El turista en Tokio es un salvaje. Llega de su Tercer Mundo Latino a dar voces, sudar, fumar donde no debe y mezclarnos plásticos con papel. Es difícil visitar Tokio y no sentirse australopithecus. De hecho, en los trenes se anuncian empresas simiófobas que ofrecen a los varones acabar con el vello de los brazos, con las barbas excesivamente cerradas y con otras vergüenzas pilosas. Los turistas somos monos entre maniquíes, animalillos husmeando los bajos de los robots.