En el subsuelo de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o tal vez en el sótano de una de sus espaciosas casas particulares hay un lóbrego cuartucho. Tiene una puerta cerrada con llave y carece de ventanas. Una tenue luz se filtra polvorienta entre las rendijas de la carcomida madera y que procede de un ventanuco cubierto de telarañas de algún lugar del otro lado del sótano. En un ángulo del cuchitril un par de fregonas, con las bayetas tiesas, pestilentes, llenas de grumos, están junto a un balde oxidado. El suelo está sucio, pegajoso como es habitual en un sótano abandonado. El cuarto tiene tres pies de largo por dos de ancho: un simple armario para guardar las escobas y los enseres en desuso. En el cuarto hay un niño sentado. Podría ser un niño o una niña. Aparenta unos seis años pero en realidad tiene casi diez. Es retrasado mental. Tal vez nació anormal o se ha vuelto imbécil por el miedo, la desnutrición y el abandono. Se hurga la nariz y de vez en cuando se manosea los dedos de los pies o los genitales mientras se sienta encorvado en el rincón más alejado del balde y de las bayetas. Les tiene miedo. Las encuentra horribles. Cierra los ojos pero sabe que las fregonas siguen ahí, erguidas, y la puerta esta cerrada y nadie acudirá. La puerta siempre esta cerrada y nunca viene nadie salvo en ciertas ocasiones – la criatura no tiene noción del tiempo y los intervalos – en que la puerta cruje espantosamente, se abre y asoma una o varías personas. Entra una sola y de un puntapié le obliga a levantarse. Los otros jamás se le acercan sino que lo observan con ojos de horror y asco. La escudilla de comida y el jarro de agua se llenan rápidamente, se cierra la puerta, los ojos desaparecen. La gente que está en la puerta nunca habla pero el niño, que no siempre ha vivido en el cuarto de los trastos y recuerda la luz del sol y la voz de su madre, a veces habla: «Por favor, sáquenme de aquí. Seré bueno.» Jamás le responden.
[…]Todos saben que existe, todo el pueblo de Omelas. Algunos han ido a verlo, otros se contentan únicamente con saber que está allí. Todos saben que tiene que estar. Algunos comprenden la razón, otros no pero ninguno ignora que su felicidad, la belleza de su pueblo, la ternura de sus amigos, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus becarios, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas o el esplendor de su cielo dependen por completo de la abominable miseria de ese niño.
[…]A veces, un adolescente, chico o chica que va a ver al niño, no regresa a su casa para llorar o enfurecerse, no, en realidad no vuelve más a su hogar. Otras, un hombre o mujer de más edad cae en un mutismo absoluto durante unos días. Bajan a la calle, caminan solos y cruzan sin vacilar las hermosas puertas de Omelas. Siguen andando por las tierras de labrantío. Cada uno va solo, chico o chica, hombre o mujer. Anochece; el caminante pasa por las calles de la ciudad, ante las casas de ventanas iluminadas, y penetra en la oscuridad de los campos. Siempre solos, se dirigen al Oeste o al Norte, hacia las montañas. Prosiguen. Abandonan Omelas, siempre adelante, y no vuelven. El lugar adonde van es aún menos imaginable para nosotros que la ciudad de la felicidad. No puedo describirlo, en absoluto. Es posible que no exista. Pero parece que saben muy bien adónde se dirigen los que se alejan de Omelas.
Fragmento del relato Los que se alejan de Omelas (1973) de Ursula K. Le Guin.
Este relato, que viene muy al caso de lo que quiero exponer, es lo más parecido a un cuento moral en el género fantástico, y se llevó el premio Hugo al mejor relato corto en 1974. Está inspirado en el dilema moral de la víctima propiciatoria, descrito en su momento por Fiódor Dostoievski en Los hermanos Karamazov y posteriormente por el filósofo William James en El Filósofo Moral y la Vida Moral planteado de esta forma: “… si se nos ofreciese la hipótesis de un mundo en el que las utopías de los Srs. Furier, Bellamy y Morris estuvieran superadas y millones de personas fueran permanentemente felices con la simple condición de que cierta alma perdida más allá del límite de las cosas llevase una vida de solitaria tortura, ¿qué puede ser, excepto una específica e independiente emoción, lo que nos haga sentir inmediatamente, incluso aunque surja un impulso en nuestro interior que nos lleve a aferrarnos a la felicidad así ofrecida, lo espantoso que puede ser su disfrute cuando se acepta deliberadamente como el fruto de tal ocasión?”
La idea de escribir me surge porque acabo ver la película Argo (2012) de Ben Affleck. Es una buena película, sin más, sobre la Crisis de los Rehenes, que está muy bien realizada y editada, aunque los hechos reales son aderezados para hacerlos más excitantes de lo que fueron en la realidad. Fue la ganadora de los Oscars a la mejor película, mejor guión adaptado y mejor montaje. Al inicio, y aunque posiblemente sea el mayor desencadenante de la situación posterior en Irán, me llamó mucho la atención el hecho de que, como de pasada, una muy breve voz en off describe como las potencias occidentales promovieron la subida al poder del Sha, para así seguir teniendo el control absoluto del petróleo. Para quién no conozca bien esa parte de la historia, tenéis la descripción de los hechos en un artículo publicado en el periódico La Vanguardia y titulado Reza Pahlevi, el tirano que empujó a Irán a la revolución: “En 1951, el doctor Mossadegh, antiguo rival de Reza Khan, demócrata convencido y partidario de la prensa libre, es nombrado primer ministro. Al cabo de tres días, el Parlamento aprueba su proyecto de ley de nacionalización del petróleo, toda una afrenta a sus aliados de Washington y, sobre todo, de Londres (el proyecto de ley ordenaba liquidar la Anglo Iranian Oil Company).Contagiado por el éxtasis popular, el sha firma el decreto de nacionalización de Mossadegh, que contaba entonces con la aprobación de la máxima autoridad religiosa del país, el ayatolá Kashani. Pero, tras dos años de gobierno, la política de nacionalizaciones de Mossadegh y su decisión de expulsar a los ingleses de los campos petrolíferos han colocado el país al borde del abismo. Las potencias occidentales mantienen firmemente el bloqueo de Irán y el boicot a su petróleo. Desesperado, el primer ministro escribe a Eisenhower apelando a su conciencia. El presidente estadounidense no solo no le responde, sino que le acusa de comunista, aun a sabiendas de que es un patriota independiente y enemigo de la causa roja. El ambiente se enrarece y un sinfín de conspiraciones, tanto de los islamistas radicales como de los partidarios del sha, parecen augurar un trágico desenlace.[...]En agosto de 1953 Mossadegh es destituido por un golpe de Estado orquestado por la CIA , aunque la decisión se tomó con el beneplácito del sha y en connivencia con el gobierno británico. Cuando regresa de su breve exilio, los estudiantes están en huelga y se suceden las manifestaciones. Con Mossadegh fuera de la circulación, el sha reclama la ayuda de Estados Unidos, que responde enviando 45 millones de dólares. Consciente de que necesita su apoyo, empieza a viajar con asiduidad a Washington y reabre las relaciones con Londres. Es un retorno a la venta de Irán a Occidente y el principio del auténtico reinado de Reza Pahlevi.”
O sea, que lo que es indudablemente cierto es que la terrible tiranía y la represión del Sha sobre la población iraní y todo lo que sucedió posteriormente, se desencadenan por el intento de Irán de nacionalizar sus recursos petrolíferos. Creo que la pregunta que debemos hacernos es: ¿somos o no somos los ciudadanos de los países del primer mundo responsables de las oscuras maquinaciones que cometen los servicios secretos en nuestro nombre (o en el de nuestros países)?¿Cuántos de los problemas de guerras y terrorismo actuales no hemos heredado de estos amaños, casi siempre auspiciados por los servicios secretos de las antiguas potencias coloniales y sus turbios intereses; intereses que muchas veces son los de grandes corporaciones y no los de la inmensa mayoría de los votantes del correspondiente partido en el gobierno (gobiernos que son a su vez los que en última instancia dan las órdenes a los servicios secretos)? ¿No son responsables, por ejemplo, los ciudadanos de EE.UU. y U.K. de las espeluznantes atrocidades realizadas por la terrible represión de la policía política del Sha; atrocidades que fueron el germen de la posterior revolución y de la Crisis de los Rehenes? ¿No es quizá cierto que vivimos por aquí muy tranquilos, ajenos totalmente a todo esto y viendo películas como Argo, sentados cómodamente en nuestro sofá? Yo creo que sí..., y también opino que en el primer mundo estamos viviendo en una versión real de Omelas. No son guerras declaradas en parlamentos, no, ni siquiera sometidas al debate político, estas operaciones siempre se dejan escondidas en un cuartucho olvidado. Ojo, no digo que no sean necesarios los servicios secretos, no es ese el debate que quiero plantear; sólo me pregunto quién asume la responsabilidad sobre esos actos y sus consecuencias. Los respetables ciudadanos siempre podremos alegar que no estábamos debidamente informados de su existencia. Hay que tener en cuenta que la mayor parte de estas operaciones (por su propia naturaleza) son realizadas totalmente fuera del alcance del radar de la opinión pública, o de la prensa; y las que se acaban conociendo son, en el mejor de los casos, convenientemente filtradas, y algunas acaban desclasificadas parcialmente decenas de años después (aunque, en nuestro fuero interno todos nosotros sabemos, de forma indudable, que se están cometiendo otras similares ahora mismo y, lo que es incluso peor, realizándose en nuestro nombre como en Omelas).
De esta forma, me asalta la siguiente pregunta: ¿ Y tú, te quedas o te alejas de Omelas? Y me vienen a la cabeza las palabras de Marlowe –el narrador de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad– a la esposa del coronel Kurtz casi al final del libro, tan terribles y duras, y tan actuales como cuando se escribieron hace ya más de cien años: “Estaba a punto de gritarle: '¿No las oye usted?' La oscuridad las repetía en un susurro que parecía aumentar amenazadoramente como el primer silbido de un viento creciente. '¡Ah, el horror! ¡El horror!'”.