitud decimonónica encontraron en las ideas libertarias una especie de confirmación política, fue porque se adaptaron con flexibilidad a las pasiones desatadas del pueblo. Pero la oscura energía del lumpenproletariado o de las sediciones populares nunca fue apreciada por quienes suponen que el funcionamiento automático de las sociedades es un requisito previo y una válvula de seguridad para la discusión pública de las libertades. Como los anarquistas siempre han sido ajenos a la política, saben que la jurisprudencia del perseguido es diferente a la del perseguidor.
Los pájaros de las tormentas
La política y la ética anarquistas se apoyaron en artes comunales ajenas al proceso de institucionalización de los poderes modernos, así como en la pesca, en la energía personal, lo que dio a la fuerza e insistencia de su rechazo un estilo y un temperamento singulares. También están en el origen del fértil desorden e imaginario político de protesta ajeno a otras tradiciones políticas que generó el anarquismo. Por eso es inevitable que, en los momentos febriles de la historia, se sospeche la presencia de anarquistas: tanto en los levantamientos disidentes como en las revueltas espontáneas. Los anarquistas eran, en general, pájaros de tormenta, y el nombre de un Buenaventura Durruti en el siglo XX puede corresponder al de Bakunin un siglo antes.
En las prácticas históricas del movimiento libertario, se encontrará menos una teoría completa de la revolución que una voluntad de revolucionar la sociedad cultural y políticamente. De hecho, difícilmente se conseguiría lo que en el siglo XIX se llamó revolución, si previamente no hubieran germinado formas de vida diferentes. En la educación de la voluntad, que tanto preocupaba a los teóricos anarquistas, residía la posibilidad de acabar con el antiguo régimen espiritual y psicológico, para el que el Estado moderno había reconstituido una nueva vía de transmisión.
Esta es la grandeza del pensamiento libertario, sin olvidar la variante anarco-individualista, que es menos una voluntad antiorganizativa que una exigencia existencial, un impulso anticonformista.
La confianza antropológica en la promesa humana (un impulso típico del siglo XVIII) fue el centro de gravedad desde el que el anarquismo desplegó una filosofía política vital, que intuía que la libertad no era una abstracción o una posibilidad futura, sino un sedimento activo en las relaciones sociales, un sedimento distorsionado o falsificado por la opresión. Los anarquistas son, sin duda, herederos de la Ilustración, y es precisamente por ello que la confianza que depositaron en la educación racionalista o incluso "cientificista" no los convirtió en simples positivistas.
Múltiples expresiones
Bakunin o Kropotkin creían que el origen de los males sociales no era la maldad humana -una certeza conservadora- sino la ignorancia, que podía resolverse, en parte, con el "desenmascaramiento" (¡sic!) por excelencia del siglo XIX: la ciencia. Al contrario de lo que muchos suponen, empezando por el marxismo, el pensamiento anarquista es muy complejo y no es fácil articularlo en un decálogo. Nunca hubo un dogma escrito en un libro sagrado, que diera libertad teórica y táctica a sus militantes. El anarquismo tampoco intentó construir un sistema de ideas cerrado, ni una teoría sistemática sobre la sociedad. Quizá la propia diversidad de ideas y prácticas anarquistas favoreció su supervivencia: cuando una de sus variantes se debilitaba o resultaba ineficaz, se sustituía por otra. Del anarcoindividualismo al sindicalismo revolucionario, de los experimentos comunitarios a las revueltas juveniles, de la difusión de ideas en pequeños grupos a los experimentos de autogestión de la revolución española, los anarquistas pivotaron en uno u otro lado de su historia.
Además, los anarquistas saben que su ideal es una reivindicación ardua porque sus exigencias teóricas y pragmáticas lo sitúan "fuera" de los discursos socialmente aceptados; también saben que sus prácticas son incompatibles con cualquier forma de dominación. Pero si las ideas anarquistas siguen perteneciendo al ámbito de la actualidad, es porque sustentan y transmiten conocimientos impensables por otras tradiciones teóricas que se consideran emancipadoras. En la defensa de este conocimiento antagónico reside su dignidad y su futuro.
Christian Ferrer (a Osvaldo Bayer)
FUENTE: Libertarian Alternative y Libertarian Publishing
Traducida por Joya
Original: www.socialisme-libertaire.fr/2016/05/l-anarchisme-une-heresie-moderne.