La contienda política (y electoral) se ha reducido a la batalla del lenguaje, a la imposición estratégica de conceptos o etiquetas, independientemente de su correlación con los retos. Ganan las palabras reducidas a marcas, no las respuestas a las preguntas (es decir, a los problemas planteados). Así los diálogos, o el exigente y necesario debate político, se han transformado en un aberrante ejercicio contemporáneo del método Ollendorff. No había conflicto alguno porque no había correlación entre las preguntas y las respuestas.
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